Los creyentes están muy preocupados por los escándalos de la Iglesia que aparecen en los Medios.
La secularización, el laicismo y la autonomía del hombre sobre la sociedad teocrática ha relegado el poder de la Iglesia. Oigo decir que incluso ha crecido, pese a las libertades democráticas, el “odio a la Iglesia”, el revanchismo contra su influencia desmesurada, e incluso que las fuerzas del mal se la están cargando.
Pero, ¿ha cambiado para mal? ¿Era mejor cuando los curas y la jerarquía eran inviolables? ¿Qué sus lacras permanecieran ocultas, que la verdad de sus perversiones se quedaran en cuchicheos de sacristía?
La agresividad actual de algunos medios laicos se ha producido después de siglos de corrupción de una gran parte de la institución eclesial, secretismo, orgullo, dominación sobre las conciencias, falta de libertad de expresión, investigación y opinión en su seno y lacras que ahora se airean sin tapujos
No queremos una Iglesia impecable y triunfalista. El reconocimiento de la debilidad y la humildad, que es nuestra verdad, más que al escándalo nos debería acercar a Jesús que el vernos perfectos, porque “nadie es perfecto, sino solo Dios”.
Hay que evitar la tentación de abominar contra la Iglesia incluso institucional, que es lo que pretenden los que utilizan sus pecados para aniquilarla, sino quererla más para mejorarla desde dentro, defendiéndola en lo que es injusto y proclamando sobre las azoteas su lado carismático y sus virtudes, que existen, y hoy apenas se resaltan.
| Pedro Miguel Lamet
Observo que la gente, sobre todo los católicos practicantes, andan muy preocupados con la imagen que actualmente tiene la Iglesia en los medios de comunicación. Primero porque aparece escasamente en los medios laicos, y cuando lo hace es mayoritariamente para publicar los escándalos relacionados con la sexualidad. Por ejemplo, la denuncia de la pederastia o los recientes casos de abandonos incluso episcopales a causa del descubrimiento de relaciones con alguna mujer. Curiosamente estos son los que más se destacan.
Recuerdo, en mi larga trayectoria de periodista, los tiempos, sobre todo en el posconcilio, en que los periódicos dedicaban páginas enteras a la vida eclesial, donde además de las noticias de nombramientos, el Vaticano o la vida de las diócesis, se incluían entrevistas con teólogos, el libro religioso, el heroísmo de los misioneros, mártires contemporáneos y hasta de la vida espiritual y comentarios al evangelio, había un interés por la religión, el ecumenismo y artículos de opinión de líderes eclesiales.
Es cierto que el mundo ha cambiado. La secularización, el laicismo y la autonomía del hombre sobre la sociedad teocrática ha relegado el poder de la Iglesia. Oigo decir que incluso ha crecido, pese a las libertades democráticas, el “odio a la Iglesia”, el revanchismo contra su influencia desmesurada, y hasta que las fuerzas del mal se la están cargando.
Pero, ¿ha cambiado para mal? ¿Era mejor cuando los curas y la jerarquía eran inviolables? ¿Qué sus lacras permanecieran ocultas, que la verdad de sus perversiones se quedaran en cuchicheos de sacristía?
Vayamos al Evangelio. Jesús era un predicador rural, que desarrolló su misión sobre todo en el entorno campesino y de humildes pescadores de Galilea. Solo adquirió cierta notoriedad -y poca- cuando los poderes de su época encontraron su mensaje y sus hechos, peligrosos para sus instituciones, cuando cantó las cuarenta a sus dirigentes fariseos y la religión opresiva e hipócrita que manipulaba a la gente de su tiempo. Jesús denunció el principal escándalo religioso de personajes intocables y sus instituciones, no el fondo de las tradiciones judías.
La agresividad actual de algunos medios laicos se ha producido después de siglos de corrupción de una gran parte de la institución eclesial, secretismo, orgullo, dominación sobre las conciencias, falta de libertad de expresión, investigación y opinión en su seno y lacras que ahora se airean sin tapujos. Es verdad que, como sucede después de toda represión, la reacción se pasa y a veces es excesiva, como sucede por ejemplo en otras situaciones de la vida, como en el feminismo, la homosexualidad, etcétera. Por ejemplo, hoy se olvida la otra cara de la Iglesia, la santidad, la mística, los que dan la vida cruenta o incruentamente por los pequeños, los pobres, los olvidados o inyectan energía y gracia a través de la oración y el trabajo en silencio.
Por tanto, mis conclusiones sobre este fenómeno son las siguientes:
Es bueno que se descubran nuestros pecados, las lacras ocultas de la Iglesia. La ropa sucia no se sanea en la alcoba, sino que se lava y se cuelga en el balcón para orearla.
Respecto a la pederastia, escándalo de los niños, que mereció la más dura condena de Jesús, ya era hora de que se conozca, se esclarezca y se denuncie y castigue eclesial y civilmente. Eso sí, con justicia, pruebas concluyentes y sin difamar a los inocentes, ni ocultar la otra pederastia secreta en las familias y la sociedad civil.
No queremos una Iglesia impecable y triunfalista. El reconocimiento de la debilidad y la humildad, que es nuestra verdad, más que al escándalo nos debería acercar a Jesús que el vernos perfectos, porque “nadie es perfecto, sino solo Dios”.
Evangelizar no es buscar el aplauso ni el prestigio de la Iglesia, sino hacer el bien “sin que nuestra mano derecha sepa lo que hace la izquierda”.
Es un acicate para dar ejemplo de vida, no de palabra, de éxito, de cifras despampanantes. Las palabras mueven, los ejemplos arrastran.
Tener miedo porque la Iglesia disminuya por perder prestigio social es una tremenda falta de fe y confianza en Dios.
Necesitamos perdonar. Esto no significa justificar ni continuar con permisividad con el que delinque, sino seguir queriéndolos porque nos lo exige el padrenuestro y la misericordia, virtud esencial del cristiano.
Evitar la tentación de abominar contra la Iglesia incluso institucional, que es lo que pretenden los que utilizan sus pecados para aniquilarla, sino quererla más para mejorarla desde dentro, defendiéndola en lo que es injusto y proclamando sobre las azoteas su lado carismático y sus virtudes, que existen, y hoy apenas se resaltan.
Exigir sus derechos democráticos a existir, denunciar su persecución cuando exista y desmentir lo falso que se difunde en redes sociales y medios de comunicación. “La verdad os hará libres”.
Y sobre todo no desanimarse nunca practicando también la esperanza. A lo largo de la Historia ha habido peores situaciones en la Iglesia, como, por ejemplo, la corrupción del Papado en el Renacimiento. Seguro que después de esta tormenta sobre la barca de Pedro, Jesús apaciguará las aguas. Quizás la Iglesia del futuro será más pequeña, menos famosa, más testimonial, más cercana a Belén, al Huerto y al Cenáculo y, por tanto, más resucitada.
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