La persecución franquista contra las personas trans.
La noche ya había caído en Alacant (Alicante). Así, en plena oscuridad, empezó todo. Primero aparecieron muchos policías. Luego llegaron los gritos, las carreras… y la homofobia institucional de una dictadura franquista que creía que las personas homosexuales eran tan delincuentes como enfermas, y que las transexuales no eran más que la manifestación de una “homosexualidad extrema” a la que había que “convertir” con cárcel, marginación y “reeducación”.
El 30 de abril de 1968 en Alacant tuvo lugar una de las tantísimas redadas que el régimen lanzaba contra la “gente de conducta inmoral” y de “mal vivir”, tipología que valía tanto para “homosexuales, prostitutas y atracadores de menor cuantía”. Según contó la agencia Logos, propiedad de Editorial Católica, aquella noche hubo, en total, 39 detenidos.
“El régimen no tenía asumido el concepto de transexualidad, sino que considera a las mujeres trans como homosexuales extremos”, señala a Público Víctor M. Ramírez, investigador de temas relacionados con la memoria LGTBI. “De ser condenadas por escándalo público o posteriormente por peligrosidad social, iban a un centro penitenciario masculino. Si tenían el pelo largo se les cortaba y se les vestía como hombres”, añade este experto.
El olvido rima con el silencio. De eso sabe bastante Guillermo Portilla Contreras, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Jaén y autor de una detallada investigación sobre “derecho penal franquista y represión de la homosexualidad como estado peligroso” que publicó el Ministerio de Justicia en 2019.
Según destaca Portilla, la imposibilidad legal de acceder a archivos oficiales hasta después de pasados 50 años contribuye, precisamente, a ese silencio. “Son muchos los límites que tenemos para poder investigar lo que pasó. Por un lado, están los límites temporales; por otro, tenemos la Ley de Secretos Oficiales de la dictadura que aún sigue vigente”, explicó.
La clave de lo que plantea Portilla está en la Ley de Peligrosidad Social que el franquismo instauró en enero de 1970 en sustitución de la Ley de Vagos y Maleantes. La nueva norma establecía concretamente la creación de centros de “reeducación” para “homosexuales, prostitutas y menores“.
Esa misma ley definía a las personas homosexuales como “peligrosos sociales”, revistiendo así la represión homófoba de un supuesto barniz “legal”. De hecho, la mecánica represiva tenía varios componentes dirigidos a castigar, aislar e incluso, “curar”, como si se tratase de una enfermedad. “La curación era a través de electrodos y supuestos tratamientos psiquiátricos”, detalla Portilla.
De hecho, este investigador logró demostrar que hubo jueces como Antonio Sabater Tomás que “sustituían las medidas de internamiento en una cárcel por el ingreso en institutos frenopáticos de Barcelona”. En cartas escritas por los responsables de dichos institutos, “se reconocía que estaban aplicando terapias aversivas, y además se vanagloriaban de que la mayoría de los homosexuales se convertían en heterosexuales gracias a esos métodos”.
El sistema de castigo tenía varias patas. Por un lado, la consideración de “peligrosos sociales” permitía que las personas homosexuales –y también las transexuales– recibiesen condenas “con una sanción privativa de libertad de uno a cinco años que se cumplía en campos de concentración como los de Miranda de Ebro y Nanclares de Oca, en colonias agrícolas como la que existía en Fuerteventura y en prisiones comunes”.
En estos casos, recuperar la libertad no significaba, ni de cerca, ser auténticamente libres. “Una vez que cumplían la privación de libertad se les desterraba durante unos dos años de la ciudad en la que vivían”, relata Portilla, quien destaca que el final del destierro tampoco implicaría el cese del castigo y la humillación.
Cuando volvían a sus respectivas localidades se les aplicaba la libertad vigilada, de tal forma que la persona era perseguida por dos delegados de la dictadura “allá donde iba”, sobre todo cuando trataba de conseguir un empleo. “Por ejemplo, si buscaba trabajo en un comercio, los delegados se encargaban de decirle al comerciante que se trataba de un pederasta, término que utilizaban para denominar a los homosexuales”, señala el investigador.
La condena se volvía entonces eterna y abarcaba todos los aspectos posibles. “Había una confluencia de la medicina, la psiquiatría, el derecho penal y la Iglesia franquista”, continúa Portilla, quien a continuación establece cada uno de esos nexos. “La medicina –subraya– les veía como enfermos, la psiquiatría como una perversión, el derecho penal como un estado peligroso y la Iglesia como un pecado”.
A nivel de los tribunales, la persecución recaía en unos jueces franquistas que luego, con Franco muerto y España en transición democrática, continuaron impartiendo justicia. “Hasta que no murieron, esos jueces siguieron dictando sentencias”, resume Portilla.
Uno de los magistrados del Tribunal Supremo que persiguió a personas homosexuales y transexuales fue Federico Castejón, quien mostraba en sus sentencias una rabia incontenida. Tal como pudo recopilar el profesor de la Universidad de Jaén durante su investigación, ese mismo juez escribió de puño y letra un anteproyecto falangista de Código Penal “donde se prohibía el matrimonio entre un español y una persona de raza inferior”.
El juez Luis Vivas Marzal fue otro de los jueces homófobos con los que contó el régimen, y también la incipiente democracia. Según determinó Portilla, “este señor decía que la homosexualidad era un delito y un pecado contra el espíritu santo. Siguió condenando a homosexuales hasta 1980, incluso cuando la Ley de Peligrosidad ya había desaparecido”. El odio, en cambio, continuaba.
Fuente Público
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