No se trata de un tema de sillas sin más, sino del significado que, en algunos casos, puede llegar a tener la forma de las mismas y la manera de utilizarlas.
Todos sabemos que su finalidad en general no es otra que la de servir de asiento y favorecer el descanso. Ahora bien, el transcurrir de la historia nos enseña que no siempre la silla ha tenido semejante finalidad ni mucho menos; y, por tanto, no era ni es precisamente el descanso lo que se buscaba ni se busca muchas veces cuando alguien se sentaba y se sienta en ella; y si no que se lo pregunten a emperadores, reyes, príncipes y soberanos en el mundo secular, y también a papas, cardenales, arzobispos, obispos y abades en el ámbito eclesial.
En ambos casos, muchas veces o la mayoría de ellas, la silla junto a la posición de la misma, para ser más precisos, denotaba siempre, lo digo en pretérito porque lo hacía de manera más incisiva entonces, una situación de privilegio, pero también desde una capacidad de poder y de influencia. Para ello la silla del mandatario solía estar en posición más elevada que la de la persona “vulgar“, en el caso que esta la tuviere, claro, porque lo propio es que estuviera de pie o de rodillas ante el “señor” o ante la “dignidad eclesiástica” de turno.
Pues bien, dejando de lado lo relativo al “mundo” en este tema, quiero plasmar en estas líneas algunos de mis sentimientos sobre la evolución, y de qué manera, experimentada en algunos casos, que no en todos por desgracia, por parte de la silla en la Iglesia. Claro que, todo hay que decirlo, para justificar ciertas actitudes de predominio, poder o influencia sobre los fieles se ha dotado a la silla de un sentido de sacralidad de donde emana la verdadera doctrina que proviene de lo “alto“; aplicándola, para ello, el concepto de “cátedra“.
Sólo cuarenta y cuatro años separan a dos sillas en la Iglesia, que son como dos paradigmas totalmente diferentes en cuanto a la manera de ver y de entender la propia Iglesia. Digo “sólo” porque, si tenemos en cuenta la duración de la misma hasta hoy, en cuanto al tiempo, tendríamos que retrotraernos al siglo primero de nuestra era para datar el origen, a pesar de que fuera en el siglo cuarto cuando quedó verdaderamente institucionalizada, supone ciertamente una nimiedad, temporalmente hablando.
En primer lugar, he vuelto a visionar, repasando hemerotecas del pasado, imágenes muy llamativas de un Papa de por sí ya hierático y majestuoso, en su actuar y en su porte exterior, como fue Pío XII. Si no he leído mal, algunas de dichas imágenes hacen referencia a un momento muy importante, a nivel de Iglesia, del año mil novecientos cincuenta, concretamente al uno de noviembre, cuando definió el dogma de la Asunción. Como bien sabemos, hablar de dogmas es hablar de palabras mayores, pues significa dar por zanjado de manera definitiva cualquier tipo de duda, discusión y menos aún negación, respecto a lo definido por el Papa. No puedo por menos de pensar que, cuando el contenido es de una enjundia tal, el boato y la apariencia exterior que acostumbran a acompañar al Papa ayudan mucho a que todo lo anterior quede zanjado de raíz y para siempre. ¿Cómo se le puede discutir a un Papa cuando dice hablar en nombre de Dios y representar de manera directa a Jesucristo en la tierra? Más aún, ¿cómo discutirlo cuando el boato con que aparece le sitúa en un estatus inmensamente superior al que pudiera poseer la más alta dignidad humana? Un boato representado principalmente en la tiara como signo de poder, pero sobre todo en la silla gestatoria como signo de dignidad que, a su vez, es portada por hombres que consideran estar realizando la tarea más excelsa que puede llegar a hacer cualquier ser humano en la tierra.
Si bien es cierto que otrora su poder temporal fue inmenso, no lo es menos el hecho que, a nivel moral y de dominio de las conciencias en los años del pontificado al que me refiero, permanecía casi intacto. Eran tiempos anteriores al concilio que convocaría su sucesor, Juan XXIII; una iglesia de cristiandad, donde lo jurídico prevalecía sobre lo pastoral, siendo a su vez la jerarquía la única poseedora de la verdad revelada; era una Iglesia, en definitiva, en la que al pueblo y a los laicos solo les quedaba escuchar y obedecer; una Iglesia cuyo cabeza visible era identificada más con un jefe de estado que con el pastor de un rebaño. La silla gestatoria no solo estaba más que justificada en un contexto semejante, sino que incluso se veía como algo propio y, si se me permite, casi necesario de tal dignidad.
En el viaje que el Papa Francisco hizo a Canadá en el mes de julio de este año (peregrinación penitencial, como él mismo calificó), pudimos ver a un hombre, a pesar de llevar en sus espaldas la condición de jefe de estado (seguro que, maldita la gracia! según él) humilde interiormente y en actitud de pedir perdón; a nivel exterior las imágenes eran elocuentes: un anciano dolido, con los achaques propios de la edad y necesitado de que alguien empujase la silla de ruedas en la que iba sentado para poder trasladarse de un lugar a otro; vaya con las mismas carencias físicas que muchas otras personas de su edad.
Francisco no iba como poseedor de la verdad única, pues la misión principal del viaje residía en el hecho de pedir perdón a los indígenas por todo el mal que la Iglesia, entre otros, les había causado. Francisco no fue a imponer una manera de vivir como la única y verdadera; fue a decirles que los abusos padecidos por sus antepasados constituyeron una grandísima ofensa contra el Dios que ama la vida.
Y todo ello desde su debilidad física y su necesidad interior de escuchar a otros hermanos con maneras diferentes de vivir, pero, no por ello, menos cercanas a la manera que Jesús enseñó y testimonió.
Se trata de otra manera de hacer Iglesia que busca ofrecer en vez de imponer, que busca dialogar en vez de dictar sentencia, que se sabe necesitada en vez de considerarse autosuficiente y poderosa; una Iglesia, en definitiva, que se esfuerza por estar más cerca del Evangelio y más alejada del Derecho Canónico.
Es la Iglesia de un Papa en una silla de ruedas que necesita, por ello, a otra persona para que lo lleve hasta donde se encuentran los últimos, los preferidos de Dios, sabiendo que solamente de esa manera puede llegar hasta ellos.
Juan Zapatero Ballesteros
Fuente Fe Adulta
General, Iglesia Católica
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