“Ni olvido ni perdono”
Del blog de Ramón Hernández Martín, Esperanza radical:
El presente, abrazo del pasado y del futuro
La conferencia sobre la demografía fue un acto sin coloquio y sin preguntas, razón por la que, a su cierre, tuve que morderme la lengua. Me habría gustado dejar constancia no solo de mi disgusto por el pronunciamiento de marras, sino también haber hecho algunas consideraciones para limar las aristas electoralistas del acto. Dejando de lado la demografía con sus punzantes problemas, que van ligados principalmente a la carencia de puestos de trabajo en los pueblos y villas despoblados, aquí solo deseo reflexionar sobre la salvajada que supone gritar lo dicho, aprovechando un oportunismo circunstancial, cogido por los pelos.
Salvo que el olvido pretenda ser un perdón radical para eliminar incluso la más leve huella de la ofensa sufrida, de suyo no es más que la extirpación de un trozo de uno mismo, la eliminación de un pasado, algunos de cuyos dolorosos acontecimientos se han llevado por delante jirones de la propia vida. Quien olvida, lo mismo si se trata de las injurias recibidas que de la propia vergüenza, se condena a repetir la historia. Cuanto hemos vivido forma parte substancial del ser que somos en el momento y de la forma de vida que llevamos. En otras palabras, tanto nuestra propia experiencia como la historia en que necesariamente estamos insertos son dos grandes fuentes de recursos con los que debemos construir nuestro presente y alumbrar el futuro. El sabio dominico Chávarri dice que somos animales que pacen en cuatro frondosas praderas: la genética, que recibimos de nuestros padres; la naturaleza de la que formamos parte; la cultura en la que necesariamente crecemos y la metahistoria, que inspira y nutre la proyección ultraterrena de cuanto somos.
Olvidar, por tanto, aunque se trate de los crímenes y de los sufrimientos que los descerebrados miembros de ETA han causado a la población española, equivale a extirpar parte de nuestra cultura, de nuestra experiencia y de una porción importante de nuestro pasado familiar, social y nacional. Quien olvida, renuncia a él en la proporción de lo olvidado y, en esa misma medida, se queda suspendido en el aire, sin punto de apoyo para tomar impulso y seguir adelante y sin material para construir el futuro. Salvo que la memoria se alimente de rencor, la consigna de “no olvidar” es muy acertada: nos sirve para sacar fuerza de flaqueza, nos ayuda a comportarnos como seres racionales y nos robustece para seguir un camino de humanidad. El pasado es alimento del presente y cimiento del futuro. Pero, atención, subrayemos que hablamos de “no olvidar” para no empobrecerse, no para acunar sufrimientos y obsesiones o para cultivar odios y venganzas.
Frente a la conveniencia de un “no olvidar” equilibrado y fecundo, el “no perdonar” es, siempre y en toda circunstancia, el mayor desacierto que podemos cometer. Ciertamente, de una u otra forma, el pasado carga sobre las espaldas de cada uno de nosotros una mochila de sucesos que nos han herido el cuerpo y destrozado el alma. Pero se trata de una pesada carga que solo tendremos que soportar hasta que tengamos el coraje de vaciarla perdonando. Cuando el perdón llega, la ofensa y el daño sufridos, sea cual sea su grosor, desaparecen de nuestro archivo y de nuestro horizonte. Todo lo contrario le ocurre a quien no perdona. Su camino se hará cuesta arriba, pues la ofensa y el daño no harán más que crecer en su interior hasta llenarlo por completo. Se queda entonces sin futuro, sin perspectiva, sin más razón para vivir que la venganza, traidor empeño que golpea mucho más al actor que al paciente.
Mientras que el olvido, al dejarnos sin pasado, nos arrebata las potencialidades que anidan en él, la negativa a perdonar, al cerrarnos la puerta de acceso al futuro, nos condena a la sinrazón de vivir un presente que se vuelve forzosamente huidizo y carente de estímulos. Para quien no perdona, el pasado engendra rencor y el futuro se subsume en la venganza, dos actitudes que niegan la racionalidad, el sentido común y la humanidad que deben inspirar y regir nuestros comportamientos. Si el pasado nos alimenta a condición de no envenenarlo, el futuro nos da alas a condición de que nos libremos de las ataduras opresoras del pasado. El tiempo, por mucho que lo controlemos, no es más que una ficción que nos ayuda a conjuntar y armonizar el momento vivido con el que lo remplaza. Tenemos así la sensación de vivir un presente continuo como fugaz abrazo de pasado y futuro, sutil como un soplo y endeble como un papel de fumar. La conciencia de este acontecer debería volvernos más precavidos y hacernos más sabios, pues, aunque nadie nos garantice que sigamos vivos dentro de un segundo, sabemos muy bien que lo ya vivido nos habilita y rearma para mejorar lo por vivir, sea poco o mucho, a condición de que respetemos sus respectivas entidades. En otras palabras y resumidamente: a condición de no olvidar y de perdonar.
La conciencia de la dinámica temporal entre el “pecado cometido”, que siempre debemos tener presente para no olvidarnos de quiénes somos realmente, y el perdón que se convierte en oxígeno para seguir respirando, reaviva las consignas evangélicas que nos exhortan no solo a no olvidar que somos pecadores, sino también a perdonar, en toda situación y circunstancia, cuantas veces sea preciso. Ante la tesitura de expresar con una sola palabra lo que realmente es el cristianismo, mientras quienes lo han cosificado se decantarían por la palabra “fe”, quienes se ocupan de las cosas que realmente importan lo harían más bien por las palabras “amor” o “perdón”, hermosas palabras que se implican y se abarcan. Dios mismo es amor y perdón. El perdón abre puertas al amor hasta obligarlo a abrazar fuertemente cuanto dolor nos producen nuestros semejantes. El perdón, por su parte, es un abrazo de amor a un semejante hostil. No perdonamos a una mula por darnos una coz, ni a la climatología por ahogarnos tras una DANA o facilitar que arda nuestro hábitat, azote que tan crudamente estamos sufriendo este verano, a pesar de que la coz, el ahogamiento y el fuego nos flagelen tan duramente.
¿Alguien podría entender el cristianismo como una religión en la que el perdón no sea lo básico, lo primario? El perdón va antes que la ofrenda, que la adoración a Dios e incluso que la caridad, pues todo eso nada es y nada vale cuando se hace con el corazón encharcado en odio o ardiendo en deseos de venganza. Perdonar nos convierte en auténticos dioses. La fe nos dice que Dios nos ha creado y nos ha echado a andar con autonomía para construir (valores) o destruir (contravalores) nuestra propia vida. Pues bien, el perdón desfonda los muchos contravalores que cada día nos atiborran de cosas contraproducentes. El perdón divino es omnímodo y universal y está garantizado a condición de ser pedido. Aunque se pueda entender bien como oración, me parece que, si encuadramos teológicamente el “padrenuestro”, trastoca los términos comparativos del perdón, pues Dios no nos perdona como nosotros perdonamos, sino que somos nosotros quienes debemos seguir su ejemplo: no “perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos”, sino “enséñanos a perdonar como tú lo haces”. Pero digo que se entiende muy bien como oración, pues imploramos el perdón divino tras presentarle a Dios las credenciales evangélicas de haber perdonado antes de ir al templo a orar o a presentar nuestra ofrenda.
“Ni olvido ni perdono”. Si distorsionamos la razón del primer término, convirtiéndolo en alimento de rencor y venganza, la expresión se convierte en una negativa reforzada, como si dijéramos “no olvido para no tener que perdonar”. Pero “no olvidar” se vuelve totalmente positivo cuando reafirma un pasado que actúa como lección bien aprendida o punto de arranque para no volver a las andadas. El “no perdono”, en cambio, jamás puede volverse positivo porque hace que el dolor y el odio sigan anidando en el corazón y amputa las alas de nuestra propia proyección en el tiempo. Mientras el olvido nos roba el pasado, el no perdonar nos amputa el futuro. Tanto al olvidar como al no perdonar, caminamos vacíos de la humanidad que el pasado nos procura como experiencia y que se nos ofrece como posibilidad de mejora en el futuro. En cuanto cristianos, jamás deberemos olvidar que venimos de Jesús como modelo de humanidad y de una cruz como senda y que caminamos tras la mejora de una forma de vida que requiere necesariamente perdonar hasta “setenta veces siete”.
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