Cuando Jesús de Nazaret incluye a los excluidos
A propósito de Lc 6,17.20-26*
José Rafael Ruz Villamil
Yucatán (México).
ECLESALIA, 01/04/22.- Vale, ante todo, plantear que los ayes que se contraponen a las bienaventuranzas tienen la función de subrayar el valor de inversión de éstas, más que plantear un catálogo de maldiciones de Jesús de Nazaret. Enraizado en el pensamiento, pero sobre todo en el lenguaje de los profetas del Antiguo Testamento, el Maestro tiene más interés en el futuro de los excluidos que en la desgracia de los incluidos. Es cierto que él nunca fue amigo de las riquezas ni de la opulencia: el contexto de los Evangelios muestra a Jesús como el que abraza la sobriedad como manera de vivir. Hago esta aclaración sin ánimo de tranquilizar conciencias en relación con la sobreabundancia siempre inexplicable.
Encerradas en una especie de subgénero literario conocido como macarismo —del griego makários: bienaventurado, dichoso, feliz—, y que suele estar relacionado con una corriente de pensamiento de la época que se caracteriza por expresar el deseo, o mejor, la convicción de un cambio radical de la situación humana, signada por la injusticia y la calamidad, merced a una intervención definitiva de Dios en los ámbitos religioso, socioeconómico y político, las bienaventuranzas acaban siendo como la piedra de toque para valorar la praxis de los discípulos de Jesús en relación con el Reino de Dios.
En efecto, tanto en la versión de Mateo (5,1-12) como en la de Lucas, las bienaventuranzas hablan de una inversión de situaciones que, en términos generales, puede plantearse como el paso de la calamidad a la felicidad. Se trata, en la predicación de Jesús, de una promesa relacionada con el anuncio de la presencia del Reino de Dios donde la propuesta del mensaje esperanzador de una cambio definitivo, querido y decidido por Dios, viene a sustituir el pronóstico de una catástrofe fulminante. Ahora bien, esta inversión de situaciones parte de una realidad humana sumamente específica: la pobreza, que en la tradición de Lucas es taxativa en cuanto que se refiere, sin matiz alguno, a una condición socioeconómica: de las tres posibilidades de la lengua griega para referirse a la pobreza, la redacción del evangelio escoge ptojós que significa literalmente “el que se agazapa” o “se oculta”; por extensión, el “pobre”, el “mendigo”, el “humilde”.
Vale, entonces, caracterizar lo que por pobre se entiende en Israel y, específicamente, en la Galilea del primer tercio del siglo I. Ante todo, hay que apuntar que la voluntad de Yahvé es que nunca haya pobres en Israel: la pobreza contradice de por sí no sólo la elección de un pueblo sino la gesta de la liberación de Egipto. Con todo, desde los orígenes de Israel como nación, van apareciendo diferencias económicas por, básicamente, el afán de incrementar la propiedad: contra esto surge toda una legislación en la que se plasma un mecanismo formidable de redistribución de la riqueza para garantizar la igualdad original que ha de signar al pueblo de Dios entre las otras naciones: tales las leyes tanto del año sabático que en su núcleo exige la condonación de las deudas, como del año jubilar que, cada cincuenta años exige la restitución de la propiedad a su dueño original (cf. Ex 21,2-6; 23,10-11; Lv 25; Dt 15).
Con todo, la observancia de la legislación mencionada arriba nunca resultó del todo satisfactoria. Más todavía, desde el inicio de la monarquía —y con ella, de la expansión urbana— el aumento de la brecha socioeconómica crece: junto al rey, y con él, la clase militar, la burocracia, la aristocracia urbana, los sacerdotes del templo y los notables, aparece el pueblo sencillo, el así llamado pueblo de la tierra: los am ham’hares. La protesta de los profetas en relación con la desigualdad creciente más que factor de cambio real, queda como testimonio de la burla franca a la voluntad de Yahvé, pero también y sobre todo como motivo de esperanza y estímulo de la memoria histórica que, para el tiempo de Jesús, cobra una dimensión de expectativa harto efervescente. Y es que a partir de la ocupación romana de Palestina en 63 a.C. la concentración de la tierra en manos de unos pocos latifundistas va in crescendo con el correlato del surgimiento de una clase desposeída y reducida, en el mejor de los casos, a la venta de su fuerza de trabajo como jornaleros y, en el peor, hundida en la mendicidad pasando por la posibilidad —más que atractiva— de unirse a las filas de los zelotas.
A la situación económica de pobreza hay que añadir la valoración social negativa que conlleva la carencia económica en el mundo mediterráneo del primer tercio del siglo I, donde el código honor-vergüenza determina el rol necesario para la supervivencia. El honor, claro está, corresponde a quien tiene posesiones en abundancia —todavía consideradas como signo de la bendición de Dios— y, por consiguiente, resulta incluido en un colectivo dado con todos los beneficios que esto supone, mientras que la pobreza lleva aneja la vergüenza y, por tanto, la exclusión con la cauda de calamidades que le es propia.
Así, cuando el Maestro declara bienaventurados a los pobres en cuanto propietarios primeros del Reino de Dios —anulando su exclusión al incluirlos de manera radical en la dimensión de su praxis— redefine el código honor-vergüenza de manera programática para sus discípulos: el honor no está ya en la riqueza, sino en la inclusión en el Reino de Dios y, desde luego, en la liberación de la tiranía económica del César de Roma y del sometimiento moral al Sanedrín de Jerusalén. Y es que las bienaventuranzas no son, en modo alguno, una apología de la pobreza —que el mismo Jesús no quiere, ni propone, ni practica— sino, insisto, una redefinición de los valores a partir de Dios que reina como referente absoluto: la inclusión en el Reino de Dios de los excluidos por el establishment religioso oficial —al servicio, por cierto, de los intereses económicos de los privilegiados de entonces— viene a constituir lo que puede considerarse como el núcleo esencial del pensamiento de Jesús de Nazaret.
Más allá de la vigencia actual del código honor-vergüenza propio del mundo mediterráneo del primer tercio del siglo I, decir —y creer en— las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret desde el horizonte de la fe cristiana, habrá de traducirse en una voluntad eficaz de inclusión de los excluidos, esto es, de redefinir no sólo ni tanto los valores y los criterios a partir de los cuales se organiza la sociedad, cuanto de rectificar —o, mejor, cambiar— los mecanismos económicos que desplazan las posibilidades de bienestar hacia una minoría privilegiada a costa de una mayoría creciente de desposeídos en nombre del malhadado neoliberalismo global
Bajó con ellos y se detuvo en un paraje llano; había un gran número de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón.
Y él, alzando los ojos hacia sus discípulos, decía: «Bienaventurados los pobres, porque suyo es el Reino de Dios. Bienaventurados los que tienen hambre ahora, porque serán saciados. Bienaventurados los que lloran ahora, porque reirán. Bienaventurados serán cuando los hombres los odien, cuando los expulsen, los injurien y proscriban su nombre como malo por causa del Hijo del hombre. Alégrense ese día y salten de gozo, que su recompensa será grande en el cielo. Pues de ese modo trataban sus padres a los profetas.»
«Pero ¡ay de ustedes, los ricos!, porque han recibido su consuelo. ¡Ay de ustedes, los que ahora están hartos!, porque tendrán hambre. ¡Ay de los que ríen ahora!, porque tendrán aflicción y llanto. ¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de ustedes!, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas.»
LC 6,17.20-26
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