Se acerca vuestra liberación.
Lc 21,25-28
El Adviento coincide con el final del otoño y el comienzo del invierno. En este tiempo la naturaleza se sumerge en un letargo de descanso y de silencio. Quizá, también a nosotros nos vendría bien despojarnos de todo lo superficial, lo que ya ha cumplido su función y está seco, creencias caducas, dudas que nos bloquean, dogmas encorsetados, protagonismos, egos, miedos, vanidades… Mas, en nuestro interior, en la tierra oscura y cálida, habita y se gesta un nuevo germen de vida que brotará cuando sea llegado el tiempo… Tiempo de descubrir que nuestra vida pende de unas promesas de libertad, de justicia, de fraternidad todavía sin cumplir; tiempo de cuidar eso que llevamos dentro y a veces olvidamos, ese embarazo de lo divino en mí y que he de dar a luz…; tiempo para vivir en profundidad el rítmico latir de cada momento, sin prisas, sin ruidos; darnos cuenta de que lo más sencillo e insignificante es lo que va haciendo grande nuestra existencia, es la savia que, aun dormida, sigue nutriéndonos.
De la mano de los grandes profetas y, ante todo, de Jesús, nos ponemos en camino para dar a luz una humanidad transida del Espíritu de Dios y reconciliada con la nueva tierra transformada. El Dios del Adviento nos empuja siempre hacia algo que se acerca, hacia lo por venir. Es una promesa de presencia. Anuncio de una realidad que no está aún ahí, al alcance de la mano. Por eso saca al ser humano de su ahora hacia el futuro al que le vincula. El pueblo de Israel comprendió, como ningún otro, el sentido de la itinerancia, de la emigración, de la historia. Vivió de cara a lo porvenir como sentido último de su propio devenir.
Por eso, los acontecimientos de nuestra historia de pueblo de Dios tienen siempre ese carácter de provisionalidad. Son estaciones de un itinerario, de un proceso, grávidas de un encargo o tarea de futuro. Así, hasta que se produzca la venida definitiva, el adviento pleno, la parusía.
El hecho de oír el anuncio de nuestra liberación (“levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”), suscita un poderoso sentimiento de esperanza. Nuestra generación, nuestro momento histórico, vive transido de una expectación de futuro, un futuro liberador. Sin olvidar lo que el Apocalipsis nos desvela: no se trata de un dualismo en el que lo porvenir, el cielo, se impone sobre la tierra, sino que la Nueva Jerusalén ya existe (Ap 21,2-4). No sería tanto el argumento recibido del “ya pero todavía no” cuanto el “ya aquí a pesar de nosotros”; es el llamamiento a la participación de lo que era, está siendo y será. Precisamente la tarea profética del pueblo de Dios consiste en encender la llama de la esperanza, esa llama frágil que cualquier soplo, en cualquier instante, puede apagar. Si pensamos en la interminable historia de genocidios ocurridos sobre la tierra, sentimos que es un milagro o una utopía mantener una esperanza de futuro.
Se nos invita, pues, a aceptar lo que Dios siembra en silencio, acoger lo que viene de Dios, lo que trae la vida, lo agradable y lo que no lo es tanto; tomar una decisión, afrontar un cambio, arriesgarse, confiar en Él, que sigue trabajando en lo escondido de tu tierra fecunda.
En la primera lectura (Jer 33,14-16) leemos que el anhelado descendiente de David está viniendo y revelando a Dios en su verdadero rostro de Señor-nuestra-justicia. En la carta de Pablo (1Tes 3,12-4,2) la esperanza se confunde prácticamente con el amor, entendido en su dimensión universal, más allá de toda frontera, de toda discriminación y de cualquier condicionamiento. Algo que la Iglesia católica debería tener en cuenta en la consulta sobre el Sínodo de la Sinodalidad para que se haga realidad el “caminar juntos” que todos/as anhelamos y aún no se nos reconoce. Y, añade Pablo, “el Señor os fortalecerá internamente, para cuando Jesús vuelva”.
El evangelio (Lc 21,25-28) proclama con alegría, “Se acerca vuestra liberación”. La esperanza cristiana sobrevuela por encima de todas las tragedias humanas y todos los dramas personales. Se nos invita a interpretar los períodos más oscuros de la historia como signos de liberación. No para olvidarlos, sino para buscar la manera concreta de insertarse en el más eficaz y honesto proceso de liberación humana. Ni victimismos, ni derrotismos, ni pasotismos.
Enfocar el Adviento como tiempo de acoger lo bueno que Dios deja en cada uno/a, agradeciéndolo, creando un espacio de acogida y aceptación, de amor, para que así se produzca el milagro del alumbramiento. Darnos cuenta de los sencillos regalos cotidianos: tu capacidad de ver la belleza a tu alrededor, el encuentro con los vecinos, con los amigos, con la familia, el café de la sobremesa; valorar los alimentos provenientes de la tierra, del mar, en definitiva, del Creador; el acompañamiento en la sala de un hospital, ante la pérdida de un ser querido o en el módulo de la cárcel; el silencio ante lo que nos resulta insoportable y desolador; el trabajo bien hecho, el estudio para seguir avanzando en humanidad.
Adviento, tiempo de oración para ser conscientes de los regalos que Abbá Dios nos deja en el corazón y cada día le agradecemos.
¡Shalom!
Mª Luisa Paret
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