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Dom 1.5.20. Pedro y el Amado, la pascua es una pesca: Echarse al agua y amar (Jn 21)

Domingo, 1 de mayo de 2022

321867A9-7EE7-466F-8C10-1985F49DFFCDDel blog de Xabier Pikaza:

Parece que la primera iglesia, más centrada en Pedro, los Doce, los parientes de Jesús (y Pablo), tuvo dificultades en admitir el evangelio de Juan, pues no dejaba clara la identidad y función del Discípulo Amado. Parecía, además, que este evangelio defendía un cristianismo de simpe libertad interior y amor difuso, rompiendo la nervatura social del conjunto de la iglesia.

 Para subsanar en parte esas dificultades, el redactor ha incluido al fin un precioso capítulo pascual (Jn 21), elaborado en forma de “aparición” de Jesús y “pacto” misionero entre diversos (7)  grupos de cristianos.

En un primer momento, este evangelio terminaba con el testimonio de Tomás (Jn 20, 19-29) con una clara conclusión  y solemne (Jn 20, 30-31). Pues bien, sin borrar esa conclusión,  el redactor ha incluído este capítulo (Jn 21) a modo de conclusión y compendio, con cuatro temas esenciales: (1) Han de juntarse los 7, como en el G7 de Francisco, pero mucho más variados y comprometidos. (2) El Amado debe andar a todo, muy a lo libre, muy suyo y de todos. (3) Pedro tiene que ceñir los lomos y echarse al agua. (4) Hay llegar, s1 o sí, a los 153 peces/pueblos, sin quedarse en casa, sin excusas de ningún tipo.

Este fue el programa de Juan, hacia el 110 d.C. Éste ha de ser nuestro probrama XIX siglos después. Quien quiera quedarse en el texto, quede sin más y lo disfrute. Quien prefiera acompañarme siga. Buen fin de semana, este Domingo de Pascua. 

Introduzco imágenes conocidas… pero insisto en La Nave Triunfal de la Iglesia, delMuseo Nacional de arte colonial de México.  Deténgase quien quiera en los detalles, disfrute de la imagen barroca de la iglesia-nave de guerra y compare con la iglesia de los 7, con Pedro y Discípulo amado, en este evangelio.

A   LOS SIETE DE LA NAVE DE LA IGLESIA

Pedro dijo voy a pescar (21, 1-3), y el texto añade que se le juntaron  otros seis: Tomás, Natanael y los Zebedeos (Santiago y Juan) y dos discípulos más, cuyo nombre no se cita (21, 2). Significativamente, los primeros  de la lista son Pedro y Tomás, el Mellizo, que podrían forman la pareja final del evangelio: Pedro es el signo de la Iglesia Oficial; Tomás es el signo de la iglesia “mística”.

            Junto a ellos ha situado el evangelista a Natanael, de Caná de Galilea (cf. Jn 2, 1-11), lugar de las bodas del principio de la Iglesia, que había sido antes discípulo de Juan Bautista en el Jordán (cf. Jn 1, 45; Mt, 10, 3; Mc 3, 18,Lc 6, 14; Hc 1, 13). Fue, según la tradición.

Con esos tres, están los zebedeos,pareja esencial del comienzo de la iglesia, a los que se añaden otros dos, de quienes no se dice el nombre; uno de ellos podría haber sido el Discípulo amado, el otro una Discípula Amada. En total eran Siete, no Doce como los representantes de la iglesia del principio. Como sabemos ya por la segunda multiplicación de los panes (Mc 8) y por Hech 7, el número siete es signo de misión universal. En este contexto nos sitúa la escena que sigue.

El que inicia el movimiento es Pedro diciendo: ¡Me voy a pescar! (21, 3). Muchos lectores se han visto sorprendidos por el dato, como si Jesús volviera al tiempo de su historia y de su pesca pre-pascual en Galilea (Lc 5, 18-24), después que ya ha enviado a sus discípulos al mundo (cf. Jn 20, 21). Da la impresión de que Pedro y los siete han vuelto a lo anterior, al tiempo de pesca del lago, como hacían antes de haberse encontrado con el Cristo. Pero quien mire con más profundidad descubrirá en la escena un fuerte simbolismo: estamos ante el signo de la pesca escatológica.

            Es posible que en el fondo de la escena haya un recuerdo histórico. Es probable que Pedro y sus compañeros hayan descubierto algún día la ayuda de Jesús mientras se hallaban afanosos, pescando sobre el lago (como presupone en contexto vocacional Lc. 5, 1-11. Pero ahora es evidente que la pesca ha recibido un carácter pascual y misionero.

            Pedro es pescador al servicio de Jesús, como el mismo Señor lo había prometido (Mc 1, 16-20: os haré pescadores de hombres). En ese nuevo oficio, al servicio del reino, él sale a echar las redes sobre el lago de este mundo. No va solo, le acompañan los discípulos, finales, los siete creadores de la comunidad universal cristiana, los auténticos apóstoles de pascua. Siete varones para el mundo entero, no doce para Israel. Siete varones, parece que no hay mujeres, a no ser que uno de los dos del fin, sin nombre, sea mujer (o que el mismo discípulo amado sea mujer).

Van en medio de la noche, en el lago de la historia. Ha tomado la iniciativa. Le acompañan los otros y de un modo especial el discípulo querido. Para todos hay lugar en la faena. Pedro y el discípulo amado comparten un lugar en la barca y tarea pascual de Jesucristo. La experiencia pascual empieza siendo dura… Pero vengamos al texto:

Subieron a la barca y en aquella noche no pescaron nada. Apuntando ya la madrugada estaba Jesús en la orilla, pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dijo: ¡Muchachos! ¿No tenéis nada de comer? Le respondieron: ¡No! Él les dijo:¡Echad las redes a la derecha de la barca y encontrareis!

            La echaron y no podían arrastrarla por la cantidad de peces. Entonces, el discípulo al que Jesús amaba dice a Pedro: -¡Es el Señor! Y Simón Pedro, oyendo que es el Señor, se ciñó el vestido y se lanzó al mar (21, 3-7)

 B. DISCÍPULO AMADO, AMOR QUE VE EN LA NOCHE

            Este Cristo de la pascua parece oculto mientras extienden los discípulos las redes sobre el lago. Ha resucitado el Señor, pero el mar de la vida sigue pareciendo, insondable, sin pesca, sin vida. Todo parece como estaba: mar y noche, barca y pescadores sobre el lago. Sobre el enigma del mundo es inútil esforzarse. Sobre el mar de la historia no se puede conseguir la pesca escatológica que había prometido Jesús en el principio del camino misionero (cf. Mc 1, 16-20). Acaba la noche y las luces primeras del día traen a la playa a estos sufridos pescadores fracasados.

            Recordemos que son varias las escenas pascuales donde el Cristo pascual empieza siendo un desconocido: el jardinero del huerto (Jn 20, 14-15), el caminante de Emaús (Lc 24, 15-16). Con toda naturalidad el hombre de la playa pregunta a los que vuelven de vacío y respondiendo a su fracaso y les dice echad las redes a la parte derecha (Jn 21, 6). Parece que sabe más que ellos.

            Los discípulos escuchan su palabra sin poner reparo (en contra de Lc 5, 5). El inicio de la experiencia pascual se encuentra precisamente en el gesto de confianza de aquellos que han estado faenando en las vigilias de la noche. Querían descansar cuando rompe la mañana: necesitan un lecho para el sueño. Pero escuchan la voz de aquel desconocido y de pronto la red queda llena de peces.

Conocer a Jesús

             La narración llega a su centro. Está llena la red y los fornidos pescadores tienen gran dificultad en arrastrarla. Entonces, mientras los otros se encuentran ocupados en la dura faena de la pesca, el Discípulo Amado tiene tiempo de mirar. Mira y descubre la verdad, en experiencia mística de pascua. Así le dice a Pedro: Es el Señor (Jn 21, 7).

            En este reconocimiento y en los gestos que siguen se explicita el misterio y camino de pascua, interpretado ya a manera de trabajo compartido. Los dos discípulos centrales se necesitan; cada uno realiza su función, ambos son complementarios:

Pedro dirige la faena, como buen patrón del barco. Sabe manejar las redes, hace fiel trabajo. Pero, en realidad, parece un poco ciego para las cosas principales: no sabe distinguir a Jesús en la mañana, en medio de la pesca. Esta ceguera de Pedro (ministro supremo de la iglesia) queda clara en la escena. Pero el texto ha resaltado también su gran capacidad de acogida y escucha. Pedro recibe en su barca al discípulo amado y le atiende cuando dice: es el Señor. Este es el Pedro verdadero: aquel que sabe escuchar al discípulo querido para confiar en su palabra y lanzarse al agua para el encuentro con Jesús. En medio de la gran faena ha descubierto lo más grande: ha sabido que Jesús le está mirando en la orilla y necesita ir a encontrarle.

El discípulo amado está en la barca, pero no se dice que faene. Él será quien vea y distinta  a Jesús en la orilla, pero no necesita saltar para  cerciorarse de ello. Ha descubierto al Señor en el misterio más profundo de su vida, puede aguardar a que culmine la faena de la pesca, que realizan precisamente por mandato de Jesús, mientras acaba la noche y se eleva la nueva mañana de la pascua plena.

             Pedro tiene que saltar de la barca. Es incapaz de permanecer en el trabajo mientras sabe que Jesús está mirando y aguardando allá en la orilla. Esta impaciencia de Pedro, que antes no ha sabido distinguir a Jesús, es signo de gran amor (lo pone todo en riesgo por hallarle); pero es, al mismo tiempo, el resultado de una posible desconfianza (quien ama de verdad no necesita correr de esa manera hacia el amado, porque sabe que él le mira y acompaña en todos los momentos de su vida).

C. ECHAD LA RED AL OTRO LADO. PEDRO TIENE QUE ARROJARSE AL AGUA. 

           1A76404E-24CD-43F4-AF22-73CE9EDDC5E9  Volvamos a la escena. Como un desconocido, a la orilla del agua, Jesús les ha dicho que echen las redes por el otro lado (a la derecha, cf. 21, 6). Pero veamos con más cuidado la escena, retomando algunos motivos ya indicados:

Él les dice: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.” La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: “Es el Señor.” Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces. Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: “Traed de los peces que acabáis de coger. “Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.Jesús les dice: “Vamos, almorzad.”

             Como hemos indicado ya, la escena es misteriosa, y en ella aparecen no sólo Pedro con (entre) los siete, Pedro y el discípulo amado sino otros rasgos importantes, que es bueno destacar:

– Echad la red a la derecha…Puede tratarse de una indicación banal, pero todo nos indica que se trata de algo muy importante.  Hasta ahora, Pedro y su gente (incluidos los siete) habían estado pescando en la parte equivocada, en un contexto de ley convertida en “izquierda”, mano “falsa” de Dios y su promesa. Eso significa que la misión anterior de la iglesia había sido una equivocación inútil. Ha sido necesario que Jesús venga a la orilla y le diga que echen la red por el otro lado, por el lado bueno de la humanidad entera que es la “derecha de Dios”, en el amanecer de la nueva historia.

– Y pescaron tanto que tenían fuerzas para sacar la red, para traerla a tierra.La nueva pesca (la pesca de la derecha universal de Dios) les sorprende… Eran expertos pescadores pero no saben cómo “sacar” la red sin romperla, sin matar o estropear a los peces. Han pescado, están pescando, pero no saben qué hacer con su redada…Éste es el momento clave: Tienen una inmensa redada, pero no saben qué hacer con ella, como tratarla. Tienen un mensaje, tiene una oportunidad de oro (de Reino de Dios) en la madrugada, pero no saben qué hacer, no pueden llevar sus peces a la tierra de la vida.

El Discípulo amado le dice (a Pedro) “es el Señor”, el Señor de la derecha. La pesca que han logrado no es suya (no la han capturado ellos, no les pertenece…). Por eso interviene el Discípulo amado, que ve en la oscuridad de la mañana y dice a Pedro “es el Señor”. Sólo entonces reacciona Pedro, se viste, se ciñe. No es un mero pescador desnudo del lago del mundo, es un “delegado de Cristo”.

Pedro Se viste y se tira al agua (al agua de la pesca de Dios). Esta escena de Pedro tirándose al fin al agua, ante Cristo, por Dios superando sus miedos y reticencias antiguas responde a la más honda tradición de los sinópticos, que aparece en Mt 12, 22-23. Pedro se tira ahora del todo a las grandes aguas, se compromete plenamente por Jesús, bajo la  guía y la palabra del Discípulo amado.  Esta es la verdadera conversión de Pedro.

Los demás discípulos se acercaron en la barca, remolcando la red con los peces. Sólo ahora, cuando Pedro se ha echado al agua, sin miedo, por Jesús, ante Jesús, los cinco restantes (con el Discípulo amado de guía) pueden remolcar la red con los redes. No se dice cómo hacen, si van a ritmo y trabajo de remo, tres en cada lado, tres a babor, tres a estribor, o si van a viento de vela. Lo cierto es que se acercan a la orilla de Jesús donde está Pedro con él. Esta es la barca, remolcando de red con todos los peces del mundo, como seguiremos viendo.

Sigue la escena del pez y del pan…

            La escena culmina hablando del gran número de peces y de la comida de Jesús, hecha precisamente de panes y peces, lo mismo que en la escena de las multiplicaciones, con panes y peces (Mc 6; Mc 8). Pero con la diferencia de que hay un pan y pez que es el mismo Jesús. Sigamos  viendo el texto:

                Cuando llegaron a tierra (los seis de la barca, remolcando la red inmensa de los pueblos) vieron brasas y sobre ellas pez y pan. Jesús les dijo: ¡Traed de los peces que habéis pescado ahora! Subió Pedro y arrastró a la orilla la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes; y siendo tantos no se rompió la red.Y Jesús les dijo: Venid a comer! Ninguno de sus discípulos se atrevió a preguntarle ¿quién eres?, aunque sabían que era Jesús. Vino Jesús, tomo el pan y se lo dio y de un modo semejante el pez (21, 9- 14)

             La escena está llena de fuertes y bellos contrastes: los peces de la gran pesca de la iglesia, el pan y pez que Jesús a sus sufridos pescadores en la orilla. En el comienzo y final está el pan y pez de Jesús, la comida que ofrece a los cansados pescadores; en el centro habla el texto del número grande de peces que ha pescado la red de los discípulos.

            Comencemos por este segundo motivo. Jesús ha escogido a Pedro y sus amigos como pescadores de hombres (cf. Mc 1, 116-20). Eso es lo que ahora han hecho, por fin: han echado la red del mensaje en el mar de este mundo, en una noche larga, y al final pueden traerla llena de peces. El tiempo pascual se presenta así lleno de pesca: siempre que unos seguidores de Jesús, representados por Pedro (jerarquía) y el discípulo amado (libertad), se esfuercen por predicar el evangelio sobre el mundo, sigue habiendo pascua.

            Signo de Jesús resucitado son los pescadores, ministros de esta gran tarea, que echan la red en nombre de Jesús, mientras le siguen percibiendo a lo lejos, en la orilla del gran lago. Pero también los “peces” representan al Señor: son el conjunto de la humanidad que debe ser transfigurada por la pascua, en camino de salvación escatológica. En esta perspectiva han de entenderse dos señales que son complementarias.

D. FUERON 153 PECES, TODOS LOS PUEBLOS

Por un lado, se dice que los discípulos de Cristo han recogido ciento cincuenta y tres pecesque representan el conjunto de los pueblos de la tierra a lo largo de la historia. Son la nueva humanidad que Jesús quiere llevar hasta su meta por medio de la pascua, a través de la acción misionera de la iglesia. La tarea que realizan juntos Pedro y el discípulo amado, con el resto de los seguidores, se muestra de esa forma como expresión y contenido de la pascua.

0D3F2920-EF1C-4D65-A6B1-D6D5261E6813Jesús les ofrece un pan y un pez asados en la brasa, en gesto de comida compartida (ese pan y pescado que es él mismo, su eucaristía de misión universal). Los discípulos recogen todos los peces de la historia, para ponerlos ante Cristo, en la playa del reino de los cielos. Jesús, en cambio, les ha esperado con su pan y su pez, es decir, con los signos de su propia presencia: se hace pan y pez de pascua para los creyentes; es pan de vida (cf. Jn 6, sermón de Cafarnaúm), pez de plenitud para los suyos.

Por un lado están los ciento cincuenta y tres peces de la historia. Son muchos los peces. La red de la iglesia parece pequeña y muy frágil; pero en ella caben todos los varones y mujeres de la tierra. Por eso, el tiempo de la pascua continúa hasta que Cristo, a través de sus enviados, consiga reunir sobre su playa a todos los pueblos de la tierra.

            Pero ese gesto de pesca resulta inseparable del don de Cristo que, esperando en la orilla, ofrece a sus discípulos el pan y pez de su propia vida hecha alimento, cercanía pascual, compromiso de solidaridad permanente. Jesús mismo es el pez que se ofrece a sus discípulos, en donación de eucaristía, representada , como en los relatos de las multiplicaciones, con el pan y el pez, no por el pan y vino de los relatos de la última cena.

 Pescar los peces de la gran faena misionera y comer el pez y pan de Cristo son signos complementarios, momentos integrantes de la vida de la comunidad pascual cristiana. Es evidente que el Cristo pascual sigue guiando a los discípulos en la gran tarea de la pesca, en el camino misionero de la iglesia, de tal forma que podemos afirmar que misión y experiencia pascual se identifican. Pero, al mismo tiempo, debemos recordar que la experiencia de la pascua es el mismo Cristo hecho pan y pez, comida compartida de la comunidad, en la orilla del mar, al final de la jornada misionera de la iglesia.

            Sólo si llevamos hacia Cristo todos los peces de la tierra, en gesto de misión y caridad, podremos recibir el pez de vida que Cristo nos ofrece: el don y gracia de su propia realidad resucitada. La pascua es, por un lado, servicio misionero dirigido hacia los pueblos de la historia. Pero, al mismo tiempo, viene a presentarse como experiencia de Jesús que nos ayuda y anima desde el borde del lago, para darnos su vida en alimento.

            Decíamos al comienzo del tema que Juan ha introducido este capítulo final de su evangelio (Jn 21) para evitar el riesgo de ruptura entre los fieles del discípulo amado y la iglesia universal, representada en Pedro. Pues bien, tras diez y nueve siglos de fuerte misión y vida eclesial muy compleja, el relato sigue conservando gran actualidad: sólo allí donde las varias partes de la iglesia dialogan y se ayudan, en gesto de respeto profundo, puede haber misión cristiana y revelarse la verdad del Señor pascual sobre la tierra.

CONCLUSIÓN: AMOR DE PEDRO, PRESENCIA DEL AMADO (Jn 21, 15-25)

             En la escena precedente (Jn 21, 1-14), que trataba de la pesca (misión eclesial) aparecían juntos Pedro y el discípulo amado, como representantes de dos rasgos o momentos de la iglesia. Ambos debían encontrarse vinculados, para descubrir de esa manera a Jesús sobre la orilla de la vida y para realizar la gran tarea o faena de la pascua. La nueva escena (Jn 21, 15-25) asume y explicita las funciones de esos personajes. Hemos pasado del símbolo y faena de la pesca al pastoreo. Los peces de la gran redada escatológica se vuelven ovejas del rebaño de Jesús. Los personajes principales de la trama siguen siendo los que ya hemos visto:

Pedro sigue siendo el encargado de cuidar de ese rebaño, como responsable del trabajo de la iglesia; para ello debe transformarse en amor, convirtiéndose él también en discípulo amado (Jn 21, 15-19).

El discípulo amado ha de seguir al lado de Pedro, libre y creativo, dentro de su iglesia. Ese discípulo avanza por sus propios caminos, al lado de Pedro, como representante de la comunidad del espíritu y amor dentro de la iglesia (cf Jn 21, 20-24).

            Eso significa que en un sentido muy profundo sólo existe iglesia del amor: el mismo Pedro debe transformarse en esa línea si es que quiere seguir a Jesucristo y anunciar su pascua sobre el mundo. Pero, en otro plano, puede hablarse de dos rasgos o facetas dentro de la iglesia: Pedro es la función organizativa, el ministerio al servicio del mensaje de Jesús y evangelio; el discípulo amado es el servicio del amor, la libertad del espíritu. Si una de las dos funciones queda sola pierde su sentido, deja de formar verdadera iglesia.

Pascua y pastoreo (21, 15-17)

            Volvamos a la escena. Después de haber leído el texto precedente (Jn 21, 1-14) daba la impresión de que la historia del mundo y de la iglesia acaba ya en la pesca. Han salido los discípulos al lago: el mismo Cristo les ha dicho su palabra, guiando la faena en que consiguen traer todos los peces del mar hasta la orilla. Lógicamente, conforme al simbolismo de Mt 13, 47-50, el tiempo de este mundo debería haberse terminado: ha llegado el juicio de Dios sobre los peces; los buenos para el reino, los pequeños y los malos para el mar del mundo.

            Pues bien, siguiendo una estrategia narrativa que es normal en los autores de la Biblia, un nuevo proceso de vida comienza precisamente allí donde el antiguo ha terminado. El mismo simbolismo cambia. Los peces han venido a ser ovejas. Pedro, el pescador de la noche sobre el lago, se convierte en pastor del rebaño de Jesús sobre la tierra (Jn 21, 15-19).

            Esta función ganadera había sido anunciada desde antiguo en los profetas (sobre todo en Ezequiel). Jesús mismo se había referido muchas veces al cuidado que el pastor ha de tener por las ovejas, especialmente las pobres y extraviadas (cf. Lc 15, 1-8). En un determinado momento parecía que, dentro de la tradición evangélica, sólo Jesús es buen pastor: conoce a sus ovejas y las saca sobre el campo bueno de los pastos, guiándolas con tino y ofreciéndoles su vida (Jn 10).

            Pues bien, ahora que llega el tiempo de la plenitud pascual, culminando la escena anterior de la pesca y cambiando el simbolismo, Jesús ofrece a Pedro esa tarea de cuidar de sus ovejas. Antes le hizo pescador, ahora le quiere pastor de su rebaño:

– Después que comieron dijo Jesús a Simón Pedro: – Simón, hijo de Juan ¿me amas( agapas) más que estos? Le dijo: ¡Sí, Señor! Tú sabes que te quiero. Le dijo: ¡Apacienta mis corderos!

– Por segunda vez le dijo: Simón, hijo de Juan ¿me amas? (Agapas). Le dijo: ¡Sí, Señor! Tú sabes que te quiero. Le dijo: ¡Apacienta mis ovejas!

– Por tercera vez le dijo: Simón, hijo de Juan ¿me quieres? (phileis)  Se entristeció Pedro porque por tercera vez le había dicho ¿me quieres? Y le dijo: ¡Señor! Tú lo sabes todo, tu sabes que te quiero. Y le dijo: ¡apacienta mis ovejas! (Jn 21, 15-17)

            Este es el texto clave de la pastoral de los ministros de la iglesia. Pastoral deriva de pastor y significativa pastoreo: Jesús ha encomendado a sus discípulos y en forma peculiar a Pedro (obispos, presbíteros) la obra de cuidar a sus ovejas. El texto anterior trataba de la misión, simbolizaba en la faena de la pesca (traer hacia Jesús los peces de la historia, convertir todos los pueblos al amor del evangelio). Después de ella viene el pastoreo: cuidar a los discípulos de Cristo (convertidos en ovejas), guiarles con amor por los hondos, peligrosos caminos de la historia.

            La experiencia pascual se ha convertido así en principio de trabajo pastoral, para servir a las ovejas de Jesús. El que ha visto a Jesús ya nunca puede estar tranquilo ni encerrarse en sus pequeñas diversiones, mientras rueda el ciclo de este mundo. El que ha visto a Jesús ha de cuidar a sus ovejas, afanado en la tarea pastoral.

Muchos desean ser pastores para dominar sobre el rebaño, como sabe ya la tradición de la Escritura (cf Ez 34). Es más, los reyes y señores de los viejos imperios de la tierra se decían pastores de sus gentes: en principio querían ayudarles y guiarles pero muchas veces acababan destruyendo y oprimiendo a su rebaño. Frente a esos malos pastores que no buscan el bien de sus ovejas se ha colocado Jesús:

            Yo soy la puerta de las ovejas; todos los que vinieron antes de mí no eran más que ladrones y bandidos; pero las ovejas no les escucharon… Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas. El asalariado, el que no es pastor… mira venir al lobo y huye…, es asalariado y no le importan las ovejas… (cf. Jn 10, 7-13).

            Hay un tipo de pastores ladrones y bandidos: dicen cuidar de su rebaño pero lo dominan a su antojo, para su provecho. Hay pastores de interés y economía: les importa su dinero, no la vida del rebaño; por eso en tiempo de estrechez escapan.

            Pues bien, en contra de ellos, Jesús se ha presentado como auténtico pastor: guía y acompaña a sus ovejas, dialoga con ellas (se conocen mutuamente) y les ofrece su vida (muriendo por ellas). Esta es la tarea que encomienda en el momento de la pascua a Pedro y así empieza preguntándole: ¿Me quieres?

            Este es el único tema del examen. Por tres veces ha negado Pedro al Cristo en el momento de la prueba: ha visto al lobo (los jueces que condenan a Jesús) y se ha escapado, olvidando su palabra y compromiso (cf Jn 18, 15-18 par). Por tres veces vuelve a preguntarle Cristo, en gesto de confianza renovada: ¿me quieres? Dos son los elementos que se implican en ese amor que Cristo pide a Pedro.

 – Por una parte Pedro tiene que amar intensamente a Cristo, identificándose con él, comprometiéndose a dar la vida por los demás. En ese aspecto, Pedro tiene que hacerse discípulo querido. Sólo aquellos que se dejan amar por Jesús y le aman pueden realizar la experiencia de la pascua. Al final de todos los caminos, en la entraña del misterio pascual sólo existe un secreto: el amor. Pedro debe conocer ese secreto, como ya lo conocía el discípulo amado: ha de querer a Jesucristo.

– En un segundo momento, el amor a Jesús ha de expandirse y expresarse como amor a sus ovejas. Jn 10 aseguraba que el auténtico pastor ama a su rebaño, está dispuesto a entregar siempre la vida por las ovejas. Esto es lo que Cristo dice a Pedro cuando le confía por tres veces su tarea: apacienta, pastorea a mis ovejas.

 De esa forma, la pascua se convierte para Pedro en expresión y principio de amor activo, de entrega sacrificada y servicial en favor de las ovejas de Jesús, es decir, de aquellos hombres y mujeres de la iglesia donde el mismo Cristo pascual se hace presente.

Pascua y martirio (21, 18-19a). Pedro y el Discípulo amado

             Tras indicar a Pedro que cuide sus ovejas, Cristo añade: Cuando eras joven te ceñías tú e ibas donde querías…; cuando seas viejo extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará donde no quieres (Jn. 21, 18-19). El pastoreo es experiencia de amor y libertad: Pedro lo asume porque ama a Jesús y porque quiere ayudar gratuita y amorosamente a sus ovejas. Pues bien, después de confiarle esa tarea, Jesús promete a Pedro un galardón extraño. No le ofrece premio sobre el mundo. No le garantiza la gloria de los hombres. Al contrario, le promete un camino de martirio: aquel que cuida por amor a los demás ha de estar dispuesto a que le traigan, le lleven y le maten finalmente, como hicieran al pastor supremo, al Cristo.

            Estamos en el centro de la experiencia pascual del pastoreo cristiano. Jesús resucitado tiene todo el poder sobre la tierra. Pero el suyo es un poder de amor y gracia. Por eso ha confiado a Pedro la tarea de cuidar de su rebaño. No le ha dado más seguridad que el amor; no le ha ofrecido más imperios ni más triunfos que la gratuidad de su servicio. Por eso, después de haber cuidado a las ovejas de Jesús, después de regalar su vida en actitud de gracia por el reino, Pedro ha de encontrarse dispuesto a padecer martirio.

            Esta es la experiencia más honda de la pascua: ofrecer la vida con Jesús y por Jesús en actitud de entrega, para bien de las ovejas. En el fondo de la experiencia pascual (interpretada aquí como servicio) hallamos siempre un anuncio de martirio: sólo en el Calvario puede revelarse de verdad la gloria del Señor resucitado.

            Jesús le dice a Pedro sígueme, en llamada de confirmación pascual, de nuevo comienzo misionero. Pedro camina con Jesús. Ha iniciado ya la etapa definitiva: la pascua se ha vuelto ministerio pastoral, al servicio de todas las ovejas de Jesús. Pero entonces sucede algo nuevo, un gesto donde viene a culminar el evangelio:

            Volviéndose, Pedro vio que les seguía el discípulo amado de Jesús… Pedro, al verle, dijo a Jesús: ¿qué pasa con éste? Jesús le respondió: Si yo quiero que él permanezca hasta mi vuelta a tí qué; tú sígueme (Jn 21, 21-22).

             Pedro ha recibido autoridad (debe cuidar a las ovejas), pero no puede controlar al discípulo amado, no se puede convertir en una especie de vigía o dictador que determina desde arriba la marcha de los otros. Así encontramos por última vez, uno al lado del otro, a estos dos discípulos de Cristo, situados en el mismo espacio de la pascua.

– Pedro ha recibido la tarea de cuidar a las ovejas, en amor servicial, que reproduce el gesto de Jesús a lo largo de su vida. La pascua se convierte para él en pastoreo: tiempo de atención y de cuidado, para bien de las ovejas.

– Por su parte, el discípulo amado de Jesús parece hallarse libre, en medio del gran campo de la pascua, pudiendo decir con San Juan de la Cruz: ya no guardo ganado, que ya sólo en amor es mi ejercicio.

            La pascua del discípulo amado es puro amor: por encima de las leyes anteriores, más allá de los principios y exigencias que se pueden traducir en forma de estructura o ley de mando, la experiencia de Jesús se ha vuelto para él principio de amor puro.  La pascua se comprende así como experiencia de amor porque en ella ha desvelado Jesús el más alto misterio de su gratuidad y de su entrega, de su cariño redentor y de su afecto, superando todos los poderes de violencia, de odio y muerte de la tierra.

Los hombres anteriores se encontraban sometidos al miedo de la muerte que les obligaba a vivir esclavizados, buscando la manera de imponerse unos a otros. El mismo Pedro había negado y escapado en el momento de la entrega de Jesús; por eso, al comenzar de nuevo su camino ha debido asumir los fundamentos de amor que le ha ofrecido y pedido Jesucristo. Por el contrario, el discípulo amado ya no tiene miedo de la muerte: por eso se mantiene firme ante la cruz, escuchando y acogiendo las palabras del crucificado (Jn 19, 25-27).

El discípulo amado permanece para siempre, como permanece y triunfa el amor sobre la muerte. Eso es lo que indica el enigmático final de nuestra escena. Jesús ha querido que este discípulo permanezca, como signo de pascua y amor sobre la tierra. El texto no dice si muere. En el fondo no importa que muera o que no muera. Lo grande es saber que, en medio del camino de este mundo, hay un amigo de Jesús que se puede presentar como expresión de amor definitivo, como signo de la pascua.

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