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Sólo un Dios que sufre puede ayudar ( con D. Bonhöffer y D. Sölle )

Sábado, 11 de febrero de 2023

9D196E0C-EAB5-4997-B19D-3C7C9196BB7ADel blog de Xabier Pikaza:

Este dicho abismal, situado en el contexto del Holocausto-Shoah, del que acaban de cumplirse los años (27.1.23), retomado y profundizado por D. Sölle, en el contexto de las bienaventuranzas, proclamadas por la Iglesia Católica el pasado domingo (29-1.23), nos sitúa ante la “definición” de Dios (que he venido presentando desde la perspectiva de Zubiri y Ratzinger.

Retomando una palabra clave de D. Bonhöffer, Dorothee Sölle, inmensa teóloga alemana del siglo XX, se preguntaba en un trabajo, dedicado al Sufrimiento, en el Diccionario de Teología feminista: ¿Por qué nos resulta tan difícil pensar a Dios como vida, alegría y dolor, en vez de pensarle como poder dominador.

   Sí, un Dios que es vida, alegría y sufrimiento, buena nueva y bienaventuranza en el dolor…  De eso he tratado el pasado domingo, estudiando las bienaventuranzas. De eso quiero seguir tratando hoy a partir de unas reflexiones de Sölle. Comienzo la postal con una bio/Bibliografia de D.Sölle (Bonhöfer es más conocido); sigo con su visión de protesta y misterio ante el sufrimiento, retomando unas páginas de mi Diccionario de la Biblia.

DOROHEE SÖLLE (Pikaza, Dicc. Pensadores Cristianos, VD, Estella 2011)

Sölle, Dorothee (1929-2003). Teóloga luterana de Alemania y USA, figura representativa del pensamiento cristiano del siglo XX, por su radicalidad intelectual y por la intensidad de su compromiso a favor de la paz. Estudió en la Universidad de Colonia, doctorándose con una tesis sobre teología y poesía, para seguir enseñando en la misma Universidad. Promovió diversos actos de protesta por la Guerra de Vietnam, a favor del desarme y en contra de la injusticia económica y social del mundo.

Del 1968 al 1972 organizó las famosas Politisches Nachtgebet (Oraciones políticas nocturnas), con su marido F. Steffensky, que había sido monje benedictino. De 1975 al 1987 enseñó teología sistemática en el Union Theological Seminary de New York. Sus obras escritas en alemán y/o en ingles han tenido mucho influjo, no sólo en el campo teológico, sino en la vida social y política de Alemania y Europa.

Su pensamiento es liberador, aunque no pertenezca a la “teología de la liberación”, y es feminista, aunque no pretenda serlo expresamente, pues ha intentado poner su palabra al servicio de todos los oprimidos, en un mundo donde las viejas certezas parecían apagarse. Entre sus libros:

Christ the representative: an essay in theology after the ‘Death of God’ (London 1967; version cast. El Representante, Buenos Aires 1972); Beyond mere obedience: reflections on a Christian ethic for the future (Minneapolis 1970; version cast. Imaginación y obediencia. Reflexiones sobre ética cristiana future (Salamanca 1980); Political theology (Philadelphia, 1974); Suffering (Philadelphia 1975; version cast. Sufrimiento, Salamanca 1978); The strength of the weak: toward a Christian feminist identity (Philadelphia 1984); The window of vulnerability: a political spirituality (Minneapolis 1990); Thinking about God: an introduction to theology (London 1990): Stations of the Cross: a Latin American pilgrimage (Minneapolis 1993); The silent cry: mysticism and resistance (Minneapolis 2001).

En castellano, cf. además; Teología política: confrontación con Rudolf Bultmann (Salamanca 1972);Viaje de ida: Experiencia religiosa e identidad humana (Santander 1977);Dios en la basura (Estella 1993); Mística de la muerte (Bilbao 2009); Reflexiones sobre Dios (Barcelona 1996).

D. SÖLLE, SUFRIMIENTO DE LOS INOCENTES, SUFRIMIENTO DE DIOS (reflexión recreada a partir de M. Mariani y M. Navarro, Cristologie Feministe, 2022).

 El punto de partida de Sufrimiento lo ofrece la condición de infelicidad padecida por mujeres y varones, una condición que se justifica a menudo recurriendo a una ambigua y peligrosa teología cristiana del sufrimiento. Ciertamente, esa teología es ambigua y peligrosa, pero –como pone de relieve Sölle-, ella nos obliga a superar la costumbre moderna de preguntarnos solamente por las causas y formas de eliminación del sufrimiento, obligándonos a plantear preguntas sobre su sentido y su función, preguntas que son igualmente fundamentales para encontrar una respuesta a las cuestiones modernas ya indicadas[MM1] [1].

En esa línea, teniendo en cuenta y estudiando las interpretaciones tradicionales que han sido dominantes, D. Sölle eleva sus acusaciones en contra del masoquismo cristiano y del sadismo teológico, y lo hace de un modo más preciso partiendo de un examen más hondo de las interpretaciones tradicionales del tema [2].

Sobre las tendencias sadomasoquistas escondidas en el espíritu humano había tratado extensamente el psicoanálisis, y  Sölle descubre esas tendencias en acción no sólo allí donde se habla de la necesidad de someterse a la voluntad de un Dios que no se complace en la felicidad de los hombres (de las creaturas), sino más bien en su sufrimiento. De aquí proviene un tipo de “adoración del verdugo”, conforme a la cual el Dios Omnipotente que guía la historia de los hombres viene a presentarse también como causa de todos sus sufrimientos, infligidos como castigo por el pecado, un castigo que ha de aceptarse de un modo sumiso y obediente.

En la línea de esa concepción se sitúa un tipo de teología de la cruz según la cual el Padre sacrifica al Hijo y lo sacrifica realmente, a diferencia de lo que se dice de Abraham en relación con su hijo Isaac, al que no tuvo que sacrificar, matando en su lugar un cordero (Gen 22). Esa visión nos sitúa ante la representación de un Dios sádico e impasible, una representación propiciada por el hecho de que la teología cristiana ha asumido categorías propias de la filosofía griega, lo que lleva consigo una serie de consecuencias éticas, partiendo de la imitación de un Dios concebido  en forme de destino,  un Dios que forma justifica la indiferencia, con la apatía personal y social ante situaciones de falta de felicidad. Por otro lado, esta visión hace que el sufriente acepte el sufrimiento como justo y considere necesario el soportarlo [3].

En este contexto resulta emblemática la figura (que Sölle presenta en el principio de su estudio) de la mujer bávara, católica, madre de tres hijos, que soporta un matrimonio infeliz, sin poder ni siquiera imaginar la eventualidad de un cambio, pues vive prisionera dentro de una sociedad patriarcal, de tipo estático, con el convencimiento de que su sufrimiento responde a la voluntad de Dios.

 Muchos han querido hacer de Jesús un héroe, atenuando su angustia ante la inminencia de su arresto (el evangelista Lucas reflejaría esta tendencia) o acentuando el carácter extraordinario (heroico) del abandono vivido por Jesús, abandono de los hombres y de Dios. En este contexto objeta Sölle: «Este modo de proponer el problema, propio de aquellos, que, en un mundo de inconmensurable sufrimiento, quieren aislar el de Jesús, para no confrontarlo con otros sufrimientos y comprenderlo después como algo extraordinario, es algo más bien macabro. Entre los intereses de Jesús no está el de haber sufrido más que todos».

En contra de esa visión, la verdad del símbolo del sufrimiento de Jesús está más bien en el hecho de que puede repetirse. Lo que aquí (en los evangelios) se dice sobre el dolor de Jesús puede aplicarse a todos los hombres y mujeres, como lo demuestran los testimonios de muchos que han vivido un sufrimiento extremo [4]. También ellos han experimentado el abandono de Dios y se han liberado de la destrucción del fundamento de la propia vida mediante la verdadera aceptación del dolor, de manera que el cáliz de sufrimiento se convierta en cáliz de revitalización.

Se han dado por tanto otros seres humanos que han sufrido y que se han vuelto agentes (autores) de[MM2]  una historia de resurrecciones, con un sentido de representación para otros. La resurrección no es un privilegio especial para  algunos seres humanos, cerrados en sí mismos, ni siquiera para  Jesús de Nazaret, sino que contiene una esperanza para todos, es decir, para la humanidad» [5].

Oponiéndose a un teísmo que nos lleva a representar a Dios como omnipotente y sádico, D. Sólle se muestra muy sensible al dicho de Bonhöffer: “Sólo un Dios que sufre puede ayudarnos”. En esa línea,  ella apela finalmente a la idea de que la potencia de Dios se identifica con un amor que es capaz de dar vida y de hacer que los muertos resuciten, de manera que podamos vincularnos con[MM3]  ellos, compartiendo los sufrimientos de los otros y buscando justicia para aquellos que están privados de justicia.

Merece la pena insistir en el hecho de que el libro sobre el Sufrimiento ha puesto de relieve las complejas implicaciones sociales y políticas de un determinado imaginario teológico, sin aludir apenas al tema del género, a no ser en la cita de la mujer bávara, a la que pone como ejemplo de masoquismo cristiano. Ese motivo ha sido explicitado de manera más intensa en otros lugares, entre los que resulta significativa la voz «Leiden/Opfer» (sufrimiento/sacrificio), que Sölle escribió para Wörterbuch der Feministischen Theologie (Diccionario de teología feminista). En ese  contexto, ella ha puesto de relieve que las dos reacciones al sufrimiento (una de rebeldía y otra de aceptación) que aparecen en la Biblia (especialmente en Job y en los relatos de la pasión de Jesús ) y en la historia del cristianismo pueden vivirse en una dialéctica que salvaguarde la libertad del ser humano.

Sin embargo, de hecho, en la práctica, la tradición cristiana  ha terminado por atribuir a los varones la prerrogativa de la protesta, con la posibilidad de escapar (liberarse) de condiciones familiares o laborales que sean insoportables, mientras que ha impuesto a las mujeres y a los pobres la exigencia de bajar la cabeza con paciencia y humildad ante sus sufrimientos.

La iglesia tiene en este campo mucha responsabilidad porque, según esas categorías (paciencia y humildad), ella predicaba a las mujeres “el servilismo y la aceptación del destino impuesto por Dios” y pasaba por alto la diferencia entre sufrimientos evitables e inevitables [6]; de esa manera traicionaba el compromiso activo y solidario de Cristo por la liberación de todos los seres humanos.

En esa línea, el cristianismo ha mostrado componentes sadomasoquistas, cuyo fundamento ha de verse, por un lado, en la representación de Dios como omnipotente e indiferente al sufrimiento de los hombres, y en la ratificación por otro lado, de un tipo de ordenamiento jerárquico, que sitúa a las mujeres en el último puesto, exigiéndoles que asuman (que lleven con ellas) el sufrimiento, lo mismo que son ellas las  que asumen el hecho de llevar en el vientre al hijo que ha de nacer.

El balance o resultado del estudio de Sölle es, por tanto, inapelable: «Sadismo teológico y masoquismo femenino forman una composición fatal, son elementos cadavéricos de una religión muerta con la se envenenan los seres humanos, a no ser que se fuguen, se liberen, de esa fatalidad» [7].

Sölle sigue planteando en esa línea otras cuestiones nuevas, entre ellas una intensa reflexión sobre Auschwitz, realizada por pensadores judíos y cristianos, teólogos y teólogas, que ha servido para abrir recorridos o trayectorias que no pueden ser ignorados. En esa línea se ha discutido sobre el poder e impotencia de Dios, de manera que, si a Dios se le entiende como “fuerza de amor que sufre con nosotros”, no podemos refugiarnos ya simplemente en la tesis de que cristianismo es igual a patriarcado o limitarnos a reproducir pregunta antiguas de la teodicea, diciendo: ¿Por qué Dios no impide el sufrimiento?

La teología feminista de la liberación plantea también otras preguntas: «¿Por cuánto tiempo permitiremos todavía el sufrimiento de los pobres? ¿Por qué Dios se hallaba tan solo (solitario)en los días de la Shoah […]? ¿Dónde estaban e las amigas y los amigos de Dios? Y en esa línea podemos retomar la pregunta que cierra el breve artículo de Sölle: ¿Por qué nos resulta tan difícil pensar a Dios  como vida, alegría y dolor en vez de pensarle como poder dominante? [8]

 PIKAZA (Gran Diccionario de la Biblia, VD, Estella 2017, 1260-1263) 

Sufrimiento (→ Cruz, enfermedad, Jesús, Job, Justo sufriente, Qohelet, razón, Siervo de Yahvé, sanación, víctima, violencia). El sufrimiento forma parte de la condición actual del hombre, como indica ya Gen 3, 19 («con sudor comerás hasta que mueras…»), y  está en el centro del más enigmático y denso de los libros de la Biblia (Job), con otros deuterocanónicos (como Sabiduría) y apócrifos (1 Henoc). La Biblia no ha elaborado una visión ascética ni moralista del sufrimiento del hombre, sino que lo ha integrado dentro de la experiencia de solidaridad y comunicación personal, en la línea de la revelación de Dios y de la historia de Jesús, tal como culmina en la pasión de Jesús, de la que tratan los cuatro evangelios. Desde ese fondo podemos evocar algunos pasajes más significativos del Nuevo Testamento.

(1) Un tema fuerte. Entre las preguntas y temas fundamentales de la religión está el sentido del sufrimiento, que ha sido y sigue siendo la cuestión principal de la teodicea o “defensa” de Dios. ¿Cómo puede haber un Dios que nos permita padecer de esta manera? Los relatos antiguos de la Biblia afirmaban que Dios había respondido liberando a los hebreos del horno de opresión de Egipto, haciéndoles pasar a través del Mar Rojo, y así lo celebran año tras año los israelitas en sus fiestas de Pascua. Pero en un momento dado las respuestas tradicionales resultaron insuficientes. Por eso, los últimos libros de la Biblia israelita han vuelto a plantear con radicalidad el tema.

Esta problemática no afecta sólo a los hebreos, ni a los creyentes de Israel, sino de todos los hombres y mujeres del mundo, condenados de algún modo a la enfermedad y a la muerte. Por eso, la respuesta de Dios tiene que ser universal. Así lo sabe y dice el libro de Job, así quiere responder también el Eclesiastés o Qohelet. En el comienzo de la historia israelita de la Biblia (Ex 2-3) escuchamos el lamento y grito de unos hebreos oprimidos, que claman a Dios desde su aflicción. El problema que ellos presentan es universal.

(2) Antiguo Testamento. Más allá de las razones.En principio, parece que la Biblia se sitúa en una línea retribucionista, que toma como modelo el comportamiento según ley. Esta es una visión que está presente en amplios estratos del Antiguo Testamento, partiendo de una interpretación dominante del pecado original (Gen 2- 4). Dios habría creado a los hombres para hacerles vivir felices sobre el mundo, dentro de una totalidad cósmica que es buena. El dolor, incluso la muerte, sería consecuencia de una falta moral, castigo de Dios por los pecados de los hombres individuales o de sus antepasados. Ésta es la visión de fondo que parece aún latir en la pregunta que se escucha todavía en algunos círculos creyentes de la actualidad, que mantienen el mismo esquema ‘ortodoxo’ del Antiguo Testamento: ¿Qué he hecho yo para merecer esto¿ ¿por qué me castiga Dios así? Ciertamente, esta visión puede tener algunos rasgos positivos, tanto a escala consciente como inconsciente, pero ella es insuficiente, como muestran algunos de los textos y temas básicos de la Biblia:

Qohelet* plantea el tema del dolor y del vacío de la vida, y no logra ofrecer una respuesta  pues dice “que no sabemos si somos objeto de amor o de odio”. Estrictamente hablando, parece que el Qohelet no cree en un Dios personal que dirige la vida de los hombres, pues supone que el destino lo mueve todo, de manera que no puede distinguirse desde una perspectiva religiosa la suerte del justo y del impío. A pesar de ello, el autor apela a la justicia de Dios que debe expresarse en la misma forma de vida de los hombres sobre el mundo. Qohelet supone (afirma) que hay Dios, pero no es un Dios de la razón, Dios del sistema, sino un poder de Vida más allá de la vida sin sentido (vida de dolor) de nuestro mundo.

Job* tampoco puede responder de un modo racional, pero el Dios de su libro se pone de parte del hombre sufriente y expulsado, no de aquellos que quieren responder de una manera teórica a su llanto, acudiendo a un tipo de justicia general de Dios y acusando a Job como culpable. Es quizá el más radical de todos los documentos que se han escrito el sentido del dolor en su relación con Dios. El libro de Job plantea unas preguntas a las que su autor no puede responder, pero lo hace con radicalidad creyente, como si nos situara ante un Dios que está más allá de Dios, ante una experiencia de sentido que va más allá de las razones del pensamiento y de la religión oficial. En esa línea, el Dios de Job aparece como un Dios “extranjero”, alguien a quien no podemos domesticar con nuestras razones.

El justo sufriente (Sab 2) ofrece una respuesta más personal, vinculada a una esperanza de supervivencia, en línea de inmortalidad más que de resurrección. En sentido estricto, por el lugar que ocupa en el conjunto de la obra (del libro de la Sabiduría), el justo sufriente es israelita. Pero su experiencia se puede universalizar, de manera que al final ese justo no aparece como un israelita estricto, sino como una persona humana. Como indican estos textos, la presencia de Dios en el sufrimiento sigue siendo en Israel un tema abierto, que se sitúa y nos sitúa en el centro del gran enigma de la vida humana, tal como Jesús ha vuelto a plantearlo en el centro de su mensaje, tal como está recogido en el Nuevo Testamento.

(3) Jesús, una protesta contra el sufrimiento. El Nuevo Testamento asume básicamente el camino israelita, sin añadir ninguna respuesta teórica, sino la experiencia de Jesús que asume el sufrimiento (el fracaso y la muerte) como camino de Reino, en la línea del Siervo de Yahvé y del Justo sufriente, como han puesto de relieve los evangelistas que han contado la historia de su pasión. Se ha dicho que los evangelios, empezando por Marcos, son ante todo el relato de la pasión y sufrimiento de Jesús, precedido por un prólogo (en el que se explica los motivos que le han llevado a ese rechazo y sufrimiento). Así lo pone de relieve el evangelio de Marcos, a partir de la “confesión” de Pedro, que llama a Jesús Mesías de Dios (suponiendo así que debe actuar como triunfador sobre la tierra). Jesús responde: « El Hijo del hombre debe padecer mucho, será rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y escribas; que lo matarían…, y a los tres días resucitará» (Mc 8, 31).

Ésta es la novedad del evangelio cristiano: la revelación del poder salvador del sufrimiento más allá de la pura razón. En este contexto, respondiendo a la “corrección” de Pedro, que quiere un mesianismo sin sufrimiento, Jesús amplía su propuesta y dice: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga» (M 8, 34). Ésta es la revelación suprema de Jesús: Ha ofrecido su solidaridad a los pobres y sufrientes de Israel, queriendo así ayudarles a superar el dolor, prometiéndoles la bienaventuranza o plenitud del Reino, y diciéndoles “bienaventurados los que sufren” (cf. Lc 6, 20-21), pero no porque sufren (en plano victimista), sino porque en el fondo de su sufrimiento viene a manifestarse el Reino de Dios.

En esa línea se puede interpretar a Jesús como protesta activa contra el sufrimiento. Él no ha reflexionado sobre el sufrimiento en un plano teórico, como han hecho Qohelet o Job, no ha investigado y propuesto nuevas teorías, más hondas, para explicar en general el posible valor humanizante del sufrimiento. Él ha hecho algo anterior, mucho más hondo: Se ha puesto de parte de los que sufren, ofreciéndoles su solidaridad, curándoles. En contra de lo que a veces se ha dicho, en Jesús no hallamos ninguna “mística del sufrimiento”, como la que puede encontrarse en Ignacio de Antioquía* (cuando dice que quiere morir, ser molido, para unirse con Cristo: Romanos 4); no hay tampoco una mística como la de aquellos que han pedido a Dios sufrimientos, diciendo “o padecer o morir” (lema atribuido a Santa Teresa de Jesús).

Jesús ha protestado contra el sufrimiento y lo ha hecho de un modo inmediato e intenso: ayudando y curando a los que sufren, prometiéndoles el Reino de Dios, que es la felicidad completa, ya desde aquí, en este mundo. Se ha dicho a veces que sus milagros son gestos primitivos e inmaduros, cercanos a la magia. Buda fue más elevado: enseñó a los hombres a sufrir, a no evadirse. Jesús, en cambio, les habría ofrecido salidas ilusorias: una ilusión que, al fin, se muestra vana, porque las enfermedades siguen dominando a los hombres, que sufren y mueren, sin respuesta en este mundo. Pues bien, en contra de eso, debemos poner de relieve el carácter fundante de esa protesta de Jesús, que se eleva con todas las fuerzas en contra de aquellos dolores que oprimen a los hombres, anunciando la bienaventuranza, es decir, la dicha para los que sufren.

Sin duda, las historias de los milagros de Jesús pueden parecer “primitivas” y quizá lo son. Pero son “primitivas” en el sentido de originarias. Jesús se sitúa ante el problema básico del sufrimiento y no puede mantenerse tranquilo, reflexionando como el Qohelet o buscando una solución contemplativa, como Buda, pues él protesta ante el sufrimiento con su vida, con sus obras (milagros), con su movimiento mesiánico. No se refugia dentro de sí, no busca ningún tipo de mística, sino que inicia un movimiento de protesta en contra de las causas que conducen al sufrimiento de los hombres, especialmente de los pobres, un movimiento que sigue siendo la aportación principal del cristianismo de la historia de las religiones (G. Theissen).

(4) Experiencia personal. Jesús inició con los pobres (los hambrientos y sufrientes de su tiempo, los enfermos y oprimidos: cf. Lc 6, 20-21) un movimiento de liberación, en las condiciones concretas de aquel mundo, significa estar dispuesto a morir. Por acompañar a los que sufren, Jesús está dispuesto a sufrir, no por victimismo, sino por solidaridad. Sabe que el dolor de la vida no se soluciona con más templo y más imperio (porque el templo y el imperio concretos de su tiempo son causantes de mucho sufrimiento), sino con más solidaridad, allí donde los hombres y mujeres estén dispuestos a “tomar la cruz”, poniéndose de parte de los perdedores (los crucificados). Jesús no ha buscado el sufrimiento, sino al contrario: ha querido la dicha de Dios. Pero lo ha hecho de un modo personal, aceptando el sufrimiento existente para desplegar así el camino mesiánico, muriendo a favor de la llegada del Reino de Dios. En ese contexto, los evangelios se han atrevido a contar el miedo de Jesús ante dolor, su gran protesta, unida, sin embargo, a la “obediencia” a su mensaje. Sabiendo ya que había sido condenado, tras la Última Cena:

«Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan… y les dijo: Siento tristeza de muerte. Quedaos aquí y velad. Y avanzando un poco más, se postró en tierra y suplicaba que, a ser posible, pasara de él aquella hora. Decía: ¡Abba, Padre! Tú lo puedes todo. Aparta de mí este cáliz. Pero que no se cumple mi voluntad, sino la tuya. Volvió y los encontró dormidos…»(cf. Mc 14, 32-42).

 Dios le ha enviado, él ha respondido. Ahora suplica, desde su vida hecha cáliz, infusión de muerte. Está triste, los poderes de este mundo han vencido; por eso clama al Padre de la Vida, sobre el orden del sistema. Le llama Abba y reconoce su poder (¡lo puedes todo!), mostrándole su angustia: ¡Aparta de mí este cáliz! De esa forma, Jesús descubre a Dios desde su mismo sufrimiento, confesándole su miedo y confiándose en sus manos de infinito amor, sobre el orden de aquellos que le matan. Más fuerte es aún el dolor de Jesús en la cruz.

Los judíos han podido contar y a veces han contado a Jesús entre los mártires de su historia (y de la humanidad); pero mantienen su reserva ante las razones de su muerte (era un peligro para Israel) y piensan que ella no ha sido revelación suma y escatológica de Dios, pues la historia sigue dominada por la muerte. En contra de eso, los cristianos han condensado (y personificado) el dolor de todos los mártires en la muerte de Jesús, a quien veneran como signo de supremo sufrimiento y, al mismo tiempo, como palabra suma de Dios, que acoge por Jesús a todos los asesinados (cf. Mt 23, 35 par.) Desde ese fondo, los evangelios han querido recordar en toda su crudeza las palabras de Jesús en el Calvario, de manera que se escuche el grito de todos los sufrientes de la historia: «Eloí, Eloí….! ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34; Mt 27, 46).

Con el justo perseguido del Salmo 22, 2, Jesús llama a Dios, gritando su abandono y pidiéndole su ayuda (culminando la pregunta de Getsemaní). Se pone ante el Dios que parece olvidar a los hombres y pregunta con millones de expulsados y sufrientes: ¿Por qué me has abandonado? Desde una perspectiva puramente histórica, el abandono de Jesús sería un fracaso: al final de su camino, proscrito, expulsado de su pueblo y denigrado, habría confesado su impotencia. Muere y todo sigue igual: perecen con él millones de excluidos o rebeldes, sin nadie que responda. Pero los evangelios confiesan que su muerte pertenece al misterio de Dios, que le acoge y le responde por la resurrección, no para vengarse de los que le matan, sino para ofrecerles también a ellos el perdón.

(7) Un camino cristiano. Ha muerto Jesús, preguntando por Dios desde su fracaso, tras haber anunciado y preparado un Reino que no llega. No ha logrado resolver los conflictos sociales, el problema del sufrimiento. Ha fracasado, según ley (poder sagrado de los sacerdotes de Jerusalén, sistema político del imperio romano). Pero precisamente en su fracaso, al aceptar el sufrimiento que nace de su solidaridad con los que sufren, ha podido revelarse como portador de una gratuidad y vida propia de Dios, en creatividad de amor y resurrección. Los sacerdotes se burlaban, suponiendo que si Dios fuera su Padre debería bajarle de la cruz (Mt 27, 40-43). Los cristianos confiesan lo contrario: precisamente porque es Padre, Dios le alienta y acompaña hasta la muerte. Los que se burlan de Jesús que muere en la cruz aparecen como servidores del Dios del sistema triunfante, la ley de este mundo. Los cristianos, en cambio, saben que sólo Aquel que sostiene y recibe a los que mueren en su nombre (cf. Sab 2) es Dios verdadero.

Así acoge el Padre a Jesús, en los brazos de su amor infinito, sin responder con violencia a la violencia del sistema, sin vengarse ni matar a quienes matan. En este contexto ha presentado el Nuevo Testamento el sentido más hondo del sufrimiento: «Jesús, en los días de su vida, elevó súplicas y peticiones, con gritos y lágrimas, a Aquel que podía librarle de la muerte; pero, siendo Hijo, aprendió a obedecer en el sufrimiento y habiendo sido plenificado fue hecho causa de salvación» (cf. Heb 5, 7-10). Desde aquí se entiende la reinterpretación cristiana del tema, como indicarán unos ejemplos:

El eunuco de la reina de Etiopía vuelve de Jerusalén, donde había venido para adorar a Dios, y va leyendo un texto de la Escritura que dice: «Como oveja al matadero fue llevado, y como cordero mudo delante del que lo trasquila, así no abrió su boca. En su humillación, se le negó justicia; pero su generación, ¿quién la contará? Porque su vida es quitada de la tierra» (Hch 8, 32-33). Este es el tema básico de la catequesis cristiana: el hecho de que Jesús, Mesías del reino de Dios, ha tenido que sufrir. Así lo proclama el Jesús histórico de Mc 8, 31 par.: «Era necesario que el Hijo del hombre padeciera…». Así lo repite el ángel de la tumba vacía y el mismo Jesús pascual de Lucas (cf. Lc 24, 7.26.44.46): «Era necesario que Cristo padeciera…». Ésta es la nueva clave de la interpretación cristiana de la Biblia: ella no es libro de Ley, sino libro que anuncia y expone el sufrimiento pascual de la vida, un sufrimiento creador, que vincula a los hombres con Jesús, haciendo que ellos sean capaces de vivir en esperanza. Desde esa perspectiva anterior pueden destacarse dos experiencias cristianas de sufrimiento.

Sufrimiento de la madre mesiánica. Simeón, el justo israelita, espera la llegada del Mesías y, teniéndole en brazos, declara a la madre su sentido y camino: «Éste está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel y para señal contradicción, para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones. Y a ti misma una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35). Ésta es la espada del dolor mesiánico, que la madre de Jesús y todos los cristianos tienen que asumir. Es la espada del dolor de la fe, que va dividiendo el alma de los fieles, para purificarla. La espada de la división social que Jesús va creando, la espada de una vida que sólo puede ser amor (hacerse amor) entregándose al servicio de los demás.

Un sufrimiento ministerial. El autor de la carta a los colosenses, tomando el nombre de Pablo, interpreta la misión cristiana como un sufrimiento creador. «Ahora me alegro por mis padecimientos en favor vuestro, completando en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia, de la cual fui hecho ministro conforme a la administración de Dios que me fue dada para beneficio vuestro, a fin de culminar la Palabra de Dios, el misterio que ha estado oculto desde los siglos y generaciones, pero que ahora ha sido manifestado a sus santos, a quienes Dios quiso hacer saber cuáles son las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo en vosotros, esperanza de la gloria» (Col 1, 24-28).

El Pablo histórico había evocado con fuerza la debilidad y padecimientos del misionero, vinculado a la cruz del Cristo (cf. 2 Cor 10-12). Pero sólo Colosenses ha sistematizado el tema, mostrando que el ministro del evangelio no es un liturgo del mundo sagrado, que ratifica el orden divino de la realidad, como han destacado las religiones de la naturaleza y después hará el neoplatonismo cristiano, sino alguien que sabe sufrir con Jesús, no para sacralizar este cosmos, sino para transformarlo con su entrega. De esa forma queda así integrado en la pasión de Cristo, a favor de la iglesia (de los gentiles).

Cf. J. M. Asurmendi, Job. Experiencia del mal, experiencia de Dios, Verbo Divino, Estella 2001; J. R. Busto, El sufrimiento, ¿roca del ateísmo o ámbito de la revelación divina?, Comillas, Madrid, 1998; F. de la Calle, Respuesta bíblica al dolor de los hombres, FAX, Madrid 1974; G. Gutierrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de Job, Sígueme, Salamanca 1988; X. Pikaza, Teodicea, Sígueme, Salamanca 2013; G. Theissen, La fe bíblica. Una perspectiva evolucionista, Verbo Divino, Estella 2002.

[1] Sölle, Sofferenza, 12-13; cfr. 7-17.

[2] Ibid 19-51.

[3] Ibid, 53-89.

[4] Sölle, Sofferenza, 118-119; cfr. 118-124.

[5] Ibid, 208; cf. Schottroff – Sölle, «Auferstehung».

[6] Sölle, «Leiden/Opfer», 242.

[7] Ibid.

[8] Puede verse concisa bibliografía de tres títulos que acompaña a la voz «Leiden/Opfer» (sufrimiento/sacrificio), en el Diccionario ya citado. Sölle ha querido incluir (con su propia introducción) la edición alemana del volumen de Carter Heyward, The Redemption of God. Esta teóloga episcopaliana de Estados unidos, se sitúa ciertamente entre las pensadoras más cercanas a la sensibilidad política de Sölle y a los temas que acabamos de evocar (hay una presentación de su biografía y de su pensamiento en Kalsky, Christaphanien, 160-185).

También es significativo el testimonio de la teóloga Ivone Gebara: «Mi feminismo comenzó a desarrollarse a principios de los años ochenta, tras haber leíco libros y artículos de teólogas norteamericanas y alemanas como Rosemary Radford Ruether y Dorothee Sölle. Ellas afinaron mi percepción e hicieron que estuviera más atenta a las expresiones, al silencio y a la angustia de las mujeres de Brasil. Ellas me ofrecieron instrumentos para analizar el comportamiento entre varones y mujeres; ellas me hicieron prestar más atención al poder del lenguaje generalmente aceptado por la sociedad, un lenguaje que hace normativo el género masculino y me ayudaron a ser más sensible a las contradicciones que están presentes en el lenguaje sobre Dios» (Out of the Depths, 9).

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