“El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. Domingo 28 de agosto de 2022. Domingo 22º Ordinario
Leído en Koinonia:
Eclesiástico 3, 17-18. 20. 28-29: Hazte pequeño y alcanzarás el favor de Dios.
Salmo responsorial: 67: Preparaste, oh Dios, casa para los pobres.
Hebreos 12, 18-19. 22-24a: Os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo.
Lucas 14, 1. 7-14: El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.
Es humano el afán de ser, de situarse, de sentir querer estar sobre los demás. Parece tan natural convivir con este deseo que lo contrario se etiqueta en nuestra sociedad de “idiotez”. Quien no aspira a más, quien no se sitúa por encima de los demás, quien no se sobrevalora, es tachado a veces de “tonto” en este mundo tan competitivo.
En nuestra sociedad hay un complejo sistema de normas de protocolo por las que cada uno se debe situar en ella según su valía. En los actos públicos, las autoridades civiles o religiosas ocupan uno u otro lugar según escalafón, observando una rigurosa jerarquía en los puestos. Se está ya tan acostumbrado a tales reglas, que parece normal este comportamiento jerarquizado.
Jesús acaba con este tipo de protocolo, invitando a la sensatez y al sentido común a sus seguidores. Es mejor, cuando se es invitado, no situarse en el primer puesto, sino en el último, hasta tanto venga el jefe de protocolo y coloque a cada uno en su lugar.
El consejo de Jesús debe convertirse en la práctica habitual del cristiano. El lugar del discípulo, del seguidor de Jesús es, por libre elección, el último puesto. Lección magistral del evangelio que no suele ponerse en práctica con frecuencia. No hay que darse postín; deben ser los demás quienes nos den la merecida importancia; lo contrario puede traer malas consecuencias. El cristiano no debe situarse nunca por propia voluntad en lugar preferente.
No sólo no darse importancia, sino actuar siempre desinteresadamente. Jesús denuncia la práctica de aquellos que invitan a quienes los invitan, del “do ut des”, del “te doy para que me des”, y anima a invitar a pobres, lisiados, cojos y ciegos, gente a la que nadie invita, cuando se da un banquete; quien actúe así será dichoso, porque no tendrá recompensa humana, sino divina “cuando resuciten los justos”. Las palabras de Jesús son una invitación a la generosidad que no busca ser compensada, al desinterés, a celebrar la fiesta con quienes nadie la celebra y con aquellos de los que no se puede esperar nada. El cristiano debe sentar a su mesa, o lo que es igual, compartir su vida con los marginados de la sociedad, que no tienen, por lo común, lugar en la mesa de la vida: pobres, lisiados, cojos y ciegos. Quien así actúa sentirá la dicha verdadera de quien da sin esperar recibir.
Las palabras de Jesús en el evangelio de hoy muestran las reglas de oro del protocolo cristiano: renunciar a darse importancia, invitar a quienes no pueden corresponder; dar la preferencia a los demás, sentar a la mesa de la vida a quienes hemos arrojado lejos de la sociedad.
Quien esto hace, merece una bienaventuranza que viene a sumarse al catálogo de las ocho del sermón del monte: «Dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos».
Para Jesús adquiere el verdadero honor quien no se exalta a sí mismo sobre los demás, sino quien se abaja voluntariamente. Paradójicamente, se adquiere el verdadero honor no exaltándose a sí mismo sobre los demás, sino poniéndose el último a su servicio. La generosidad se debe compartir con los “pobres” que no pueden pagar con la misma moneda, porque no tienen nada. Honor y vergüenza adquieren en boca de Jesús un contenido diferente: el honor consiste en servir ocupando los últimos puestos y esto ya no es motivo de vergüenza sino señal verdadera de que se está ya dentro del grupo de los verdaderos seguidores de un Jesús que “no ha venido para ser servido, sino para servir y dar la vida por muchos”.
Las restantes lecturas de este domingo van en la misma línea del evangelio; en la primera, del libro del Eclesiástico, se dan consejos de sentido común: la conveniencia de proceder siempre con humildad, de hacerse pequeño en las grandezas humanas, de no darse demasiada importancia, tan en la línea del comportamiento y los consejos de Jesús que se ha hecho asequible, menos solemne, menos accesible y ya no se manifiesta, como Dios en el Antiguo Testamento, con señales de fuego, nubarrones, tormenta y estruendo, sino como mediador de la Nueva Alianza, como puente entre la comunidad y Dios. Para llegar a Dios, los cristianos tienen que pasar por Jesús, verdadero camino para el Padre y el único sendero que debe practicar la comunidad cristiana. Él se ha definido en el evangelio de Juan como camino, verdad y vida, o como camino que lleva a la verdad que es y conduce a la vida. Y la vida florece en plenitud cuando está impregnada de amor sin aspavientos ni deseos de protagonismo, cuando se sabe ocupar el único lugar de libre elección del cristiano: el último puesto, para que no haya últimos, para que, como Jesús se propuso, no haya quienes estén arriba y abajo. Maravillosa utopía que nos empuja para conseguir cuanto antes la única aspiración o meta que debe ponerse el cristiano: la de hacer un mundo de hermanos, igualados en el servicio mutuo.
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