El Señor es mi Pastor…
SALMO 23
El Señor es mi Pastor…
Los pastores de mi casa
me enseñaron a sentirLo.
La «chivita» deportada
por la guerra fratricida
me ayudó a reconocerme
vigilado por sus Ojos,
añorado por sus Manos.
Yo sería un pastor
¿bueno?
Tu Palabra me alimenta, cada día,
como un valle.
Me convida tu Misterio, como un monte.
Como un río me penetra,
perdonado,
tu Ternura.
Pirineo y sus pastores,
por las rocas,
en la nieve,
por el Ésera desnudo tierra abajo,
por las noches estrelladas cielo arriba.
Los balidos impotentes me acosaban, siendo niño.
Los balidos de los pobres, degollados, me traspasan.
¿No bastaba con tu sangre, Pascua nuestra?
Si atardece en mis majadas,
Tú serás su paz caliente.
No les faltará tu silbo
cuando rompa el día nuevo.
Los mayores desencantos
puedo atravesar seguro.
¡Tú me llevas como un hombro,
Pastor bueno!
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Pedro Casaldáliga
Todavía estas palabras, 1994
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Yo doy la vida eterna a mis ovejas
En aquel tiempo, dijo Jesús:
– “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano.
Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre.
Yo y el Padre somos uno.”
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Juan 10, 27-30
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Jesús, el buen pastor, dice de sí mismo que conoce a los suyos. Ser conocidos por Jesús significa nuestra bienaventuranza, nuestra comunión con él. Jesús conoce sólo a quienes ama, a aquellos que le pertenecen, a los suyos (2 Tim 2,1 9). Nos conoce en nuestra calidad de perdidos, de pecadores que tienen necesidad de su gracia y la reciben, y, al mismo tiempo, nos conoce como ovejas suyas. En la medida en que nos sabemos conocidos por él y sólo por él, se nos da a conocer, y nosotros lo conocemos como el único al que pertenecemos para la eternidad (Gal 4,9; 1 Cor 8,3).
El buen pastor conoce a sus ovejas, y sólo a ellas, porque le pertenecen. El buen pastor, y sólo él, conoce a sus ovejas porque sólo él sabe quién le pertenece para la eternidad. Conocer a Cristo significa conocer su voluntad sobre nosotros y con nosotros, y llevaría a cabo; significa amar a Dios y a los hermanos (1 Jn 4,7s; 4,20). La bienaventuranza del Padre es reconocer al Hijo como hijo, y la del Hijo es reconocer al Padre como padre. Este recíproco reconocimiento es amor, es comunión. Del mismo modo, la bienaventuranza del Salvador es reconocer al pecador como su propiedad conquistada, y la del pecador es reconocer a Jesús como su Salvador. En virtud de que Jesús está ligado al Padre (y a los suyos) por semejante comunión de amor y de conocimiento recíproco, puede entregar su propia vida por las ovejas y adquirir así el rebaño como propiedad suya para toda la eternidad.
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Dietrich Bonhoeffer,
Memoria e fedeltá,
Magnano 1979, pp. Ió3s
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