Carpe Diem versus Codicia
¿En qué consiste esto al fondo vivir plenamente las horas de su existencia, ?
No restrasarse a lo que contradice la plenitud del instante; no contrariar ni a la naturaleza, ni a su propia naturaleza; cazar las nubes amenazadoras de las dudas, el viento contrario de las adversidades, la degradación de las predisposiciones positivas y benévolas; desbordar los territorios apretados de la rutina abriéndose en horizontes más amplios.
El Carpe Diem de Horacio nos invita a recoger el día como una fruta llena de jugo. “Nada es más precioso que este día” decía a Goethe para celebrar el el esplendor de lo inédito que brota de la ganga ordinaria de los días.
Abordar mañana por la mañana, y cada mañana, en su frescura aperitiva, en su candor inaugural.
Encontrar la fuente pura de los comienzos, el apetito constante de los descubrimientos y de los encuentros fundacionales, el fervor no comenzado frente a un destino que hay que dar a luz.
Recuerda que hoy es el primero de los días que te quedan por vivir …
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François Garagon
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En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús:
– “Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.”
Él le contestó:
– “Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?”
Y dijo a la gente:
– “Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.“
Y les propuso una parábola:
– “Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: ¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha.”
Y se dijo:
– “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida.”
Pero Dios le dijo:
– “Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? “
Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.”
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Lucas 12, 13-21
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La primera lectura y el evangelio nos ofrecen estímulos no sólo para la meditación y la oración, sino también para obtener una visión más amplia de las cosas en Dios.
El drama de la «vanidad» consiste en el hecho de que las cosas tienen su belleza y su bondad, que atraen el ojo y el corazón del hombre, el cual, en un segundo momento, experimenta con decepción su falacia. De este proceso habla el autor del libro de la Sabiduría. Para él, está claro el principio fundamental: «Por la grandeza y hermosura de las criaturas se descubre, por analogía, a su Creador» (13,5). Sin embargo, los hombres corren el riesgo de mostrarse miopes: «Se dejan seducir por la apariencia» y «maravillados por su belleza, las tomaron por dioses». De ahí el reproche: «Verdaderamente necios…» (13,1.3.6.7). El espíritu humano, «si se libera de la esclavitud de las cosas» (GS 57), puede pasar de una manera expedita de la admiración por ellas a la contemplación del Creador: «Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad» (Rom 1,20).
El Dios creador es el mismo Dios salvador que nos ha enviado a su Hijo. En el evangelio de hoy, meditado a la luz de su contexto inmediato y el del capítulo siguiente (16), Jesús nos abre de una manera gradual los ojos hacia un horizonte cada vez más extenso, un horizonte que nos introduce en la visión de Dios y de su plan sobre el hombre. Si Qohélet se inclinaba a equiparar a hombres y bestias -«No ha superioridad del hombre sobre las bestias, porque todo es vanidad» (3,19)-, Jesús nos revela, en cambio, que existe una gran diferencia: «La vida vale más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido.. y vosotros valéis mucho más que los pajarillos» (12,23ss). Nos muestra sobre todo que la administración de esta vida, aunque esté revestida de fragilidad, es decisiva para la futura: «Enriquecerse ante Dios» significa tratar con desprendimiento los bienes de la tierra para hacernos «un tesoro inagotable en los cielos» (12,33). Jesús no nos pide que despreciemos las riquezas de este mundo, sino que las valoremos en relación con un bien inmensamente mayor: la vida eterna.
Dios nos ha mostrado que la vida del hombre es preciosa a sus ojos al dejar que su Hijo diera su vida por nosotros. De este modo, el Hijo ha liberado de la «vanidad» a los hijos de Dios y a toda la creación, indicando su sentido último (cf. Rom 8,19-25). Al bordar con «las obras buenas» el tejido de las frágiles realidades humanas, nos preparamos una «feliz esperanza» (Tit 2,13ss). Ahora bien, el arco iris que une la vida presente con la futura sólo es visible para quien cree en el Señor Jesús, muerto y resucitado: el Padre «por su gran misericordia, a través de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho renacer para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarchitable» (1 Pe l,3ss).
Realizar la experiencia de la contemplación a partir de las lecturas de hoy, tras haber meditado y orado sobre ellas, significa, por tanto, pasar de la reflexión sobre la Palabra de Jesús, que nos ilumina sobre la necia y la prudente administración de los bienes, a la visión de la «extraordinaria riqueza de la gracia» de Dios preparada «para nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2,7).
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