Palabra y eucaristía.
Jn 4, 5-42
«El que beba del agua que yo le daré no volverá a tener sed»
Con este signo, Juan nos viene a decir que tan importante como es el agua para la vida normal, lo es Jesús para la vida humana. Jesús es el agua, Jesús es la Palabra que nos conforta y da sabor a nuestra vida; la que se convierte en la luz para que no tropecemos y en alimento para el camino; la que nos anima a tener esperanza a pesar de la muerte… la que está concebida para llevar al mundo a su plenitud.
Hoy el mundo está herido de muerte, y el simple sentido común nos permite afirmar que sus criterios acabarán de rematarlo. El cambio climático es ya una certeza que avanza a mucha más velocidad que la pronosticada en los peores augurios, y con él, las sequías, las pérdidas de cosechas, la destrucción de los fondos marinos, la escasez de recursos necesarios para la vida, las migraciones masivas, los conflictos para acceder a esos recursos… el hambre… la muerte…
Y no solo eso, porque las relaciones humanas también están sumidas en una crisis profunda y angustiosa. La deshumanización de nuestra sociedad, la mercantilización de toda actividad humana, la sacralización de la cultura de la muerte y el conflicto, el deterioro de la convivencia o la desigualdad trágica que lleva a unos a derrochar y a otros a morir de hambre, son hechos que nos deben hacer reflexionar, porque en lugar de mejorar, van a peor, y a un ritmo que nos produce vértigo.
También nos dice el sentido común que los criterios de Jesús pueden librar al mundo del desastre al que parece abocado, y en esta coyuntura, los cristianos podemos optar por alinearnos con el mundo, o ponernos de perfil, o ser fieles a nuestro compromiso con la misión y empezar a dar testimonio en serio de los criterios evangélicos. Pero para poder hacerlo debemos estar guiados y alimentados por la Palabra; dispuestos a responder a ella… y esto implica que primero debemos conocerla. El problema es que hemos dinamitado los cauces de transmisión de la Palabra y corremos el riesgo de que se convierta en patrimonio de media docena de eruditos iniciados.
Hubo un tiempo, y no lejano, en que el contacto de los cristianos con la Palabra era permanente, porque cada domingo asistían a la eucaristía y allí se leía el evangelio y se comentaba. Y eso se manifestaba en sus vidas. Había una forma específicamente cristiana de vivir que todo el mundo identificaba como tal y que, sin duda, contribuía a humanizar el mundo. Pero en un momento dado, la eucaristía dejó de constituir el centro de la vida cristiana, los templos se vaciaron, se perdió el contacto con la Palabra, y esa actitud de servicio motivada por la relación permanente con ella dejó de ser la norma para convertirse en excepción.
Tampoco está funcionando la cadena secular de transmisión de la Palabra de padres a hijos porque los padres la desconocen. Por eso necesitamos recuperar la eucaristía por encima de todo; y si ya no nos sirven los argumentos de antaño, procuremos recuperar sus orígenes. La vida de las primeras comunidades cristianas giraba en torno a “la cena del Señor”. Allí se reunían, se confortaban mutuamente, atendían las necesidades, leían la Palabra… y eran contagiosos, y en su seno no había pobres.
Oímos hablar de muchos y variados problemas de la Iglesia, pero muy poco, o nada, de la amenaza real de la pérdida de la Palabra, y quizás sería oportuno hacerse esta pregunta: ¿No estaremos colando el mosquito y tragándonos el camello?
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo en su momento, pinche aquí
Fuente Fe Adulta
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