La novedad de Jesús.
Mt 5, 17-37
«Habéis oído que se dijo a los antiguos … pero yo os digo»
Hay quien concibe el evangelio como culminación del antiguo testamento. Otros van más lejos y hablan de ruptura, pero, en cualquier caso, es innegable la gran novedad que supuso Jesús; una novedad tan patente y arrolladora, que el propio Mateo —un escriba posiblemente de secta farisea— no tiene más remedio que reconocer. Y aunque en el texto de hoy se hace un pequeño lío por tratar de ser fiel a su tradición —«no he venido a abolir la ley…»—, se muestra más explícito en su capítulo nueve donde compara a Jesús con el vino nuevo que rompe los odres viejos.
Y es que Jesús se está ofreciendo como alternativa a Moisés, y está pidiendo a sus seguidores que superen el concepto de Ley y se abracen al evangelio. Les viene a decir que no se trata de ser santos e irreprochables a los ojos de Dios, sino de crear humanidad; que no se trata de cumplir una serie de preceptos y tradiciones, sino de sentirse amados por Dios y responder amando, sirviendo, perdonando…
Como decía Ruiz de Galarreta: «La diferencia entre la ley y el evangelio es que la ley deja a la persona a sus propias fuerzas, le pone preceptos que ha de esforzarse en cumplir, le amenaza, le premia… mientras que el evangelio la coloca ante el don de Dios, le hace conocer a su Padre, le convierte en hijo, lo cambia por dentro… y ya no tiene que mandarle nada».
Sabemos que la reacción de la gente ante este mensaje fue muy dispar. Aquellos que se sintieron necesitados de ese Dios, le siguieron hasta el final. En cambio, los ricos y acomodados estaban tan satisfechos tal como estaban que prefirieron al Juez que da a cada uno según su mérito, porque a ellos ya les había juzgado y —a la vista de la prosperidad de la que gozaban— les había declarado justos y dignos de premio.
Los escribas y fariseos lo rechazaron desde el principio y se posicionaron de manera inequívoca en su contra. Y no les faltaba razón. Habían consagrado su vida al Dios de Abraham, al Dios de Moisés, en definitiva, al Dios de la Tradición, y aquella nueva doctrina era para ellos la mayor de las imposturas. No les cabía duda de que aquel nazareno que la proclamaba era un impostor; además un impostor peligroso, porque si lo suyo triunfaba, ellos, junto con los sacerdotes, serían los más perjudicados.
Para todo israelita la conversión a Abbá suponía abandonar al Dios de sus padres, renunciar a la tradición de Israel y lanzarse al vacío… y sus mentes no estaban preparadas para asimilar ese mensaje. Les entusiasmaba lo de Jesús, pero no podían aceptar que aquello pudiese entrar en conflicto con sus creencias milenarias. Por eso, todo cuanto le oían decir quedaba amoldado a la horma de sus tradiciones, y acababa interpretándose más en clave política que religiosa…
Para hacernos una idea de la novedad que en su tiempo supuso Jesús, baste pensar que, veinte siglos después, nosotros, la Iglesia, no acabamos de digerir sus palabras y retornamos, una y otra vez, al Dios juez justo y misericordioso que va a juzgarnos y premiarnos por nuestras buenas acciones.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo en su momento, pinche aquí
Fe Adulta
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