¿Clericalizar la feligresía?
Del blog de Ramón Hernández Esperanza radical:
Por mucho que se avance por el camino de la “sinodalidad”, tendencia que pretende animar la Iglesia institucional en nuestros días, mucho me temo que la esperanza suscitada no se acople a los signos de los tiempos, es decir, a las actuales pulsiones del Espíritu en su seno. En otras palabras, que no sea más que un parche para curar heridas, no la inyección de adrenalina evangélica que la vida cristiana necesita. Audacia a medio gas, recorrido que mucho me temo que ni siquiera alcance la fácil meta pretendida. Ciertamente, el proyecto es de por sí un gran avance, sobre todo comparado con lo que ha venido primando durante siglos, pues trata de meter en el ring eclesial a laicos, incluso femeninos, para que ocupen algunos de los estamentos de poder de una complejísima organización institucional. Pero no parece que el intento tenga fuerza suficiente para resolver los problemas de fondo que hoy plantea una fe débil y acomplejada y, sobre todo, que postula una forma de vida muy comprometida, como debería ser siempre la cristiana.
Desde luego, aplaudiré fervorosamente cualquier avance sinodal que se produzca, pero mis aplausos no podrán ser desgraciadamente ni fuertes ni prolongados. No es cuestión de plantearse a estas alturas en el seno de lo eclesial, tan férreamente dominado por el clericalismo, algo que en la política es tan casino y repelente como lo de “quítate tú para ponerme yo”, sino de que tú y yo y cuantos se confiesen cristianos reequilibremos nuestras vidas y las ahormemos en el amor que nos hace tales, el amor fraternal promovido y prescrito por Jesús. Por tanto, la solución de la desidia y el desprecio que nos envuelven depende, más bien, de cómo nos comportemos tú y yo, de que nos convirtamos de verdad y en serio y de que equilibremos nuestras vidas para dar testimonio de Jesús a quienes viven en nuestro derredor. Si fuéramos capaces de hacerlo, seguro que quienes así se comportan, en vez de silenciarnos o ningunearnos, terminarían envidiándonos por ser la nuestra una forma de vida, la cristiana, mucho mejor y preferible a la que ellos llevan.
Creo que no entenderemos a fondo el cristianismo hasta que rompamos definitivamente las cadenas que sobre él ejerce lo sagrado y facilitemos que en su seno se acomode todo lo creado. Hemos tenido la religión por algo tan sagrado que apenas nos hemos atrevido a levantar la cabeza. En mis tiempos de niño, años cuarenta, el cura del pueblo era una especie de hombre de otro mundo, un chamán, un gurú, un brujo o hechicero que, cual sacristán de san Pedro, abría o cerraba las puertas del Cielo y sacaba del Purgatorio a nuestros seres queridos. Pues bien, un buen día, al recogerse un poco la sotana para encaramarse a la grupa de un borrico para ir a decir misa a un pueblo próximo, los niños descubrimos con picarona curiosidad que debajo de ella llevaba pantalones. Tan inocente descubrimiento nos lo devolvió a la realidad cruda de la higiene íntima, de las necesidades orgánicas y de la instrumentación del sexo. ¡También él era un hombre!
A nada conduce, por ejemplo, que nos fabriquemos un Jesús de pan para postrarnos ante él, adorarlo y consolarlo por la anómala orfandad o soledad en que lo enclaustra nuestro mundo, el religioso y el profano, un mundo en el que muchos dicen que Dios ha sido retirado de la circulación u olvidado por completo. ¿Puede nuestro mundo vivir de espaldas a Dios? Afortunadamente, no tenemos poder más que para calentarnos la cabeza con semejantes elucubraciones y fallidas pretensiones. Mil veces he repetido que el cristianismo no es cuestión de papas eminentes ni de obispos tipo señores feudales, de catedrales esbeltas ni de sagrarios llenos o vacíos. Sabemos que los papas gustan recordar que son “servus servorum” en atención a un título descriptivo rimbombante, pero que muchas veces no encaja en su quehacer de tales; que los obispos deberían oler a oveja y entrar de lleno en los apriscos, sin miedo a mancharse de excrementos; que los templos son vacías y desencarnadas expresiones de espiritualidad que, aun siendo valiosas obras de arte, no dejan de ser tan frágiles y efímeras construcciones como lo son los materiales con que se construyen; que los sagrarios, esos preciados joyeros católicos, ni siquiera están refrigerados para preservar el pan que se guarda en ellos, pan de hornadas atrasadas que se endurece antes de ser comido.
Jesús, el nuestro, el que fundamenta y alimenta nuestra fe, sí que podía sentir y sufrir las agresiones y las soledades cuando fue de carne y hueso, pero hoy ya no está sometido a tales avatares. Pero ello no impide que también hoy perdone en toda situación y circunstancia; que ore fervorosamente en cualquier lugar y que se apiade de todo el que sufre por enfermedad, hambre o abandono. Nada cambia que hoy no haga todo eso por sí mismo, sino por sus discípulos y por quienes nos honramos como seguidores suyos. Viniendo a lo que hemos dado en llamar “amor de los amores”, la eucaristía, digamos que se ha hecho “pan de vida” para ser comido, para dar vida eterna y para que nosotros, socorriéndonos y amándonos unos a otros (partiendo y compartiendo el pan que somos), nos convirtamos en un gigantesco cuerpo místico, su cuerpo glorificado.
De ahí que deberíamos entender a fondo que hay tanta eucaristía en el lavatorio de los pies (servir) como en el mandato del amor (amar) y en el ágape de la última cena (compartir). Con ello queremos subrayar que hay tanta “memoria viva” de Jesús en dichos lavatorio y precepto del amor como en el hecho de partir y compartir el pan. Es tiempo de dejar atrás, en pro de una forma de vida mejor para los hombres, el vano intento no solo de ablandar el duro rostro divino, concebido supuestamente como un pedernal, con la invocación de “¡señor, señor!”, sino también de embargar nuestro propio ánimo para ahormar nuestro pensamiento errático y revolucionar un corazón mortecino. En otras palabras, es tiempo de bajar de las nubes y ponerse a trabajar en serio. De nada sirve semejante invocación si no va acompañada de servicio, de amor y de entrega, acciones básicas que ponen cuerpo a la fe cristiana.
No hay otro camino para que el hombre retorne a Dios, e incluso para que la creación entera permanezca conscientemente en él, que el camino del hombre, el camino que es Jesús mismo. Por eso, quien de verdad quiera ver a Dios tendrá que llamar a la puerta de su vecino o abrir sus brazos para acoger a su cónyuge, a sus hijos y a cuantos se relacionan con él. Hay vida e imán en un Dios que no lo es de muertos. Para contemplar su auténtico rostro, el único en que los cristianos decimos creer, no es necesario viajar al opaco y hasta siniestro Vaticano de tantas intrigas, ni adentrarse en la penumbra de una catedral que cobija un sagrario alumbrado por una lamparilla. Basta salir a la calle y mirar la cara doliente de cualquier transeúnte, ese libro abierto que refleja con gruesos trazos las preocupaciones y los problemas humanos.
Resumido en una palabra, y más en un día como este, digamos que Jesús vino a este mundo para que tengamos vida y la tengamos abundante. Las asociaciones pro-vida españolas están recorriendo, justo cuando publico esto, las calles de Madrid en “defensa de la vida”, propósito al que se suma la “defensa de la verdad”, sin reparar posiblemente en que, a fin de cuentas, la verdad es la vida. Se trata de una defensa numantina que adquiere colorido político al proponerse, sobre todo, abolir la ley del aborto imperante. De entendérseme bien, me atrevería a asegurar, resaltando ese colorido y ahondando en el contenido de la reflexión que hoy hacemos sobre el clericalismo, que dicha manifestación es un intento más de “clericalizar” no solo los motivos del masivo evento social, sino también a quienes lo promueven.
Los seguidores de este blog saben muy bien que soy defensor acérrimo de la vida, de cabo a rabo, y que busco afanosamente la verdad de nuestra forma de vida cristiana para mejorarla. Cuando menos, espero que ninguno de ellos dude de la sana intención que guía estas reflexiones. Pero, ¿se puede salir en procesión así contra el aborto, de frente y a pecho descubierto? Partiendo de que todo aborto es un penoso drama humano y de que, hagamos lo que hagamos, esa quiebra nos acompañará a lo largo de toda nuestra historia, lo procedente para no hacer brindis al sol sería luchar a brazo partido para que se reduzca su número. Cien abortos serían mucho mejor que mil, pongamos por caso. Mejor aún, diez que cien, y muchísimo mejor uno que diez. ¡Cuantos menos, mejor, menos dramas! Evitar un aborto equivale a ganar una vida. No he dicho que lo óptimo sería cero abortos mejor que uno solo por la sencilla razón de que también la naturaleza es abortiva. Dados los muchos abortos espontáneos o “naturales” que se producen y que la mente humana, que es la que, en última instancia, decide continuar un embarazo o interrumpirlo, es tan naturaleza como el vientre gestante que repudia su fruto o el sistema respiratorio que ahoga el feto, no puede condenarse todo aborto. Tengo muy claro que quien no esté a favor de la vida se pone del lado de la muerte y, por ello, se convierte automáticamente en asesino, pero ello no me impide reconocer que, por paradójico que resulte, a veces un aborto resulta vital.
Ramón Hernández
Religión Digital
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