Reflexión de Viernes Santo
¿Y quiénes somos?
Somos personas “capaces de Dios”, que decía san Agustín, es decir, capaces de asumir y aceptar, de encarnar al propio Dios.
No hay ni un solo trazo de la huella humana que no esté traspasado por la presencia de Dios. Ni un solo espacio, ni el más mínimo momento existen sin que Dios los haya “perforado” por su presencia. Es más, nada existe fuera de su presencia.
Dicho esto, y visto al Jesús humano capaz de pronunciar hágase día tras día desde aquel hágase a dos voces de María, podemos deducir que somos expresión de Dios, semillas de su existencia, semillas buenas, claro, que a veces caemos en tierra no tan buena.
Cada una de las que estamos aquí somos personas llamadas a entregar la vida, a abrir los brazos en la cruz de la fidelidad y de la coherencia.
“Echarse en los brazos de Dios”.
Así con esto, con este reto que resulta de descubrir quién ese hombre tan increíblemente apasionado por la vida que fue capaz de entregar la suya para hacer eterna la nuestra, con este reto producido por la sorpresa al saber que somos parte de Dios… ¿qué hacemos con Cristo muerto, colgado de la cruz?
El Cristo de los brazos abiertos, que acoge en su gesto todo el dolor de la historia, el pasado y el futuro.
Cristo muere abrazando, de nuevo, el hágase del comienzo de su vida, cuando se reconoció como Hijo de Dios.
Desde la cruz, Jesús, desnudo como cuando nació, no oculta su debilidad, su fracaso; su sed es expresión de vulnerabilidad, de necesidad.
¿En los brazos de este hombre es donde queremos echarnos?
Sí, son los brazos de la libertad, de la acogida y del perdón. Los brazos que muestran un hueco infinito de reconciliación, de oportunidad y de vida eterna. En ellos cabemos todas y todos, sin fricciones ni negatividades. En sus brazos caben nuestros sueños, nuestras pequeñeces,… porque ocupamos un espacio de confianza, de sabernos en casa.
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Fuente: Monasterio Monjas Trinitarias de Suesa
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