Máximo compromiso, máxima confianza.
Mt 9,36 – 10,8
«A estos doce envió Jesús»
Todo empezó con los doce. Luego fueron setenta y dos, luego muchos más, luego se fueron congregando en torno a los Testigos para sentirse “comunidad” y confortarse mutuamente. No tenían templos y se reunían en sus casas para celebrar “la cena del Señor”, para leer las recopilaciones que iban surgiendo en torno a los hechos y dichos de Jesús y atender las necesidades de los pobres: «Nadie consideraba lo que tenía como propio … de manera que no había entre ellos ningún indigente».
Y aunque eran perseguidos, encarcelados y martirizados, su forma de vivir resultaba contagiosa y no cesaban de crecer. Luego vino Constantino, el poder, el boato… y los que antes eran perseguidos se convirtieron en perseguidores. Mejor dicho, fueron sus prebostes los que se convirtieron en perseguidores y cometieron mil tropelías, pero la fuerza del Espíritu siguió actuando sobre la gente y suscitando personas dedicadas a hacer el bien; dispuestas a servir y a ayudar como nunca ninguna otra organización humana lo haya hecho. Y dieron (y siguen dando) fruto abundante.
Y así, a lo largo de los siglos, generación tras generación, se ha ido creando una larga cadena que ha mantenido vivo el espíritu de Jesús hasta nuestros días. A ella debemos su conocimiento, y ahora es nuestro turno de responder a lo recibido. De nosotros depende que su espíritu siga guiando la vida de los hombres o se convierta en algo del pasado. Porque si los cristianos renunciamos a nuestras señas de identidad, si dejamos de tirar del pelotón y nos situamos cómodamente a la cola del mismo, si dejamos todo a la acción del Espíritu y olvidamos que somos colaboradores necesarios del proyecto de Dios, nuestra razón de ser como cristianos habrá perdido todo su significado en el mundo.
Es habitual entender la condición de cristiano como privilegio, pero es mucho más raro entenderla como compromiso. Un compromiso difícil de entender sin calibrar la enorme trascendencia del proyecto en el que estamos embarcados; sin sentirse parte integrante del proyecto de Dios… Pero asumir el compromiso no nos resulta hoy nada sencillo, porque nuestro espíritu ilustrado nos empuja con fuerza a relativizar la importancia de Jesús en la historia de la humanidad; a reducir su papel al de un maestro de sabiduría como tantos otros que ha habido en el mundo.
Es ese mismo espíritu el que está también socavando nuestra fe; y sin fe, carecemos del estímulo necesario para comprometernos en mantener viva la cadena… No sé si somos conscientes de que estamos viviendo una época crucial, pues existe el riesgo evidente de que la cadena se rompa justamente por nuestro eslabón; de que Jesús se convierta en mera materia de estudio para gente iniciada y se pierda su espíritu de servicio y perdón; de que nuestros nietos no le conozcan ni signifique nada para ellos.
Como decía Ruiz de Galarreta, el lema del cristiano podría ser: «Máximo compromiso, máxima confianza»… Máximo compromiso con la misión que tenemos encomendada, es decir, con la construcción del Reino… Máxima confianza, porque el compromiso es con nuestra Madre.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Fuente Fe Adulta
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