No he venido a traer la paz.
Lc 12, 49-53
«He venido a prender fuego a la Tierra, y ¡cuánto deseo que ya esté ardiendo!»
Jesús crece en el seno de una sociedad de desiguales; de gente aceptada por Dios y gente rechazada por Él. Escucha en la sinagoga que Dios derrama bendiciones sobre los puros y envía calamidades a esa gran mayoría del pueblo que se ve condenada a una vida de miseria y exclusión por causa de sus pecados. A él se le revuelven las entrañas ante la tragedia de aquella pobre gente rechazada y desalentada, y se siente cada vez más incómodo dentro de esa fe que los condena de por vida…
Y se acaba rebelando.
Sale de su casa y se echa a los caminos de Galilea a proclamar que Dios no es el juez que nos castiga por nuestros pecados, sino el padre que nos ama incondicionalmente como aman las madres. Sabe que esta concepción de Dios choca de bruces con la de los letrados y los fariseos, pero no se arredra ni duda en alimentar un permanente enfrentamiento con ellos que a la postre le iba a costar la vida. Los tres primeros capítulos de Marcos muestran el grado de confrontación que desde el principio provoca con su actitud.
A aquella «chusma maldita que no conoce la Ley» —según expresión de los fariseos— les dice que no son unos pobres desgraciados como todos aseguran, sino que poseen la dignidad de hijos de Dios y son herederos de su Reino; que son los más importantes a Sus ojos, por delante de los sacerdotes, los doctores y los fariseos.
Y no solo les habla, sino que cura sus enfermedades, les enseña y se ocupa de ellos como nadie lo había hecho jamás… Para aquellos míseros, malditos, desarrapados, excluidos, marginados, empecatados, abandonados, ignorados, a veces cojos o ciegos, casi siempre impuros, aquello es el reino de Dios en la tierra. Ya no hay que esperar más; está allí, junto a ellos.
Y quieren hacerle Rey.
Las autoridades se sienten violentamente agredidas por ese impostor que arrastra tras de sí a la gente, porque si lo suyo prevalece, todo su poder y su influencia acabarán por desaparecer. Cuando sube a Jerusalén y ven el entusiasmo que suscitan sus palabras, temen que su fuego se transmita a la gente y haga arder la sociedad entera.
Y se conjuran para matarlo.
En definitiva, Jesús declara la guerra a la opresión, a la injusticia, a las leyes injustas, y tienen que matarlo para que su fuego no calcine las estructuras de Israel y a sus dirigentes con ellas. Nosotros en cambio somos gente de paz que convivimos en muy buena armonía con la sociedad de consumo y la injusticia atroz que ésta provoca; porque una cosa es tener fe en Jesús, y otra, muy distinta, que esa fe altere demasiado nuestro modo de vida o perturbe nuestro estatus…
Y es que, como decía Ruiz de Galarreta: «Ni la Palabra nos quema por dentro, ni nosotros hacemos arder a la sociedad»
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo en su momento, pinche aquí
Fuente Fe Adulta
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