Caná: el primer signo.
Jn 2, 1-12
«Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él»
Cuando se escribe el evangelio de Juan —a finales del siglo primero— hace ya mucho tiempo que los sinópticos están circulando por las comunidades cristianas, lo que significa que los hechos y dichos de Jesús son ya sobradamente conocidos por los fieles. Quizá por esta razón, el cuarto evangelio se plantea como un gran tratado teológico y su estilo es tan distinto del resto de evangelios.
Juan —su comunidad— organiza el evangelio en torno a siete hechos milagrosos sobre los que desarrolla siete mensajes —signos—, con tal carga teológica, que resulta imposible reconstruir lo que realmente sucedió. Además, no tiene ningún empacho en poner sus palabras (las palabras de Juan) en boca de Jesús, lo que significa que los textos que leemos no se corresponden con dichos de Jesús, sino con la elaboración teológica realizada en el seno de sus comunidades.
A veces Juan nos exaspera con su empeño de presentar un Jesús mucho más cercano a una deidad disfrazada, que al hombre verdadero que fascinaba a la gente con sus hechos y sus dichos (no en vano, algunos especialistas descubren en su evangelio no poco elementos gnósticos), pero eso no quita para que los signos que narra nos sigan pareciendo esenciales para una correcta interpretación del mensaje evangélico.
Y este primer signo que nos ofrece es muy sencillo: Jesús es invitado a una boda, se acaba el vino y hace el milagro de convertir el agua ritual en vino de la mejor calidad. Aunque aparentemente es un signo trivial, encierra una trascendencia notable y no es casual que Juan lo sitúe justamente al comienzo de su evangelio.
Y es que nos quiere trasmitir desde el principio la novedad de Jesús, la plenitud que representa. Y lo hace enviándonos un mensaje de fiesta, de abundancia, de felicidad. El Reino no tiene nada que ver con ganarse el cielo a base de renuncias y sacrificios; el Reino es cosecha, es abundancia, es perla preciosa, es tesoro escondido en el campo, es la alegría de quien los encuentra y no duda en venderlo todo por conseguirlo.
Pero hay más, porque se trata un signo sorprendente, casi paradójico, en cuyo texto se dice que «Dios manifestó su gloria»… alegrándoles el día a un puñado de aldeanos que celebraban una boda de pueblo.
El pueblo de Israel — y nosotros exactamente lo mismo— creía manifestar la gloria de Dios construyéndole Templos soberbios, utilizando ornamentos suntuosos, ofreciéndole sacrificios y liturgias solemnes, acatando escrupulosamente la Ley… y Juan les dice —nos dice— que cuando mejor manifestamos la gloria de Dios es cuando somos felices. Como decía Ruiz de Galarreta: «La gloria de Dios es siempre la felicidad de sus hijos».
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo en su momento, pinche aquí
Fuente Fe Adulta
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