La misión.
Mt 5, 13-16
«Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo»
No es frecuente plantearse la vida desde la misión, pero eso es lo que nos pide Jesús. Y la misión no consiste en elucubrar sobre la Palabra, sino en responder a la Palabra. Tampoco consiste en promover filosofías o teologías que suplanten a la Palabra, sino en una forma determinada de vivir … Y ¿para qué?… pues «para que los hombres vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo». Por tanto, la misión no tiene nada que ver con un mensaje de palabras, sino en vivir de forma que nuestros actos hagan patente el amor del Padre.
El fundamento que soporta al cristiano es Abbá: el padre que nos quiere con locura y a cuyo amor respondemos amando a los demás (a sus otros hijos). Pero es muy difícil creer en el amor del Padre cuando lo que habitualmente vemos en el mundo no es amor, sino injusticia y opresión. Los cristianos hemos visto el amor de Dios en Jesús, y la misión que Jesús nos pide es que le ayudemos a que los demás vean ese amor en nuestras buenas obras. «Así como el Padre me envió … os envío yo a vosotros».
Según el texto de hoy, la misión a la que Jesús nos invita se concreta en ser luz y en ser sal; luz para poner de manifiesto ese amor, y sal para darle al mundo su auténtico sabor.
El signo de la luz tiene una larga tradición en Israel, y no es extraño que Jesús lo adopte para definir la misión. La luz no pone nada sobre lo que ya hay, pero permite ver las cosas mejor y vivir con más sentido… No obstante, la invitación a ser luz tiene un peligro, y es que caigamos en la pedantería de ir por la vida creyéndonos luz de los demás. Debemos tener muy claro que esa luz no es nuestra; que, en todo caso, somos meros portadores de la luz de Dios que hemos visto reflejada en Jesús.
Todos, creyentes y no creyentes, tenemos un poco de luz de Dios, y ofreciendo la que tenemos y recibiendo la que nos dan, podemos caminar por el mundo como hermanos que se esfuerzan en avanzar sin tropiezos. Ruiz de Galarreta comparaba la vida cristiana con un cirio que, si no se consume para dar luz, no sirve para nada. Y ponía de ejemplo a Jesús; cirio encendido que se quemó hasta el último cabo para iluminar el mundo con la luz de Dios.
El signo de la sal es mucho más humilde, menos pretencioso, y tan ajustado al estilo de Jesús, que podemos imaginar que es invento suyo. La sal solo sirve para añadirse a otros alimentos y resaltar su sabor, y esto tan sencillo, tan cotidiano, puede ser una excelente parábola de lo que ocurre con Jesús, que es la sal que da sabor a todo lo que hacemos: a vivir, a trabajar, a descansar, a triunfar, a fracasar, a estar sano, a estar enfermo, a morir… a todo.
Nuestra vida tiene sabor en Jesús; nuestra sal; la sal de Dios. Un mundo sin Dios no tiene sabor… y de ahí la misión que tenemos encomendada: «Vosotros sois la sal de la Tierra, y si la sal se vuelve insípida ¿con qué se la salará?».
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo en su momento, pinche aquí
Fuente Fe Adulta
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