Ni libres ni marionetas.
Domingo XII del Tiempo Ordinario
25 junio 2023
Mt 10, 26-33
Al releer las rotundas palabras de Jesús –“ni un solo [gorrión] cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre”-, me ha venido a la memoria Ramana Maharshi y sus no menos contundentes expresiones: “El hombre cree ser el que hace, pero esto es un error. Es el poder supremo el que hace todo, y el ser humano es tan solo una herramienta. Si acepta esa posición, está libre de problemas”.
Ambos sabios, desde tradiciones bien diferentes, hacen una afirmación tan contraintuitiva que despierta habitualmente resistencias e incluso rechazo: ¿Acaso no tenemos todos una percepción inmediata y autoevidente de ser libres y, aun con límites, llevar el control de nuestra existencia?
Lo que sucede es que la percepción subjetiva de algo no avala que sea real. Por eso es bueno no asumirla de manera acrítica, sino avanzar en un trabajo de indagación que nos abra a la verdad.
Tal indagación pasa por preguntarse qué es lo realmente real. Es claro que solo puede serlo aquello que permanece estable en medio de todo lo que cambia. Eso que permanece -que no muta- es el único sujeto real; todo lo demás son objetos, formas que cambian constantemente. Llamamos “objeto” a aquello que puede ser observado y “sujeto” a aquello que observa y es consciente.
Pues bien, todo lo que podemos observar en nosotros es un objeto: nuestro cuerpo, nuestra mente, nuestro psiquismo, nuestro yo (o persona). Por tanto, nada de eso es realmente real. Y el único sujeto es Eso que es consciente, “Eso que no tiene nombre” -como diría José Saramago- y al que, sin embargo, apuntan tantos nombres, como el de “Padre” -en el caso de Jesús- o “Poder supremo” -en palabras de Ramana-, Vida, Totalidad, Consciencia…
En el plano de las formas, funcionamos como si fuéramos libres, creyendo que todo depende de nuestras decisiones. Y así es como puede desplegarse nuestro mundo. Pero visto desde el plano profundo, todo es una representación que brota de ese Fondo -lo único realmente real-, del que depende en todo momento. Por lo que puede decirse que, hablando con rigor, no existe el libre albedrío, pero que, sin embargo, nuestra identidad profunda es libertad. O dicho de otro modo: la libertad no es una cualidad del (ilusorio) yo, sino una realidad transpersonal que es una con todo lo que es. Por ese motivo, como ha escrito con acierto José Díez Faixat, «la presunta libertad del yo individual es, paradójicamente, su esclavitud, ya que es precisamente la creencia de ser una entidad personal lo que impide reconocer al Sí mismo real, eternamente libre. Nadie que crea ser alguien puede descubrir esa libertad originaria».
La analogía del sueño resulta iluminadora. Mientras estamos dormidos, asumimos el contenido de los sueños como absolutamente reales. Sin embargo, al despertar, todo aquello se desvanece. El único sujeto realmente real es la mente de la persona que elabora todos los contenidos del sueño. Los personajes del sueño creen que hacen y llevan el control, pero todo es obra de la mente. De la misma manera, creemos ser libres, pero todo es obra del “poder supremo”. Ahora bien, esa realidad, cualquiera que sea el nombre que se le dé, no es algo separado -tal como las religiones teístas han imaginado y hablado de “Dios”-, sino que constituye el Fondo último y único de todo lo real, nosotros incluidos. Ese Fondo es nuestro fondo, como diría el Maestro Eckhart, en el siglo XIII, el Fondo que no muta y que se halla siempre a salvo. Por eso, tenía toda la razón Jesús cuando invitaba a no tener miedo y a vivir en confianza.
Enrique Martínez Lozano
Fuente Boletín Semanal
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