Transfigúrame, Señor.
Transfigúrame.
Señor, transfigúrame.
Traspáseme tu rayo rosa y blanco.
Quiero ser tu vidriera,
tu alta vidriera azul, morada y amarilla
en tu más alta catedral.
Quiero ser yo mismo, sí, mi historia,
pero de Ti en tu gloria traspasado.
Quiero poder mirarte sin cegarme,
convertirme en tu luz, tu fuego altísimo
que arde de Ti y no quema ni consume.
Déjame mirarte, contemplarte
a través de mi carne y mi figura,
de la historia de mi vida y de mi sueño,
inédito capítulo en tu Biblia.
Si he de transfigurarme hasta tu esencia,
menester fue primero ser ese ser con límites,
hecho vicisitud camino de figura,
pues solo la figura puede trans-figurarse.
Pero a mí solo no. Como a los tuyos,
como a Moisés (fuego blanco de zarza),
como a Elías (carro de ardiente aluminio),
cada uno en su tienda, a ti acampados,
purifica también a todos los hijos de tu padre,
que te rezan conmigo o te rezaron
o acaso ni una madre tuvieron
que les guiara a balbucir el padrenuestro.
Purifica a todos, a todos transfigúralos.
Si acaso no te saben, o te dudan,
o te blasfeman, límpiales piadoso
(como a ti la Verónica) su frente;
descórreles las densas cataratas de sus ojos,
que te vean, Señor, y te conozcan;
espéjate en su río subterráneo,
dibújate en su alma
sin quitarles la santa libertad
de ser uno por uno tan suyos, tan distintos.
Mira, Jesús, a la adúltera
y al violento homicida
y al mal ladrón y al rebelde soberbio
y a la horrenda –¡piedad! – madre desnaturada
y al teólogo necio que pretende
apresarte en su malla farisea
y al avaro de oídos tupidos y tapiados
y al sacrificador de rebaños humanos.
[A cada uno de ellos] sálvale Tú,
despiértale la confianza.
Allégatele bien, que sienta
su corazón cobarde contra el tuyo
coincidentes los dos en solo un ritmo.
Que todos puedan en la misma nube,
vestidura de ti, sutilísima fimbria de luz,
despojarse y revestirse
de su figura vieja y en ti transfigurada.
Y a mí con ellos todos, te lo pido,
la frente prosternada hasta hundirla en el polvo,
a mí también, el último, Señor,
preserva mi figura, transfigúrame.
*
Gerardo Diego
***
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
― «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
― «Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
― «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
*
Mateo 17,1-9
***
Por un instante, el día de la transfiguración [Pedro, Santiago y Juan] contemplan la maravilla de una carne divinizada, de un rostro que transparentó el esplendor de la vida eterna: el rostro de Cristo resplandece con toda la luz de Dios.
El cuerpo humano puede ser transfigurado y tiene también un mensaje de luz que comunicar […]. Nuestro cuerpo tiene una vocación espiritual, una vocación divina. Nuestro cuerpo es el primer Evangelio porque el testimonio de la presencia divina en nosotros debe pasar a través de la expresión de nuestro rostro, a través de nuestra apertura, nuestra benevolencia, nuestra sonrisa. Aquel son interior que es la gloria de Jesucristo está en nosotros. Lo más sublime del hombre es que puede aún más, está llamado a revelar a Dios. Hay en nosotros una belleza secreta, maravillosa, inagotable. Cristo no ha venido sólo a salvar nuestras almas; Cristo ha venido a revelar Dios al hombre, a revelar el hombre al hombre; ha venido para que el hombre se realice en toda su grandeza, su dignidad, su belleza. Estamos llamados a la grandeza, al gozo, a la juventud, a la dignidad, a la belleza, a irradiar a Dios, a la transfiguración de todo nuestro ser comunicando con la luz divina.
Llevamos en nosotros el tesoro de la vida eterna, la realidad de la presencia infinita que es el Dios viviente. Hoy y en todos los instantes de nuestra vida estamos llamados a manifestar a Dios. Olvidemos toda nuestra negatividad, nuestra pesadez, nuestras fatigas, nuestras limitaciones y las de los demás. ¿Qué importa todo eso desde el momento en que Dios está en nosotros, en que Dios vive, en que nos ha regalado su canto, su gracia y su belleza; desde el momento en que hoy debemos penetrar en la nube de la transfiguración para salir revestidos de Dios, llevando en nuestro rostro el gozo de su amor y la sonrisa de su eterna bondad?
*
M. Zundel,
Ta parole comme une source,
Sillery 1998, 228s
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