El blog de X. Pikaza (Bienaventuranzas 3: Dom 13.2.22). Un desafío, un lamento, una revolución (Lc 6, 20-26) (Bienaventuranzas 3: Dom 13.2.22). Un desafío, un lamento, una revolución (Lc 6, 20-26)
Del blog de Xabier Pikaza:
Hace 45 años, bajo la dirección de B. Forcano, un grupo de amigos y colegas publicamos un número de “Misión Abierta” (1977, 1), titulado “El desafío de las bienaventuranzas”. Era difícil encontrar un grupo más significativo:Pere Codina, analista social;G. Caffarena, filósofo;A. Aparicio, biblista;J. Tamayo, teólogo social;Rufino Velasco, eclesiólogo; M. A. de Prada, director de un colectivo social sobre emigración y un servidor. Algunos (al menos Forcano, Tamayo, un servidor seguimos en la brecha).
Aquel número tuvo una inmensa acogida y sigue siendo más actual que entonces cuando aún se sentía yse vivía el impulso transformador del Vaticano II. Han venido después tiempos duros, tanto en política, como en ordenamiento social y en un tipo de gran parálisis eclesial. Sería bueno publicar de nuevo aquel número… Un profesor alemán, que estaba preparando su “habilitación” universitaria (Habilitationschrift) con una tesis sobre el tema, me dijo que era, en conjunto, el mejor trabajo que había sobre las bienaventuranzas.
| X Pikaza Ibarrondo
Me gustaría publicar mi trabajo de entonces (las páginas 28-41 de la revista); andan por ahí, pueden encontrarse con algún buscador. Pero he preferido volver al centro de nuevo libro sobre el tema, para destacar tres ideas fundamentales.
1.Las bienaventuranzas son un “desafío” de Jesús, un reto e idealrevolucionario: Una protesta contra el orden dominante, un reto, un camino radical de transformación, con un lema que puede concretarse así: Pobres del mundo, hambrientos y sufrientes y perseguidos, tomad conciencia de vuestra situación, poneos en píe, iniciad la marcha de la felicidad transformadora.
2.En esa línea se puede hablar de la “lucha” de las bienaventuranzas…, pero no en una línea de “maldición” y guerra a muerte contra los ricos, sino más bien de “lamentación” solidaria… Jesús no dice “malditos los ricos” (matemos a los ricos, satisfechos, opresores…), sino “lamentémonos” de ellos, porque en el fondo de su riqueza y opresión llevan un germen de muerte, de dolor y fracaso humano, con riesgo no sólo de destruirse a sí mismos, sino de destruir este planeta de Dios que es la tierra. Ayudémosles a encontrar la felicidad.
3.Entendidas así, las bienaventuranzas son una promesa de futuro: Los ricos, opresores y perseguidores no van a perder, han perdido ya. El mundo no va a perdurar y triunfar por los ricos, perseguidores etc.; por ellos se está destruyendo. Pero existe Dios, el Dios de los pobres, hambrientos, sufriente y perseguidos… Ése es el Dios de Jesús, el Dios de la nueva humanidad, el Dios de la “iglesia-comunidad de los pobres”. Por medio de ellos promete e inicia Jesús un camino de felicidad y futuro para los hombres.
Una vida, dos caminos: Ricos opresores, pobres oprimidos
Conforme a la teología del AT, en Israel se consideraban felices ante todo aquellos que formaban parte del buen pueblo de la alianza, cumplidores de la ley, bendecidos con un tipo de riqueza “justa”, herederos de la tierra prometida, fieles a los mandamientos de pureza israelita, separados de los pecadores e impuros. Eran felices porque adoraban a Dios en su templo, estudiaban y cumplían la buena ley, sabiéndose perdonados y guiados por un Dios superior de Jesús, a quien veían como garante de su bienaventuranza.
Se sentían felices porque eran ricos, porque eran buenos, porque pensaban ser que eran buenos y que lo merecían. Pues bien, Jesús elevó frente a ellos su gran desafío, el reto de las bienaventuranzas, la más fuerte de todas las revoluciones:
- Felices los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
- ‒ Felices los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
- ‒ Felices los que ahora lloráis, porque reiréis.
- ‒ Felices vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, pues vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso hacían vuestros padres con los profetas (Lc 6, 20‒23).
Frente a las bienaventuranzas elevó Jesús su lamento, que comienza por ay, su endecha funeraria. Lo contrario a la bienaventuranza no es la maldición (la maldición se contrapone a la bendición), sino el lamento. Jesús no maldice a nadie, no maldice a los ricos, no les combate ni condena. Hace algo mucho más profundo: Se lamenta, llora por ellos, diciendo:
- Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!
- ‒ ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre!
- ‒ ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!
- ‒ ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas (Lc 6, 24‒26)[1].
El evangelio de Lucas, ha transmitido así estas palabras en la forma y contexto original de Jesús, recogiendo su experiencia y mensaje central de encuentro con las personas a las que se dirige, en segunda persona, con un tú o un vosotros, en gesto y llamada de felicidad o de lamento. Por medio de ellas expresa Jesús su primera y más honda reacción ante las personas, a quienes se dirige llamándoles felices en su pobreza, en su hambre y desdicha o haciéndoles objeto de su “lamento”; no les condena, se duele por ellas, conforme a una experiencia y práctica que está bien documentada en el libro y género literario de las lamentaciones. De esa manera, la gran alegría de las “felicitaciones” va unida al lamento Jesús que llora, como el Dios de las Lamentaciones del Antiguo Testamento[2].
Tres felicidades, tres caminos de vida: Pobreza, hambre y llanto
Jesús descubre la felicidad de Dios en los pobres y así la proclama con su vida, ofreciendo hartura a los hambrientos y consuelo a los que llora, iniciando con ellos un camino de transformación radical de su existencia, no sólo en un plano intimista, sino en un plano de toda la persona. No les llama felices por algo que posean (¡para que queden así!), sino para que cambien, porque Dios se encuentra (se revela) en ellos, porque ha venido (está viniendo ya) y porque su venida transforma de un modo radical su forma de vida.
Dios introduce y realiza su Reino a través de los pobres‒hambrientos y de los que lloran; y de tal manera cambia su forma de ser que ellos, los desposeídos se descubren herederos, beneficiarios, del Reino de Dios no sólo en esperanza, sino desde ese mismo momento. Estas palabras de felicidad trazan así un principio y camino de dicha, mostrando que el don y tarea más honda de la vida es ser felices, descubriendo y consiguiendo su más honda verdad y riqueza. Esa verdad de la vida no está en tener, en hartarse de cosas, en buscar placeres, sino en vivir buscando, cultivando y gozando la felicidad.
De manera paradójica y sobrecogedora, estas bienaventuranzas invierten los valores normales de un mundo en el que los hombres y mujeres quiere triunfar y disfrutar por la riqueza, la saciedad y las satisfacciones de tipo posesivo, haciendo que los pobres y hambrientos descubran y disfruten la realidad desde el otro lado de la vida, de forma que Jesús les acaba diciendo “felices seréis cuando los hombres os odien, os separen e injurien…” porque ha descubierto que hay hombre y mujeres que buscan sólo su dinero, su comida y posesiones y por eso envidian y persiguen a los otros, siendo de esa forma radicalmente infelices[3].
Estas bienaventuranzas nos sitúan ante la enseñanza originaria de Jesús, que no puede entenderse de forma aislada, como si los pobres (que tienen hambre y lloran) estuvieran separados de los ricos, que se sacian a sí mismos, como si hubiera compartimentos estancos para unos y otros, como si la riqueza de unos fuera separable del hambre y del llanto de otros y al contrario. Por la lógica misma de la historia descubrimos que la pobreza de unos depende (deriva) de la riqueza de los otros, y lo mismo a la inversa.
No es una felicidad espiritualista, sino encarnada en el conflicto y persecución de la historia.
Ciertamente, en un sentido se podría hablar de una felicidad interior (superior) desvinculada de la riqueza exterior de unos y de la pobreza de otros, como indicaría la tradición religiosa de la India (con Krisna y Buda). Pero en la línea del Antiguo Testamento (libro de Job), y conforme a su experiencia social y personal (como artesano pobre en una tierra de injusticia y pobreza), Jesús ha descubierto y formulado de un modo insuperable la relación que existe entre la bienaventuranza de unos y los infelicidad (ayes) de otros. Algunos han pensado que esta la división de los hombres en ricos y pobres, saciados y hambrientos, disfrutadores y sufrientes resulta simplista, pero Jesús ha visto que la suerte de unos y de otros se encuentra vinculada:
‒ Felices los pobres, porque vuestro es el reino de Dios… Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!Esta primera “felicitación” es la más general, tanto por el sujeto (pobres: todos los oprimidos, tristes y/o enfermos del mundo) como por el predicado (el reino, el mundo nuevo). Al decir “felices vosotros, los pobres”, Jesús hace una elección y muestra (confirma) que los privilegiados de Dios son precisamente los expulsados y oprimidos de la tierra; comenzando a partir de los pobres, Jesús abre un camino de vida no sólo para ellos (¡que han de empezar a ser felices en su pobreza!), sino incluso para los ricos que han de cambiar su vida desde el servicio a los pobres.
Eso significa que los pobres son felices por serlo, porque en ellos se expresa y comienza a desplegarse el camino de Dios que es el Reino. Por el contrario, los ricos son infelices por serlo, porque han encontrado (recibido) aquello que buscaban, una dicha o felicidad hecha de cosas, (posesiones) que les atan, les poseen, impidiendo, al mismo tiempo, que los pobres puedan compartir los bienes de la tierra. En ese sentido, como he dicho, la bienaventuranza de los pobres resulta inseparable de la “lamentación sobre los ricos”; Jesús no les maldice, sino que se lamenta de ellos; no les condena al infierno, a través de alguna especie de sentencia airada, sino que muestra su gran tristeza por ellos.
Esta bienaventuranza y esta lamentación nos sitúan ante la paradoja del Dios que no actúa como prepotente, que no se impone desde fuera con superioridad, como un rey sobre su tropa, sino que va “creciendo”, esto es, desplegándose en amor y libertad desde lo más bajo, en solidaridad creadora, sanadora, al servicio de los expulsados y los pobres. Por eso, Jesús tiene que lamentarse y dolerse ante un tipo de ricos, porque corren el riesgo de perderse en su riqueza, destruyendo además a los pobres, mientras éstos, los pobres, pueden abrir un camino de vida para los mismos ricos.
En esa línea, leídas desde el conjunto de la vida y mensaje Jesús, estas bienaventuranzas de los pobres (los que tienen hambre y lloran), con la lamentación sobre los ricos, constituyen el centro y clave de su enseñanza y tarea mesiánica, centrada en el descubrimiento del valor más hondo de la vida, desde la misma pobreza y sufrimiento de los más pequeños. Jesús ha visto, con toda claridad, que los ricos corren el riesgo de perderse en su riqueza (y por su forma de oprimir a los pobres). Los pobres en cambio (hambrientos, oprimidos) puede descubrir y cultivar el sentido (la grandeza) de su vida como don y comunión de amor, en una sociedad injusta (como era Galilea en tiempos de Jesús), en un mundo de riquezas que pueden convertir a los hombres en “seres rapaces” y egoístas, que divinizan su propio dinero.
‒ Felices los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados… Felices los que ahora lloráis, porque reiréis. Pero ay de vosotros los que estáis saciados, los que ahora reís… La felicitación y el lamento anterior se divide ahora en dos partes: Por un lado están los hambrientos (pobreza alimenticia, de tipo más económico) y por otros los que lloran (pobreza más radical, de impotencia y quiebra humana).
Lógicamente frente a esas dos felicitaciones, Jesús eleva dos lamentos: Uno por los saciados (los satisfechos de sí mismos, seguros en sus bienes) y los que ríen, es decir, los que atesoran un tipo de felicidad de tipo posesivo, de cosas y satisfacciones inmediatas, sin descubrir ni tener en cuenta los valores más hondos, ni preocuparse por las necesidades de los otros, los que tienen hambre, los que lloran.
Estas son las dos concreciones fundamentales de una riqueza opresora, que se expresa en un tipo forma de saciedad opresora (mantenerse sobre el hambre de otros) y de risa injusta (gozar del llanto de otros). Jesús muestra así el riesgo de una saciedad que destruye a quien la tiene (le hace insensible al hambre de los pobres) y de una risa que deshumaniza a quien a quien la disfruta, pues lo hace a costa del sufrimiento de los enfermos y pobres. Estos motivos nos sitúan ante la paradoja del Dios del evangelio, que es hartura para todos, empezando por los hambrientos, y que es felicidad también para todos, empezando por que lloran y sufren. De esta forma se dividen los hombres[4].
Cuarta felicidad: Dichosos cuando os persigan
Como he dicho, las “felicitaciones” y los “ayes” (lamentaciones) no se cierran en compartimentos estancos, sino que se vinculan en el campo concreto del conflicto humano, formando así la paradoja central del evangelio. Esa oposición se concreta en forma de guerra entre ricos y pobres, que no es lucha entre iguales, sino opresión de unos sobre otros. Pues bien, paradójicamente, conforme a la lógica anterior de su discurso, Jesús llama bienaventurados a los perdedores y se lamenta de los vencedores:Felices vosotros cuando os odien y os excluyan por el Hijo del Hombre… Ay de vosotros cuando todos os alaben y hablen bien de vosotros (Lc 6, 22. 26).
En un primer momento, este pasaje proclama la felicidad concreta de los creyentes de Jesús, perseguidos a causa del Hijo del Hombre, esto es, por su mensaje y forma de vida, y eleva su lamentación contra aquellos que triunfan y son alabados por ello, conforme a una “lógica” de felicidad elevada sobre la opresión y el dolor de otros. Pero, al situarse en el contexto general de las bienaventuranzas, donde el tema no es la iglesia en cuanto tal, sino la oposición entre ricos y pobres, saciados y hambrientos, esta “felicitación” ha de entenderse en sentido universal, aplicándola a todos los perseguidos de la tierra.
Allí donde la vida se entiende como lucha sólo pueden ser bienaventurados (felices) los pobres, es decir, perdedores (hambrientos y oprimidos), mientras que los vencedores, por hecho de serlo, aparecen de un modo directo como opresores, de forma que el Cristo se lamenta por ellos. En esa línea, la victoria constituye una derrota (una opresión), que no se entiende sólo en sentido religioso, sino integral, humano. Todos aquellos que vencen y ratifican su victoria imponiéndose así sobre los otros aparecen como perseguidores. Según eso, toda victoria en el mundo es una derrota opresora, que empieza expresándose en un plano económico.
En este mundo, toda riqueza material es opresora
Sin decirlo quizá expresamente (y queriendo a veces ocultarlo), los que buscan su felicidad en la riqueza excluyen, oprimen y/o marginan (es decir, persiguen) a los pobres. Desde ese fondo (en este contexto dialéctico de oposición) no se puede hablar de “ricos buenos”, que podrían seguir buscando con plena tranquilidad su riqueza, pues ella hace que existan pobres a su lado. En esa línea, rico que se cierra en sí y no comparte su vida y camino con aquellos que pasan hambre y sufren a su lado es de hecho un perseguidor, conforme al modelo del canto de María (Lc 1, 46‒55), ya evocado en el capítulo anterior, y del juicio de Mt 25, 31‒46, del que tratará el capítulo siguiente.
Jesús no contrapone la felicidad de los pobres (en Lc 6, 20‒26) a la maldición directa de los ricos, en una línea de enfrentamiento antitético entre extremos semejantes, con salvación de unos y condena de otros. Al contrario, el texto habla más bien de felicidad de unos (pobres, hambrientos, perseguidos) y de lamentación sobre otros. El Dios de la felicidad de los pobres se lamenta y sufre por la dicha falsa de los ricos y saciados, esto es, de aquellos que abandonan su camino de amor, destruyéndose a sí mismos, mientras los pobres pasan hambre.
Este Dios de lamentación no grita no condena a los ricos gritando “apartaos de mí malditos al fuego eterno” (como hará Mt 25,41, en otro contexto), ni les llama malaventurados, sino que se duele por ellos diciendo: ¡ay de vosotros, que estáis ahora saciados…! (Lc 6, 24-25). Entendida así, esta lamentación por los ricos‒saciados‒autosatisfechos‒perseguidores constituye un elemento esencial del mensaje de Jesús: no se puede llamar felices a los pobres sin decir, al mismo tiempo ay de vosotros, ricos[5].
Las felicitaciones de Jesús muestran que todo lo que existe es gracia, regalo de vida en libertad, desde la pobreza hecha signo de amor de Dios no apresa ni retiene nada de un modo egoísta, no se reserva cosa alguna, sino que entrega todo, se da a sí mismo por (para) los hombres, en un gesto de absoluta generosidad, abierta en esperanza a la paz de Dios, que es la vida de los hombres (cf. Flp 2, 6‒11; Rom 8, 32).
El Dios de la felicidad
El Dios de esta felicidad no vigila, ni está espiando el posible pecado de los hombres para castigarles, sino que se duele porque ellos, negándole a él (que es gratuidad), se nieguen y corran el riesgo de destruirse a sí mismos. Dios no juega a la ley, no resuelve ni despliega la vida a la fuerza. Por eso, siendo Todo el más pobre de todos (1 Cor 15, 28), el que pasa mayor riesgo, pues no guarda nada para sí, ningún tipo de caudal (como Mammón), sino que lo regalo todo, de manea que, al decir “bienaventurados los pobres”, se está “retratando” a sí mismo, como el Pobre por excelencia, aquel que pudiendo tener todo no se queda con nada (cf. 2 Cor 8, 9; Flp 2,6‒11), siendo así bienaventurado, como fundamento y sentido de todo lo que existe. Desde ese fondo pueden precisarse ya las notas de la felicidad de Dios.
‒ Las palabras de felicitación de Lc 6, 20‒22 proclaman la presencia del Dios que es gracia, riqueza, alimento y gozo de los hombres caminantes, a quienes muestran que ha llegado el Reino de la “salvación” de Dios. Este Dios de la felicidad no empieza exigiendo a los hombres que cambien, para así hacerles felices, sino que les ofrece su felicidad para que vean y entiendan y sean felices desde su pobreza. Desde ese fondo se entienden otras palabras ya citadas de Jesús: “¡Felices vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen!” (Lc 10, 23‒24; Mt 13, 16-17). Sólo porque Dios les ama, y porque les abre los ojos a fin de que vean y conozcan (en la línea ya evocada de Mt 11, 2‒4), Jesús puede decirles ¡felices vosotros, los pobres…!, no porque son pobres, sino porque pueden ver de un modo nuevo, contemplando y gozando la dicha de Dios.
‒ Estas palabras de felicidad son performativas pues realiza lo que dicen. No son una enseñanza sobre algo que siempre sucede, sino “actúan” diciendo: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios… y a los pobres se les anuncia la buena noticia” (Mt 11, 2-2; cf. Lc 7, 18‒23;). No son sentencia para el fin del tiempo, ni expresión invisible de un reino espiritual, sino palabra creadora en la vida concreta de los hombres. Cuando dice a los ¡felices vosotros!, Jesús les está haciendo partícipes del reino, que es riqueza compartida, gozo de vivir en gratuidad, desde la pequeñez y sufrimiento de la vida, haciéndoles capaces de “ver” y conocer, de tal forma que ellos (los pobres) se descubran insertos en la suerte y camino de Dios, que sufre en el mundo, en dolores de parto, hasta la manifestación definitiva de la filiación, por la que ellos, los pobres, comparten la misma vida de Dios, como hijos suyos, carne de su carne (cf. Rom 8, 23). De esa forma, siendo pobres (en su misma pobreza), ellos pueden ser y son felices.
‒‒ Estas palabras de felicidad no pueden imponerse: ellas pueden ser negarlas, y así aparecen vinculadas con los ayes o lamentos del Dios que ama de tal modo a los hombres que se lamenta y sufre por aquellos que se pierden (pueden perderse), rechazando la gracia de la luz (conocimiento de amor), que él les ofrece. En esa línea, ellas son “performativas” (realizan lo que dicen), pero sin imposición, y así “permiten” que los hombres nieguen a Dios (y se nieguen a sí mismos), al optar por su seguridad egoísta, corriendo así el riesgo de perderse. De un modo consecuente, Dios no impone (no puede imponer) su “salvación” sobre los ricos, pues si lo hiciera no sería Dios, ni la salvación sería felicidad, sino malaventuranza universal. Unidas de esa forma a los ayes, las bienaventuranzas trazan un camino de revelación (plenitud) de Dios, desde la “pobreza” (que es gratuidad y renuncia a toda imposición, por parte de Dios y de los hombres)[6].
NOTAS
[1] Las felicidades/bienaventuranzas de Jesús forman parte del sermón fundacional, que Lucas presenta como “sermon de la llanura” y Mateo como “sermón” de la montaña. Para una introducción general, cf. M. Dibelius, Die Bergpredigt, en Id., Botschaft und Geschichte I, Mohr, Tübingen 1953, 79-174; J. Dupont, Béatitudes I-III, Gabalda, Paris 1969/1973; El mensaje de las bienaventuranzas, Estella 1988; G. Eichholz, Auslegung der Bergpredigt, Neukirchener, Neukirchen 1984; J. Jeremias, El sermon de la montaña, en Abba. El mensaje central del NT, Sígueme, Salamanca 2005, 237-258; J. Lambrecht, Ich aber sage euch. Die Bergpredigt als programmatische Rede Jesu (Mt 5–7; Lk 6, 20-49), KBW, Stuttgart 1984; S. A. Panimolle, Il discorso della montagna, Paoline, Cinisello Balsamo 1986; G. Strecker, Die Bergpredigt. Ein exegetischer Kommentar, Vandemhoeck, Göttingen 1984; H. T. Wrege, Die Überlieferungsgeschichte der Bergpredigt, WUNT 9, Tübingen 1968. Sobre las “felicidades“ en Lucas, conforme al Documento Q, cf. Th. Hieke, Q 6:20–21 The Beatitudes for the Poor, Hungry, and Mourning,Documenta Q., Peeters, Leuven 2001. Sigue siendo básica la obra de J. Dupont, Les Béatitudes I‒III, Gabalda, Paris 1969/1973. Cf. también F. Bovon, El evangelio según san Lucas. I-II Sígueme, Salamanca 1995 y 2002; R. Dillmann y M. C. Mora Paz, Comentario al Evangelio de Lucas, Verbo Divino, Estella 2004; I. Gómez‒Acebo, Lucas, GLNT, Verbo Divino, Estella 2008; J. Rius Camps, El éxodo del hombre libre. Catequesis sobre el evangelio de Lucas, El Almendro, Córdoba 1991.
[2] Sobre el género de las “lamentaciones” en el Antiguo Testamento y en el judaísmo, cf. V. Morla, Lamentaciones, Verbo Divino, Estella 2004.
[3] Para indicar, a modo de ejemplo, la novedad de bienaventuranzas puede recordarse la más conocida bienaventuranza (dicha) del “hidalgo” propuesta (en una línea de AT y de cultura greco/latina), por José M. Gabriel y Galán (1870‒1905), poeta salmantino, afincado en la Alta Extremadura, en un poema titulado El Ama, que comienza así: «Yo aprendí en el hogar en qué se funda la dicha más perfecta, y para hacerla mía quise yo ser como mi padre era /y busqué una mujer como mi madre entre las hijas de mi hidalga tierra. / Y fui como mi padre, y fue mi esposa viviente imagen de la madre muerta…». Cr. https://www.poesi.as/Jose_Maria_Gabriel_y_Galan.htm).
Ésta es la dicha/bienaventuranza de un varón patriarca que se casa con una mujer como su madre, en armonía de hogar que debería repetirse por generaciones y generaciones (en la línea de Gen 2, 24). (a) Es la dicha/bienaventuranza de un propietario de casa abundante, con criadas y criados, agricultores y pastores (caberos, ovejeros, vaqueros…). Es la dicha/riqueza de un terrateniente, que gobierna de un modo “paternal” (con la ayuda de su esposa buena) la hacienda familiar (como Job antes de ser “tocado” por la mano siniestra de la desventura). (b) Esta es la dicha de un patriarca, con familia extensa y tierras de labranza y de riqueza, en armonía de la naturaleza, con tierras de labor, con mieses y hortalizas, con dehesas de animales…; ésta es la bienaventuranza de las estaciones del año que se van sucediendo, con las fuertes labores de la siembra, la cosecha, y los rebaños… (c) Es la dicha de una mujer tomada “de entre las hijas de la hidalga tierra”, mujer rica (hija de algo), propietaria de tierras que gobierna su marido. De esa forma, el poeta castellano/extremeño, Gabriel y Galán, nos situaba ante la bienaventuranza de los “hidalgos” (ricos) de la tradición clásica. Pero, pasando a Jesús descubrimos que sus bienaventurados (con la dicha más perfecta) no son la de los ricos varones hidalgos (o casados con hidalgas, como Gabriel y Galán), sino más bien los pobres sin casa, ni hidalguía material (quizá ni familia), que viven en el límite del hambre, pordioseros (ptôjoi), mendigos, sin familia, sufrientes de campos y caminos, mendigos de la vida, sin más riqueza que su necesidad y sufrimiento.
[4] Por un lado, están los pobres (hambrientos, sufrientes…), privilegiados de Dios, santos del cielo en la tierra, porque pueden descubrir la vida como don de gracia y esperanza de futuro, desde la pobreza y el hambre, en un camino que ha de abrirse generosamente a todos. Sólo desde ellos (hambrientos, sufrientes…) se puede iniciar un camino de reino. Por otro lado están los ricos (saciados), que viven y rían a costa de los otros). Ellos no pueden aspirar al Reino, pues se han convertido en reino para sí mismos. Jesús no les condena con ira, no les manda a ningún tipo de infierno impuesto desde fuera; pero se lamenta y duele de ellos, porque no encuentran ni quieren tomar el camino de la vida. Éste es un motivo que desarrollará de un modo especial Mt 5, 3‒12, como indicaré en el capítulo siguiente.
[5] Quien siendo rico no comparte su riqueza con los pobres, hambrientos, sufrientes queda en manos de su “des‒dicha” de muerte (no de la “ira” de Dios, a no ser en el sentido radical que ha dado a esa palabra Rom 1‒3). Esta distinción entre felicitación de unos y el lamento por otros constituye, a mi juicio, la clave del mensaje de Jesús, tal como he puesto de relieve en Comentario de Mateo, Verbo Divino, Estella 2017. Para una visión inicial del tema desde la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia, cf. G. Groody, Globalización, espiritualidad y justicia: Navegando por la ruta de la paz, Verbo Divino, Estella 2009. El evangelio supera la oposición antitética entre salvación y condena, bendición y maldición. No hay en Dios condena. sino “lamentación” por los ricos‒opresores‒perseguidores que se pierden a sí mismos, como he puesto de relieve en Entrañable Dios. Las obras de misericordia (con J. A. Pagola), Verbo Divino, Estella 2016.
[6] El Dios Creador se manifiesta en la vida humana como gracia y fuente de felicidad. Si Dios hiciera con nosotros un negocio para su provecho (si nos hubiera creado para sacar ganancias), también nosotros podríamos hacer negocios con él. Pero no es negocio sino gracia, no es Capital‒Mammón y Mercado, sino generosidad de amor, y así pide (nos ruega) que seamos como él un manantial de gracia.
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