“¿Te confiesas? “, por Carlos Osma
Uno de los significados de la palabra confesar según la RAE es: «Expresar voluntariamente los actos, ideas o sentimientos». Siguiendo esta acepción, podríamos decir que la confesión ha sido una de las herramientas más importantes que hemos tenido las personas LGTBIQ para transformar nuestros entornos. Explicar con experiencias vividas el daño que nos ha producido la LGTBIQfobia ha cambiado más nuestro mundo que cualquier reflexión teórica de académicos y académicas queer. Y no estoy infravalorando estas reflexiones, todo lo contrario, porque nos han proporcionado un marco teórico para comprendernos; lo que pretendo decir es que sin confesión, estaríamos todavía en el mismo pozo donde nos lanzó la LGTBIQfobia.
Puede haber salida del armario sin confesión, puedo gritarle a todo mi mundo que soy marica, pero no explicarles lo que esa palabra puesta en su boca ha significado para mí. Puedo decirle a mi familia que soy bollera como si les estuviera diciendo que he decidido hacerme vegetariana. Puedo pedirle a mi hermano que me llame Rosa en vez de Juan, como cuando le pido que no me llame Juanito porque tengo treinta años y ya no soy un niño. Es cierto que esto no suele ser así, y salvo excepciones, hemos confesado claramente que hemos sufrido, y que hemos necesitado tiempo para armarnos de valor para poder hacer dicha confesión. Sin embargo, percibo cada vez más que, en aras de construir una imagen política de la persona LGTBIQ positiva, se quiere pasar por alto su confesión.
En muchas comunidades cristianas, o en grupos de apoyo, hay espacio para dar testimonio, es decir para confesar experiencias vividas al resto de la comunidad. Eso mismo hemos hecho las personas LGTBIQ, comprobado tanto los beneficios personales como los sociales. A nosotras, a nivel personal, nos ha ayudado el poder hablar, el poder confesar cosas que teníamos calladas y nos quemaban por dentro. También escuchar, porque las experiencias de otras nos han armado de valor para dar pasos de liberación. La confesión empodera, personal y comunitariamente, de eso no hay duda. Pero la confesión ha cambiado además la percepción de personas fuera de nuestro colectivo que se han dado cuenta de las consecuencias que tienen sus prejuicios y comportamientos en la vida de las personas LGTBIQ. Evidentemente no de todas, el camino es todavía largo, y es difícil cambiar solo con testimonio a personas e instituciones sin corazón. Para quienes lo importante es la norma y la ley, el testimonio es prácticamente inútil, y únicamente pueden ser cambiados con educación, normas y leyes.
Otro de los significados de la palabra confesar según la RAE es «Declarar los pecados que se han cometido». Lo de pecados suena religioso, podría substituirse por injusticias, por ejemplo, para que todo el mundo lo entienda. Y es esta acepción de confesar en la que creo que todavía hay mucho camino por recorrer cuando hablamos de LGTBIQfobia. Y lo digo porque he leído muchas experiencias, he visto diversas películas, he asistido a un sinfín de conferencias y mesas redondas donde personas LGTBIQ confiesan lo que han vivido, donde relatan el valor y las estrategias que han tenido que desarrollar para sobrevivir, para poder casarse, para vestirse como ellas consideran, para poder operarse, ser miembro de una iglesia, tener hijos, para cobrar una herencia, para trabajar, etc. Pero en muy pocas ocasiones, las puedo contar con los dedos de la mano, he leído o escuchado la confesión de las personas que ejercieron sobre nosotras su LGTBIQfobia. No sé, algunas veces parece que nos lo hemos intentado todo, que la LGTBIQfobia era un aire que solo respirábamos nosotras. O un látigo con el que nos encanta flagelarnos.
Creo que nos faltan artículos de personas que confiesen la transfobia que ejercieron sobre su hijo, las consecuencias que eso le supuso, y que pidan perdón por ello. Faltan sermones de hermanos que confiesen como su homofobia destruyó su familia, y pidan disculpas por ello. Faltan experiencias de profesoras que confiesen como ejercían bifobia sobre alumnas y alumnos, y entonen el mea culpa. Faltan declaraciones de iglesias que confiesen las prácticas LGTBIQfóbicas con las que hicieron daño a tantas personas, y les pidan perdón. Faltan mesas redondas de amigos, tías, primos, compañeras de trabajo, hijos, abuelas, pastores, doctoras, ancianos, teólogas, obispos, etc., en las que confiesen las estrategias que utilizaron contra las personas LGTBIQ, muestren su arrepentimiento, y pidan perdón.
Personalmente, no pongo el énfasis en la demanda de perdón, sino en la confesión. Pero aquí hay un matiz que hemos aprendido todas en nuestra infancia: cuando la ofensa es pública, la demanda de perdón debería también serlo. Creo que la confesión puede suponer una liberación personal y comunitaria, pero lo que es más importante, puede ayudar a que otras personas e instituciones tomen conciencia de su LGTBIQfobia. La confesión, como he dicho antes, no nos cambia solo a nosotras, también tiene un impacto en nuestro entorno. Todas tenemos responsabilidad en su erradicación, quienes la hemos padecido y quienes la hemos ejercido (no pocas veces se ha estado en los dos lados). Están perfectas las reflexiones teóricas de tantas y tantos aliados, pero sin confesión, suenan a veces huecas. Por eso, a partir de ahora, he decidido que cada vez que alguien me pregunte como me afectó la LGTBIQfobia, le pediré que confiese su experiencia ejerciéndola. No para culpabilizarlo, sino porque la liberación debe darse en ambos lados. Incluso lo voy a hacer sin que me pregunten nada, porque nos faltan esas confesiones, porque les hace falta también a ellas y ellos confesarse. Así que aprovecho mis dos últimas palabras para preguntarte: ¿Te confiesas?
Carlos Osma
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