“A Dios, la iglesia le ha salido rana”, por Pepe Mallo.
Los “consumidores” de Dios defienden a ultranza los derechos divinos, pero se olvidan por entero de los derechos humanos
En la plenitud de la Historia, Dios se humaniza en Jesús de Nazaret
| Pepe Mallo
En el estudio del Dibujo, según su punto de fuga correspondiente, se definen dos perspectivas: “a vista de rana” (de abajo arriba) y “a vista de pájaro” (de arriba abajo). Términos que expresan fielmente la trayectoria de la mirada del espectador. Este concepto artístico se puede aplicar a infinidad de situaciones. Yo lo escojo para mi reflexión navideña.
Las religiones, especialmente las llamadas “del Libro”, cultivan metódicamente la perspectiva “a vista de rana”. Su mirada se eleva hasta el mismísimo Dios, ese ser mayor que el cual no puede existir otro, “id quo maius nihil cogitari potest”. Lo encumbran hasta el Olimpo, el Sinaí, Jerusalén o el Séptimo cielo y le atribuyen características soberanas. Se moldea su esencia:ser supremo, omnipotente, omnipresente y omnisciente; creador, juez, protector y providente, salvador del universo y de la humanidad. Una realidad eterna, trascendente, inmutable y última… Esta fascinante visión teológica provoca, sin perseguirlo conscientemente, una oposición entre Dios y el hombre. Origina dos jurisdicciones, dos soberanías. ¿Dios o el hombre?
El autor o autores del relato del Génesis, pertenecientes a la casta sacerdotal judía, nos presentan ya enfrentados a los dos competidores. Según el mítico relato, Dios concedió al hombre el dominio sobre todos los seres creados y le había dotado de razón y de libertad. Sin embargo, cuando el hombre intenta ser libre, tomar sus propias decisiones, ahí está su creador para cortarle las alas. No admite desobediencias. Es como decirle: “Puedes ser libre, pero no te librarás de mí”. Y de hecho, a lo largo y ancho de los relatos bíblicos, vemos a un Dios intolerante y castigador del hombre. Incluso “se arrepiente” de haberlo creado. El hombre, que fue concebido como “dominador” de la Naturaleza, debe vivir bajo la dependencia de su creador. Su destino queda ligado a la “fidelidad y acatamiento” de los mandatos divinos: Hágase tu voluntad “en la tierra” como en el cielo.
Esta dependencia, además, convierte a Dios en objeto único de adoración. Según las religiones, El se arroga el homenaje feudal y exclusivo frente a otros dioses: “No tendrás otro Dios más que a mí”, “Solo hay una divinidad, Alá”. Para centralizar este culto adorador, se erigen lugares sagrados (“Sancta sanctorum”) donde mora la divinidad: monumentales templos, majestuosas catedrales, santuarios grandiosos y modestos, vistosos sagrarios, deslumbrantes y fastuosos ostensorios que procesionan por calles y plazas… En ellos, y solo en ellos, debe recibir Dios adoración perenne, incluida la “adoración nocturna” para que Dios no se sienta aislado en su sagrado confinamiento.
Como este Dios es insondable e inaccesible para el hombre, se instituye una casta sagrada, los “elegidos” por Dios mismo como sus representantes en la Tierra e intermediarios. Ellos, y solo ellos, hacen de puente y establecen, ordenan y coordinan la relación de lo humano con lo divino, protegiendo los derechos de adoración y culto a Dios y exigiendo los deberes de sumisión y acatamiento del hombre, bajo condenación eterna. Así, dan a Dios lo que es de Dios: pleitesía y adoración. Secuestran la verdadera cara de Dios a los hombres porque ellos son quienes la dibujan con su perspectiva de renacuajo.
En contraste con esta terrestre visión de batracio, nos topamos con la divina mirada “a vista de pájaro”. Si expurgamos y tamizamos los escritos bíblicos, sin caer en una manipuladora ingeniería teológica, encontraremos que Dios jamás considera al ser humano como enemigo ni antagonista. Al contrario. Lo crea como el “alter ego”: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, como semejanza nuestra” (Gen.2,26). La cuestión fundamental sobre el hombre en la Biblia es ¿quién es el hombre?, ¿qué piensa Dios del hombre? Por eso, el salmista se pregunta extasiado ante tanta grandeza: “¿Quién es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que reciba tus cuidados? Lo has concebido apenas inferior a un dios, y has puesto en las suyas las obras de tus manos” (Sal.8,5-7).
La Biblia arroja una luz nada despreciable para entender el misterio del hombre. En los escritos bíblicos, el ser humano constituye una identidad propia ya que toda la manifestación bíblica es una historia entre un “yo” y un “tú”. La creación del hombre constituyó un enternecedor gesto de Dios que le configuró como padre-madre de su criatura. Le dio vida no para que fuera su esclavo, sino su hijo con quien establece una relación directa y cercana. Son numerosos los pasajes veterotestamentarios, sobre todo en los profetas, en que Dios usa esta expresión filial para evocar su relación con el pueblo. Y en el Nuevo Testamento no son pocas las afirmaciones categóricas en este sentido. Y como amoroso padre, se preocupa de los hijos más débiles e indefensos. Cuando reprocha a Caín su culpa, no le echa en cara que le ha ofendido a Él, sino que le increpa: “La voz de la sangre de tu hermano grita desde la tierra hasta mi.” (Gen. 5,10) Y ante la esclavitud del pueblo judío, se sincera con Moisés: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor ante sus opresores” (Ex. 3,7).
En el desempeño de su quehacer paterno-filial, le encomienda el cuidado de “nuestra casa común” que hay que mimar, como dice el papa Francisco. La Naturaleza es la “obra de Dios”. Dios ama su propia obra, y se la encomienda a su “otro yo” para que, en ella, se identifique con su Padre-Madre. (La primera deidad que veneró el hombre primitivo fue la “Madre Tierra”, la diosa Naturaleza). Y en la plenitud de la Historia, Dios se humaniza en Jesús de Nazaret. Dios se ha hecho un “selfie”, se ha autorretratado en el hombre Jesús. No solo se encarna, se “humaniza”. (Existen personas “encarnadas”, que viven en carne mortal, pero están “deshumanizadas”). Su identificación y solidaridad con los hombres y mujeres de su tiempo, le llevan a hacer la “opción por los pobres”, a establecer causa común con los indigentes, los postergados, lo apartados de la sociedad privilegiada, social y religiosamente: publicanos, pecadores, prostitutas, enfermos… Por eso fue incomprendido y perseguido por las autoridades religiosas, y por cuestionar la utilidad del templo, afirmando que a Dios hay que darle culto no en la mentira ni en el cumplimiento de la Ley vacío de contenido, sino en “el espíritu y en la verdad”. Los “usuarios” de de la religión proclaman el “temor de Dios”, Jesús nos habla del “amor de Dios”. No excluye a nadie ni margina a la mujer, a los curas casados, al colectivo “diferente”… Y fue repartiendo perdón, sin condena: “Yo tampoco te condeno”, “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Lo fundamental para él es devolverle al hombre su verdadero rostro. Cuando se niega esta identificación de lo divino con lo humano, se está poniendo en juego la verdad del hombre, el ser humano se estaría autodestruyendo.
¿Quién no percibe esta perspectiva de Dios en las parábolas del Hijo pródigo y del Samaritano? Y para más inri, a la hora de “juzgar” la conducta humana respecto a Dios, no reivindica “porque amaste mucho a Dios y le adoraste sin cesar, de día y de noche, y le rendiste solemne culto y ostentosas celebraciones públicas”, sino “porque diste (o no) de comer, de beber, visitaste, acompañaste al hombre…” Los “consumidores” de Dios defienden a ultranza los derechos divinos, pero se olvidan por entero de los derechos humanos. Deshumanizan a Jesús. Nos señalan a Dios para que nosotros miremos a su dedo.
Tras mi reflexión sobre los dos respectivos puntos de vista, me invade el reconcomio de que, verdaderamente, a Dios, la Iglesia le ha salido “rana”.
Fuente Fe Adulta
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