Viernes Santo. Pasión del Señor.
Jn 18,1-40; 19,42
Ante la muerte el ser humano se encuentra desamparado, abandonado, solo. El grito humano que se resiste a morir no encuentra por parte de Dios otra respuesta que el silencio “¿Por qué me has abandonado?”. Tampoco los demás, tanto si son familiares, amigos, pueden hacer nada. Alrededor hay noche oscura.
La muerte nos da la oportunidad de realizar el acto de fe definitivo. Una fe contra toda evidencia, una esperanza contra toda esperanza; la confianza que traspasa la noche de la nada para encontrar unas manos que nos acogen con amor infinito. “A tus manos encomiendo mi espíritu”.
Esa es la muerte victoriosa, la que vence a la misma muerte en su propio terreno. Muerte con sentido que salva al ser humano y le conduce a la comunión con Dios, con los hermanos/as, con el universo. Esta muerte es la transformación necesaria para entrar a vivir en el nuevo mundo en el que hemos creído y esperado. En la cruz de Jesús se abren las puertas de la resurrección gloriosa del ser humano. El Vía Crucis estalla en el Vía Lucis.
En la Pasión según san Juan, se dice que las últimas palabras pronunciadas por Jesús fueron: “Todo está cumplido”. A todos nos ha encomendado Dios una tarea. A veces resulta paradójica; sólo se puede comprender través de la fe. Pero lo que realmente puede dar sentido a la vida es acabarla con este gran testimonio: “Está cumplido”.
Dentro de tu grito en la cruz caben todos nuestros gritos, desde el llanto de un niño hasta el lamento del moribundo. Todos los que se sienten abandonados en un misterio incomprensible encomiendan su vida “en tus manos”. Cuando llegamos a nuestros límites, donde se desvanecen los días, los esfuerzos, el último aliento de vida, inclinamos la cabeza y te entregamos el espíritu [1].
Este Viernes Santo, Jesús, que sabe de qué barro somos, nos invita a permanecer junto a él, a su lado, silenciosamente. En la cruz podemos hallar la paz, la liberación de tanta esclavitud, el sentido profundo del dolor del mundo, también podemos encontrar a Jesús. Para nosotros/as la cruz es Jesús.
Estamos apegados a nuestra vida. No la queremos gastar sino guardarla para nosotros mismos. Pero Tú nos muestras que únicamente entregando nuestra vida la podremos salvar… La cruz –nuestra propia entrega- nos angustia, nos inquieta. Nos olvidamos que Tú llevaste también nuestra cruz, mi cruz, no en un momento del pasado, ya que tu amor es presente, contemporáneo a mi existencia. Tú la llevas conmigo y por mí, y quieres que, como Cirineo/a, lleve tu cruz y te acompañe, que me ponga al servicio de la redención del mundo, que la gaste en tu nombre…
En tu cruz sigues hoy. Sufres el dolor, las penas y las lágrimas de los crucificados y los calvarios del mundo. Y nos pones frente al sufrimiento, la desolación y el desamparo de tantas víctimas de las desgracias naturales, de la violencia, de la injusticia. Los cristianos hemos celebrado muchas “pasiones y viernes santos” pero, sin embargo, hemos desviado nuestros ojos ante los crucificados que, cerca o lejos, viven sufriendo.
Señor Jesús: Ayúdanos a caminar por tus caminos, con los pasos de nuestra vida diaria. Líbranos del miedo a la cruz, del miedo a que nuestra vida se nos pueda gastar… Ayúdanos a desenmascarar las tentaciones que nos prometen la vida pero nos dejan decepcionados, sin rumbo. Ayúdanos a no hacernos dueños de la vida sino a entregarla, como “el grano de trigo que cae en tierra y muere para dar mucho fruto”. Ayúdanos a discernir, “perdiendo la vida”, el camino del amor, el camino que nos conduce de verdad a la vida en abundancia.
¡Reaviva nuestra fe, reaviva nuestra compasión!
Mª Luisa Paret
[1] Cf. B. Gzález. Buelta, La transparencia del barro, 38
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