Carta abierta a Tomás, apóstol, (e incrédulo, como yo).
Juan 20, 19-31
Querido Tomás, apóstol y hermano:
El evangelio de hoy nos habla de ti, pero el evangelista Juan no nos lo pone fácil. En primer lugar, apenas tenemos datos sobre tu vida. En segundo lugar, Juan no narra una situación, sino que ofrece una catequesis a su comunidad. Hoy, veinte siglos más tarde, ayúdame a recuperar el sentido de esa catequesis.
Para empezar, voy a imaginarme la escena, como si nos la contara alguien del grupo que hubiera presenciado lo que narra el texto. O, como decía San Ignacio de Loyola: “Como si presente me hallase”.
Anochecía. El día se nos había hecho muy largo, porque no podíamos hacer nada; estábamos con las puertas cerradas, sin hacer ruido. Los judíos nos buscaban; seguramente los romanos también, porque cuando ajusticiaban a uno de los nuestros, perseguían a su grupo, para ajusticiarlo. Lo sabíamos por experiencia.
Nos mirábamos en silencio, pero no acertábamos a decir nada. En el Gólgota nos habíamos hecho muchas preguntas: ¿Había merecido la pena acompañar al Maestro hasta el final? ¿Nos crucificarían los romanos por formar parte del grupo? ¿Cómo sería la morada que nos había prometido Jesús, para estar a su lado, cuando él se fuera? Ahora, sin la presencia de Jesús ¿qué íbamos a hacer? ¿Nos iríamos cada uno por nuestro lado? ¿Qué sería de nosotras, las mujeres del grupo, que habíamos dejado todo para seguirle y no podíamos volver a nuestras casas?
Hoy ya no nos hacíamos preguntas, sólo cabía esperar… ¡Y ni siquiera sabíamos lo que esperábamos!
De repente, en la penumbra, oímos la voz inconfundible de Jesús:
– Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así os envío yo.
Quedamos desconcertados. Supimos que era Él. Su voz era inconfundible. Se había dado cuenta de que el miedo nos ahogaba, de que ni siquiera teníamos aliento para vivir, por eso sopló con fuerza sobre nosotros y nos dijo:
– Recibid el Espíritu Santo…
Recordé que muchas veces nos había hablado del Espíritu Santo y nos lo había prometido. Que solía saludarnos dándonos su paz… Pero esta vez era diferente. En medio de nuestro miedo y de nuestra cobardía, el Maestro se hacía presente en la comunidad para comunicarnos el aliento de Vida.
Es más, se atrevía a enviarnos. Pero, ¿a dónde? ¿Cuál sería nuestra misión, de ahora en adelante? ¿No se daba cuenta de la situación de Jerusalén? Había crucifixiones casi a diario. La fiesta de la Pascua era una ocasión para que las autoridades políticas sembraran el pánico sobre el pueblo, especialmente sobre la gente de Galilea.
Esta noche no estaba Tomás en el grupo. Era un tipo curioso. En realidad, se llamaba Judas, pero le llamaban Tomás (que significa gemelo en arameo) y Dídimo (que significa gemelo en griego), aunque él nunca nos habló de quién había sido su hermano o hermana.
Cuando le contamos nuestro encuentro con Jesús, Tomás reaccionó como era habitual en él, como un “incrédulo”, pero, en el fondo, reconocíamos que todos éramos tan incrédulos como él, o más. Pero él era valiente y lo reconocía. Los demás disimulábamos nuestra falta de fe.
Pocos días después, cuando seguíamos reunidos en la casa, Tomás se quedó helado, como si viera a un fantasma. No se atrevía a acercarse a Jesús, pero el Maestro le ofreció sus manos y le invitó a tocarle; cuando le dijo: “No seas incrédulo, sino creyente”, supimos que nos lo estaba diciendo a cada uno de nosotros, a cada una. No era un reproche, era una invitación del Maestro a confiar, a entregarle nuestros miedos y acoger su paz.
Nuestros padres habían visto muchas señales. Habían sido liberados de Egipto, habían recibido a los profetas y habían creído, porque habían visto la mano de Yahvé que los acompañaba. Ahora Jesús, a través de Tomás, nos pedía creer sin haber visto.
Entendimos que nos pide creer, en lugar se sucumbir a la vida pagana de los romanos, que se extiende cada vez más. Creer, aunque por ello nos persigan los judíos y quienes no entienden nuestro discipulado. Creer que Jesús es el Hijo de Dios, aunque nosotros, con nuestros ojos, veamos a un proscrito, crucificado a las afueras de la ciudad. Creer que somos hijos e hijas de Dios, aunque continuamente toquemos nuestro barro. Creer que el Reino está dentro de nosotros y de cada persona, aunque veamos leprosos, pecadores o tiranos. Jesús nos pide dar un salto sobre el abismo, en lugar de quedarnos atrapados en lo que ven nuestros ojos…
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Tomás, hermano, ayúdanos, para que descubramos que HOY, en medio de los vaivenes del mundo, sigue haciéndose presente el Resucitado, en cada persona y en cada comunidad, con su saludo de paz. Que no olvidemos que sigue enviándonos su aliento de Vida. Que nos demos cuenta de que no podemos tocar las huellas de sus manos, pero nos ofrece “tocar” las huellas que ha ido dejando en nuestra vida y en la comunidad, para reconocerle. Que nos invita a “tocar” las heridas de las manos y el costado de l@s crucificad@s de la tierra. Y, que, al tocarlas y abrazarles, podamos decir contigo: ¡Señor mío y Dios mío!
Marifé Ramos
Fuente Fe Adulta
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