“Adviento: el encanto del camino”, por Pedro Miguel Lamet
Leído en su blog:
No sabría decir si es un síntoma o el adelanto fílmico de un sentimiento colectivo; pero hoy menudean las películas catastrofistas o apocalípticas sobre el desastre ecológico, el fin del mundo y la destrucción total
¿Estaremos en el fin del mundo? O, ¿por el contrario, en un nuevo comienzo?
Tiene el Adviento un sabor a ir andando, a viaje, a imaginar la llegada, como traqueteo del tren cuando vuelves a casa, o la ilusión de hacer la maleta para unas deseadas vacaciones
Cuando cierro los ojos y, sin pensar, ni darles vueltas a los pensamientos, en un suspiro, aunque sea un solo instante, me sumerjo contemplativamente en el no-tiempo de Dios, surge la alegría del salmo 121, porque no solo vamos alegres a la casa del Señor, una casa tranquila y en paz, sino que ya estamos en ella.
Diríamos que la liturgia nos enseña otra manera de caminar, en contra de la cabeza gacha de muchos de nuestros contemporáneos dormidos por el ruido ambiental, vigilantes, la frente al viento y el corazón alegre.
| Pedro Miguel Lamet
No sabría decir si es un síntoma o el adelanto fílmico de un sentimiento colectivo; pero hoy menudean las películas catastrofistas o apocalípticas sobre el desastre ecológico, el fin del mundo y la destrucción total. Pero lo que realmente nos preocupan son los hechos reales que nos vienen asolando, imágenes informativas que nos tocan de cerca sobre una situación de aquí y ahora, que son “señales” de algo: pandemias, tsunamis, huracanes, desastres ecológicos, sorprendentes cambios climatológicos, guerras que, como la de Ucrania, afectan directamente nuestras vidas.
¿Estaremos en el fin del mundo? O, ¿por el contrario, en un nuevo comienzo?
Iniciamos el Adviento, un tiempo litúrgico para ir de camino, con la ilusión del encuentro: Tiene el Adviento un sabor a ir andando, a viaje, a imaginar la llegada, como traqueteo del tren cuando vuelves a casa, o la ilusión de hacer la maleta para unas deseadas vacaciones. Trae el Adviento el anhelo de las flores por el rocío, el entusiasmo del escalador por alcanzar la cima, el presentir el mar después de un recodo de la carretera, el ansia por descubrir la casita encendida después de mucho caminar por el bosque. Me acerca el Adviento al sábado que sueña ser domingo, a las ganas de acabar el colegio, al abrazo anhelado de la persona querida y a la sensación de saber más al terminar un libro.
Pero sobre todo me acerca a la vida, mucho más que la Cuaresma o la Pascua, porque la vida es caminar y para caminar hace falta un sueño, una ciudad prometida, una ilusión, un puerto hacia donde hinchar nuestras velas de esperanza.
Ningún tiempo litúrgico se parece más a la vida como el Adviento.
Isaías nos promete que al final de los tiempos el monte del Señor permanecerá firme con la llegada del Mesías, que congregará las naciones en la paz eterna de su reino. Pero, ¿cómo obtener paz mientras caminamos entre imprevistas explosiones?
La clave para conseguirlo es resituarnos desde el tiempo al no-tiempo De Dios. Bernanos en su Diario de un cura rural nos dice: “Todo es gracia”. Teilhard de Chardin: “Todo cuanto acontece es adorable”. Cuando cierro los ojos y, sin pensar, ni darles vueltas a los pensamientos, en un suspiro, aunque sea un solo instante, me sumerjo contemplativamente en el no-tiempo de Dios, surge la alegría del salmo 121, porque no solo vamos alegres a la casa del Señor, una casa tranquila y en paz, sino que ya estamos en ella.
El tiempo para el no creyente o para el inmediatismo actual suele traducirse en miedo. El tiempo desde la fe es para nosotros esperanza, ya aquí y ahora mismo. Desde lo espacio-temporal soy frágil; desde este taladrar hacia lo eterno que es el Adviento, soy seguridad en este instante. Solo con el hecho de caminar hacia la casita luminosa en lo hondo del bosque, donde el fuego del hogar está encendido, me siento pleno y alegre, por muy negativas que sean las noticias. Se obtiene despertando del sueño, como nos pide Pablo. Él reconoce que estamos en la noche, una noche avanzada. Pero ya podemos vivir en el día, si espabilamos, si miramos más allá de los acontecimientos que pasan como un film. Detrás todo ellos, todo es luz, porque “la salvación está cerca”.
En el Evangelio Jesús nos presenta la imagen del diluvio, que vino de repente, para ejemplificar cómo vendrá el Hijo del Hombre: de improviso, sin avisar, como ladrón. Así nos vinieron la pandemia, la gran nevada, los incendios del verano, la guerra de Ucrania. Pero el acento no lo pone Jesús en la tragedia, sino en la actitud ante ella: estar despiertos, vigilantes.
Diríamos que la liturgia nos enseña otra manera de caminar, en contra de la cabeza gacha de muchos de nuestros contemporáneos dormidos por el ruido ambiental, vigilantes, la frente al viento y el corazón alegre. Si durante la Cuaresma sabes que Jesús ha resucitado, durante el Adviento sabemos que Jesús ya ha venido, ya está aquí. Pero al vivir distendidos en el tiempo (“ya sí, pero todavía no”) evocamos nuestro ser de caminantes hacia una luz que, aunque a veces no la sintamos, ya poseemos. El diluvio fue funesto para los dormidos y narcotizados por la inmediatez, no para un Noé vigilante.
¡Qué gozo da esa certeza de vivir despiertos y en pleno día desde la fe! Sobre todo, cuando lo saboreamos en la oración e intuimos la plenitud que ya somos. Es en cierto modo como caminar a solas, sí, pero al mismo tiempo sintiendo una cálida mano que aprieta la nuestra. Él vendrá, ya viene, está viniendo. Si todo el día estás caminando a su lado, ¿qué sorpresa o miedo escatológico es posible?
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