El mundo va mal
Cristina Plaza
Madrid.
ECLESALIA, 01/07/22.- El domingo por la noche, después de cenar en familia, mientras nuestro hijo adolescente guardaba la escoba y el recogedor tras hacer su turno de barrer las migas, le pregunté cómo estaba porque le vi muy serio. Él respondió que mal. “¿Por qué hijo, qué te pasa?” le pregunté yo preocupada pensando que habría tenido una nueva pelea fraterna o un contratiempo en sus planes de vacaciones. “Por el mundo. Por la guerra de Ucrania, porque todo está mal y estoy muy triste”. Me sorprendió la respuesta, me emocioné y le di un abrazo grande.
El mundo está mal, sí. En este mundo de hiperinformación las noticias que recibimos abruman porque nos acercan a nuestros hogares, a nuestras vidas, sufrimientos en todas las partes del mundo. Estamos sobrecogidos por lo ocurrido en la frontera con Marruecos. Por las pateras que no dejan de llegar. Por la guerra de Ucrania que se retransmite casi en directo y se prevé larga. Por todas las otras guerras del mundo que no salen tanto en los medios y que siguen sembrando destrucción y muerte. Por las decisiones de tribunales superiores que revocan leyes. Por los resultados de elecciones que desfavorecen lo público. Por el poco sentido común que hay en política…
En mi pequeñez de ciudadana abocada a trabajar para ganarme el pan y a vivir en comunidad con mi vecindario y resto de habitantes de mi ciudad y de mi país, pienso que poco puedo cambiar. Es cierto, poco puedo hacer. Pero algo sí. Un voto a un partido político determinado. Una reclamación en el centro de salud. Una queja al ayuntamiento. Una idea a la asociación vecinal o a la de padres y madres del colegio o del instituto. Una asistencia a una concentración. Una reclamación en el establecimiento donde algo no ha ido bien. Una conversación valiente con quien nos ha herido. Una propuesta de mejora en el lugar de trabajo. Una mediación en un conflicto familiar. Unas horas de voluntariado. Una reflexión sobre por qué comprar en un establecimiento y no en otro. Un tiempo para hablar o visitar a quien sabemos que lo necesita. Una sonrisa en cada saludo, en cada gracias y en cada por favor. Pocas cosas. Pero es lo que puedo hacer, lo que está a mi alcance, la parcela de lo que puedo ocuparme…
Conecto esta reflexión con un cuento que escuchamos este curso en la catequesis familiar: el cuento del colibrí.
Cuenta la fábula que un día hubo un enorme incendio en el bosque. Todos los animales huían despavoridos, pues se trataba de un fuego terrible que asolaba todo a su paso. De pronto, los animales vieron pasar sobre sus cabezas al colibrí en dirección contraria, es decir, hacia el fuego. Les extrañó sobremanera, pero no quisieron detenerse. Al instante, lo vieron volar de nuevo, esta vez en su misma dirección. Y pudieron observar este ir y venir repetidas veces, hasta que se decidieron a preguntar al pajarillo, pues su comportamiento les resultaba harto extravagante. “¿Qué haces colibrí?”, le preguntaron. “Voy al lago -respondió el ave- tomo agua con el pico y la echo en el fuego para apagar el incendio”. Los animales se echaron a reír. “¿Estás loco? ¿Crees que vas a conseguir apagar el fuego con tu pequeño pico y tú solo?”. El colibrí respondió: “Bueno, yo voy a hacer mi parte…”.
Jesús de Nazaret nos lanza una invitación constante a hacer nuestra parte, a ser sal, a ser luz, a ser grano de mostaza… A acoger lo pequeño (y a los pequeños) porque ahí es donde encontraremos la grandeza del amor. Y todas las paradojas que nos parece que encierra su mensaje nos ayudan a acoger nuestra vida, nuestro momento presente, a llenarlo de su Palabra y su esperanza y a ponernos manos a la obra para ocuparnos de nuestra parcela, cual colibrís.
Como no parece que este mundo vaya a ir bien de la noche a la mañana, además de tener el abrazo preparado y tratar de contener la emoción, ante la próxima tristeza compartida le recordaré a nuestro adolescente el cuento del colibrí y las bienaventuranzas para mantener alta la esperanza.
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