Un presente preñado de eternidad.
Jn 3, 16-18
Si la experiencia pudiera acercarnos a una forma de hablar de Dios, tal vez podríamos acercarnos con el término “amor”. Sí, en ello concuerdan la mayoría de las religiones y confesiones, y en el ámbito cristiano este amor infinito de Dios queda descrito con palabras como reciprocidad, relación, comunicación y cercanía.
Según el relato de Juan 3,16-18, este amor se consolida como la entrega del Hijo unigénito. Podemos preguntarnos contemplando esta entrega, de manera similar a como lo han hecho los creyentes a lo largo de todos los siglos cristianos, qué significa esta entrega y el porqué o el para qué de ello. Se han dado diversas respuestas a estas preguntas: para que esté con nosotros, para que su presencia nos cure, para ofrecernos la paz… Por su parte, la respuesta del texto de Juan 3,16-18 nos devuelve estas preguntas a las entrañas de la vida misma: para que todos tengamos vida eterna. Se trata de un tipo especial de vida. Una vida caracterizada por la no temporalidad, o la eternidad, que depende directamente de una relación recíproca entre el don y la fe, del creer. No se trata de un juicio: “Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo” (Jn 3,17a), se trata de la salvación (Jn 3,17b), y esta salvación salta también la línea temporal que delimita pasado, presente y futuro, porque “el que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado”. El presente de la fe es el que determina la eternidad. Quien “ahora” cree no “será” juzgado; y el que no cree “ahora” ya “está” juzgado. Está claro: solo disponemos del presente y ese presente es colmado de eternidad por la apertura de la fe incondicional. Y ahí radica la eternidad: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Formamos parte de esta dinámica del Padre con su unigénito al participar de la Vida; vida regalada con el aliento de Dios, de su espíritu que realiza en nosotros este amor y entrega recíprocas.
Hoy celebramos la fiesta de la Trinidad. La fiesta de este amor infinito de Dios a su creación; es también la fiesta de la eternidad que se abre a quienes se trascienden por la fe y a quienes ya no dependen de ningún juicio. Es una eternidad de libertad, porque el juicio ya no pesa sobre quienes creen (Rm 3,19; 25-26). Es una eternidad de sobreabundancia de amor (“Tanto amó Dios al mundo”). Celebramos entonces un presente preñado de eternidad.
Paula Depalma
Fuente Fe Adulta
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