Anna Seguí ocd : “No reconocer y aceptar la llamada vocacional de las mujeres al sacerdocio es un pecado contra el Espíritu Santo”
“Las rejas no fueron iniciativa de las monjas, sino una imposición de la jerarquía eclesiástica”
“El sí a Jesús, ser y hacer Iglesia, son realidades claras en mí, pero la controversia con el sistema eclesial también es patente y no pocas veces disidente, no soy una ortodoxa”
“Creo que estas dos realidades – Mujer y Evangelio – están profundamente conectadas, porque, si hay alguien que no abandonó nunca a Jesús fueron las mujeres. Ellas, desde el nacimiento hasta la cruz y resurrección, son las que intuyeron con más agudeza la novedad de vida que Él ofrecía”
“Para muestra de la fuerza de imposición y dominio por parte de la jerarquía sobre las mujeres, es la clausura de las monjas de vida monástica-contemplativa. Las rejas no fue iniciativa de las monjas, fue imposición de la jerarquía eclesiástica”
“No reconocer y aceptar la llamada vocacional de las mujeres al sacerdocio en favor de las gentes, es un pecado contra las inspiraciones del Espíritu Santo, que es quien llama y envía. Esto ya no tiene justificación ni espera”
| Anna Seguí ocd
Introducción
Hermanos y hermanas: En primer lugar, deciros un amplio gracias, por vuestra invitación y confianza puesta en mí. Creedme, he aceptado porque yo, esta confianza, la tengo también puesta en vosotros, me siento parte integrante del grupo, en comunión, comunicación y oración plena con todos.
No podré dejar de reflejar que, como mujer adherida a Jesús y de Iglesia, muchas cosas las vivo en conflicto. El sí a Jesús, ser y hacer Iglesia, son realidades claras en mí, pero la controversia con el sistema eclesial también es patente y no pocas veces disidente, no soy una ortodoxa. Pero miro a Jesús y me descansa ver que Él tampoco fue un ortodoxo, también mantuvo una actitud controvertida ante el poder del sanedrín y las autoridades judías, chocó frontalmente con lo establecido y le valió la muerte en cruz. Sigo a Jesús porque su vida me convence, porque abrió un camino de libertad, amor y confianza que me pone seguridad. Porque me ha sostenido en mis muertes y me ha resucitado. Por esto y mucho más, yo quiero ser testigo de Jesús, viviendo con Él y con los hermanos una vida para el Evangelio. Y con este preámbulo comienzo el tema.
Mujer y Evangelio
Creo que estas dos realidades – Mujer y Evangelio – están profundamente conectadas, porque, si hay alguien que no abandonó nunca a Jesús fueron las mujeres. Ellas, desde el nacimiento hasta la cruz y resurrección, son las que intuyeron con más agudeza la novedad de vida que Él ofrecía. Junto a Jesús se sintieron acogidas, curadas, perdonadas, amadas, interpeladas, hasta hacerse seguidoras incondicionales de un hombre que no las condenaba ni las discriminaba, a su lado se hallaron amadas, respetadas y favorecidas por Él.
Pero no quiero incidir mucho en lo de “la mujer”, prefiero englobar el término humanidad, junto con seguidores y seguidoras de Jesús, como inclusión de todos y todas, porque en Jesús, todos y todas, recibimos la plena justicia del Reino. La exclusión no viene por Él, sino de los varones del sistema patriarcal que, más que atender al Evangelio, comienzan a mirar más los intereses de poder, dominio y control, que la posibilidad de expansión del Reino por medio de las mujeres.
Cuando comienza la institucionalización de la Iglesia, para los hombres pronto se hace intolerable que la mujer tenga la misma posibilidad de palabra, puesto y acción que ellos. Así, durante el siglo segundo, se inicia una nueva discriminación y exclusión. Hay una frase concreta en 1Co 14,34 que dice: “Las mujeres deben guardar silencio en las reuniones de la iglesia, porque no les está permitido hablar. Deben estar sometidas a sus esposos, como manda la ley de Dios. Si quieren saber algo, que se lo pregunten a ellos en casa, porque no está bien que una mujer hable en las reuniones de la iglesia”. Esto es determinante para ver lo pronto que la mujer queda excluida del sistema que se iba formando. Aunque los expertos dicen que esta frase no es de Pablo, sino una interpolación tardía de los “paulinistas”, para reforzar sus teorías patriarcales con la autoridad del apóstol. Pablo se valió de las mujeres para crear comunidades, lo hacía con amplia libertad, no las excluye. Aunque también fue cediendo a causa de los conflictos que empezaba a causar el protagonismo femenino.
Añado también que no debemos medir el seguimiento y los servicios en la comunidad eclesial desde el sexo, hombre o mujer, sino desde la disponibilidad a ejercer los diferentes carismas que el Espíritu Santo inspira en las personas, sea hombre o mujer, para el servicio. Lo importante es la atención a las gentes e implantar la verdad, bondad y belleza de una vida para el Evangelio. Lo decisivo es que todos puedan conocer a Jesús y la vida que nos ofrece. “Ya no tiene importancia el ser judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer; porque unidos a Cristo Jesús, todos sois uno solo” (Gal 3,28). Hombre y mujer somos humanidad de Cristo. Y llevamos siglos y milenios, sometidas las mujeres a esta discriminación mantenida por las leyes y jerarquía eclesiástica. Esto no es de Jesús, no del Evangelio, no es de Dios. Ser humanidad nueva, es fomentar la integración de todos, no ser excluyentes. La vida del Reino que Jesús ha venido a implantar es misericordia y justicia Dios.
Hemos de tener la valentía de eliminar toda forma de dominación sobre las demás personas. Sobre las mujeres en la Iglesia, esto es una tarea que la jerarquía eclesiástica debe afrontar con inmediatez. Y ya no lo vamos a callar. Es un pecado que todavía no han reconocido. Las mujeres deben, como los hombres, no solo ocupar puestos de responsabilidad, sino también acceder a la posibilidad de diaconado y presbiterado, ya que se ha demostrado que no hay razones teológicas para no ejercer este servicio, como uno más dentro de la Iglesia.
En la sociedad del tiempo de Jesús, la mujer era un ser relegado a la custodia de los padres y, una vez casada, quedaba sometida al marido. La vida pública no les estaba permitida y su sometimiento estaba reglado hasta en la forma de vestir. Era obligatorio el velo en la cabeza y la cara cubierta para no ser vista. A los doce años era considerada mayor y casadera. El marido podía tener otras mujeres y pedir el divorcio, ella era mujer de un solo marido y sin derecho a pedir divorcio. Si no tenía hijos, el marido podía divorciarse y tomar otra mujer. Según la Ley, todo judío tenía que subir a Jerusalén, para las mujeres no era necesario. Los evangelios relatan que Jesús subió a Jerusalén acompañado por las mujeres y discípulos varones juntos. Los niños aprendían a leer la Torá, las niñas no.
En el Templo había un lugar reservado solo para las mujeres y solo escuchaban la liturgia sin participación. Y para colmo, estaban etiquetadas de chismosas y mentirosas. Sin embargo, Jesús no hizo caso de estas normas y se dejó acompañar por las mujeres. Su relación con ellas fue de abierta naturalidad, dialogaba con ellas, las curaba, las perdonaba, entraba en sus casas a hospedarse. Recriminó a los hombres su actitud sobre al divorcio y dejó claro que el peor adulterio es la perversión del corazón. Todas estas cosas ponían a las autoridades judías y hombres de la ley en guardia contra Jesús por su atrevimiento y por cuestionar las tradiciones y leyes.
Es muy significativa la amistad de Jesús con María Magdalena. Su relación con ella refleja un particular afecto, delicadeza y finura de trato. Ella será la que inicie la vida nueva del Jesús resucitado. Mientras los discípulos huyeron tras el arresto por miedo a los judíos, las mujeres siguieron los acontecimientos de cerca, no le dejaron solo. El amor hace capaz a las mujeres de permanecer al pie de la cruz. El amor las tiene en vilo para ir temprano al sepulcro y hallarlo vacío. Surge el espanto, ¿qué han hecho con el cuerpo?, ¿dónde lo han puesto? A la entrada del sepulcro hay oscuridad, vacío y desconcierto. María llora, busca y espera. Cuando cree ver al hortelano le pregunta si se lo ha llevado él. Jesús la llama: “¡María!”, ella se llena de asombro, le reconoce y exclama: “¡Rabboni!, Maestro”.
A los pies del Resucitado lo quiere apresar, pero Jesús le dice: “Suéltame”, para poder ser el amor humano-divino, para que el amor dilate lo poco que has alcanzado y vislumbrado de mí. Las migajas que has saboreado quieren ser pan que abastece la necesidad. “Suéltame”, para que puedas contemplar a Dios y puedas así transformar el mundo conmigo. No huyas del mundo, no le temas, no me busques fuera de él. Yo vivo inmerso en él, yo amo este mundo, yo he venido por amor a redimirlo, hállame en él, lo harás cuando me halles en ti y en los hermanos, cuando aprendas a hallarme en todo.
Llamar Jesús por su nombre a una mujer es darle identidad, dignidad, reconocimiento. Y en la pronunciación del nombre, la humanidad entera queda llamada a reconocer a su Señor, cada uno adivina y oye su nombre porque, en el nombre de “María” está inscrito nuestro nombre, los nombres de toda la humanidad. Los hijos e hijas de Dios hemos sido llamados a hacer expansivo el mensaje de la salvación hasta los confines de la tierra. Ha nacido la misión. Hemos visto al Resucitado y hemos creído en Él. No se trata de un tocar y palpar físicamente. La vida de fe tiene ojos interiores, otra mirada, otra luz, otra manera de ver y entender. El Resucitado es la vida nueva que todo lo ilumina. Todo va a ser diferente, la humanidad irá de liberación en liberación, una libertad imparable que a todos pone alas.
La fe de la Iglesia nace del Jesús resucitado que se ha aparecido a sus discípulos. La fe en el Resucitado es afirmación de nuestra propia resurrección. Hemos resucitado con Él, la fosa ha quedado vacía para siempre, Jesús nos ha sacado de nuestros sepulcros de muerte, por delante es la luz del Resucitado. Ya nadie va a morir. Somos los hijos e hijas de la Luz y la vida, y Jesús nos ha sentado con Él junto al Padre, toso está cumplido. Estas verdades de fe son ya realidad aquí y ahora. El cielo ha comenzado en este suelo. Somos los libertados, nadie está por encima de nadie. Todos recibimos el hálito del Espíritu Santo, que nos llena de Dios mismo. Ha comenzado el tiempo de la comunidad y la fraternidad que nos iguala a todos.
Las mujeres a lo largo de la historia de la Iglesia
A vista de pájaro vemos que Jesús, además del grupo de los Doce, se deja acompañar por las mujeres. Tras la resurrección, comienza la misión y con los apóstoles, las mujeres son testigo principal del anuncio. En Hechos de los apóstoles vemos la presencia de mujeres como Prisca y Áquila, Lidia Trifena, Trifosa, Pérside. Febe y Junia, como diaconisas, al frente de comunidades. Se reunían en sus casas, rezaban y comían la cena del Señor. Pablo cita también a Lidia, Ninfa Evodia y Síntique. Consta que hubo entre ellas diaconisas y profetas.
A lo largo de la historia, las mujeres serán presencia principal en la transmisión de la fe a las generaciones nuevas, en el hogar con los hijos, amigos y vecinos. Practican las obras de caridad asistiendo a los necesitados. Sin embargo, dentro de la Iglesia, tanto las mujeres como el pueblo de Dios, quedaron relegados a una simple asistencia de cumplimientos sacramentales, ritos, catequesis, sin implicación en puestos de gobierno, porque todo fue pasando a manos del clero que, entre religiosos, curas y monjes, lo clerical creció como un gran ejército, quedando las mujeres y el laicado al margen de todo. Bajo un imperio cada vez más poderoso y controlador.
Durante la Edad Media fue impresionante la gran obra de las beguinas. Estas mujeres seglares fueron capaces de organizarse y adquirir una autonomía propia que se expandió por toda Europa, llegando a ser más de un millón. Esa autonomía era un reclamo para las jóvenes de su tiempo, porque les permitía una libertad de la que no gozaban en sus casas ni en la sociedad. Tanto los edificios como la labor humanitaria emprendida, fue todo iniciativa de ellas. Asistían a enfermos y a los pobres, enseñaban a leer y escribir a los niños. Su actividad era una auténtica caridad cristiana. Era también lugar de encuentro de algunos clérigos que se acogían a su formación intelectual y a la comunicación y acompañamiento de almas. Trabajaban para mantenerse, cultivaban la formación y la vida de oración. Las hubo muy cultas. Admirable fue la obra de Margarita Porete, con su libro El espejo de las almas simples, un auténtico libro de mística, que le valió ser llevada a la hoguera, condenada por las autoridades eclesiásticas.
Y como siempre ha sucedido a lo largo de la historia con toda obra emprendida por mujeres, pronto fue controlada por la jerarquía eclesial, que no miraba con buenos ojos aquella propagación y autonomía que tenían y que iba en aumento. Finalmente fueron sometidas por las autoridades que las dispersaron encerrándolas en conventos. En la vida monástica y contemplativa, muchas fueron las que destacaron en la promoción de las mujeres cultivando lo intelectual, lo artístico, la vida común, el trabajo. Gran ejemplo fue Hildegarda de Bigen, escritora de libros de medicina y de mística. Clara de Asís, destaca por ser la primera mujer que escribió una Regla para conservar la obra de su hermano y amigo Francisco de Asís. Los escritos de Santa Teresa de Jesús, primera mujer que fundó una orden de religiosos.
Para muestra de la fuerza de imposición y dominio por parte de la jerarquía sobre las mujeres, es la clausura de las monjas de vida monástica-contemplativa. Las rejas no fue iniciativa de las monjas, fue imposición de la jerarquía eclesiástica. Las rejas, digámoslo claro, no forman parte del carisma que el Espíritu Santo ha inspirado a los fundadores-as. Fue un proteccionismo a las mujeres, siempre tratadas y miradas con recelo, como carne de pecado. Que a decir de santa Teresa: “No lo creo yo, Señor, de vuestra bondad y justicia que sois justo juez y no como los jueces del mundo, que –como son hijos de Adán, y en fin todos varones- no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa.
Y añade la Santa en este mismo párrafo: veo los tiempos de manera que no es razón desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres”. Todo esto de las rejas en la clausura, surgió ya en tiempos de Bonifacio VIII, en la Edad Media, que abonó el terreno para llevarla, con el paso del tiempo, a rigores extremos, sin contar nunca con las mujeres que la iban a vivir. A nosotras se nos ha impuesto acatar y callar, subordinación pasiva. Bien se ha dicho y reconocido que tales normas, jamás habrían logrado imponerlas a los varones monjes.
Las rejas y el velo son dos realidades impuestas. Sobre el velo dice R. Aguirre: “El velo es lo que esconde, protege, oculta, hace públicamente invisible. Se ha asociado siempre en las antiguas culturas orientales con el silencio, anonimato y modestia, que corresponden a las mujeres. En la cultura cristiana han sido sobre todo las monjas quienes han personificado esta imagen de la mujer. Aun hoy “tomar el velo” sirve para expresar la entrada en la vida religiosa. En tiempos muy diferentes, movimientos de mujeres han visto en el velo el símbolo de lo que se opone a su desarrollo como persona. Las religiosas que han llevado tanto tiempo el velo de forma silenciosa y sumisa, cuestionan ahora el hábito y la forma de vestir. Y cuentan con la oposición, bien patriarcal por cierto, de superiores eclesiásticos varones. No son pequeñeces, pues tienen gran valor simbólico y, en el fondo -entre otras cosas-, plantean el derecho de la mujer a su autodeterminación y emancipación”.
Queda claro que, a lo largo de la historia, las mujeres, por difícil que se lo pusieron, insistieron y persistieron en promocionarse, pero fue privilegio de muy pocas. Hoy, en el siglo XXI, la exclusión de la mujer en la Iglesia no queda atenuada por los puestos de responsabilidad que el Papa Francisco ha ido otorgándonos. Solo el pleno reconocimiento de igualdad entre varón y mujer como hijos e hijas de Dios, hará justicia a dos mil años de silencio impuesto y exclusión injustificada hacia las mujeres. No reconocer y aceptar la llamada vocacional de las mujeres al sacerdocio en favor de las gentes, es un pecado contra las inspiraciones del Espíritu Santo, que es quien llama y envía. Esto ya no tiene justificación ni espera.
Una desobediencia responsable -por parte de las mujeres- puede ser tomar el “robo” que nos ha sido “robado” por milenios, que es nuestra realidad sacerdotal, y comenzar en pequeños grupos a ser celebradoras de eucaristía compartida. Lo que es propio de todo bautizado tiene que aplicarse ampliamente y no ser reducido a una élite privilegiada y aparte de solo varones. Ya no. Ahora, cuando parece que la jerarquía quiere negociar con nosotras el puesto de la mujer en la Iglesia, es importante “no dejarnos vender por un plato de lentejas”. Vamos por el todo en el reconocimiento de la igualdad. Ya no es tiempo de medianías.
Atrevernos a desafiar el sistema es saber decir: NO ES NO. No se trata de hacer una Iglesia gueto, es abrir una posibilidad nueva, que lleva siglos encarcelada. Abrir las puertas a Cristo es hoy abrir las puertas a las mujeres con rostro del Jesús terreno-crucificado-resucitado. Abrir este camino nuevo, caminarlo ejerciendo nuestras convicciones interiores, iluminadas por el Espíritu Santo es profecía, reto y tarea. Y no temer a nadie, no renunciar a nosotras mismas en el Dios que nos vive: “No les tengas miedo que si no, yo te meteré miedo de ellos” (Jr 1,17). Frente a los poderes totalitarios, la justicia de Dios acaba imponiéndose con carácter libertador, salvador y humanizador. Dios ya ha escuchado nuestro gemido y sale a libertarnos. Es tiempo de esperanza. Todo poder faraónico sucumbirá. Y asumir también que, toda liberación, lleva un recorrido: atravesar el desierto. La desolación se tornará alegría y fiesta. Salir de Egipto, Moisés y el pueblo, fue un recorrido que duró años. Pero no volvieron atrás. ¡No volveros atrás!
Evangelios y cristianismo
Jesús fue un ciudadano de pueblo y un simple laico, no fue un intelectual ni un profesional de la Ley, Jesús fue un maestro en la dinámica del amor, la misericordia y el perdón. No conoció los evangelios, no escribió nada sobre sí mismo, ni sobre su predicación. Pero Él es el Evangelio, la Buena Nueva del Reino de Dios. Es más, Jesús es todo el Reino de Dios vivido en plenitud humana. Jesús es la humanidad de Dios entre nosotros y el modelo de ser humano, de vivir humanamente en este mundo, habitado por la humanidad. Jesús no vino a implantar una doctrina. Él, a la intemperie de la vida, abrió un camino de vida libertadora para todos, una fraternidad y solidaridad que supera toda dominación de unos sobre los otros. Y un camino que también lleva a la cruz: “El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24).
El mejor regalo que Dios ha hecho a la humanidad es Jesús. En Él, Dios se ha dado a sí mismo, se ha rebajado a la condición humana para que los humanos integremos nuestra humanidad al modo de la humanidad de Cristo. Su humanidad diviniza la nuestra. En Jesús, Dios se revela encarnado, palpable, frágil, menesteroso, humilde y pobre, se ha metido de lleno en nuestro barro para curar nuestras heridas. Todo lo que podemos saber de Dios lo hallamos en la vida, palabras, acciones, muerte y resurrección de Jesús. De Dios solo podemos saber y conocer por lo que Jesús nos revela de sí mismo, Él nos lo da y presenta como: “Abba, padre”. Pero Dios, siempre y en todos los tiempos de la historia será el indecible, jamás lo podremos captar en nuestros esquemas de conocimiento y comprensión. Dios nos excede. Solo Jesús es quien lo hace asequible y conocible, al alcance de nuestra comprensión.
Los evangelios son la fuente más fiable que tenemos para conocer al Jesús histórico. Son cuatro, y cada uno de ellos recoge la tradición oral del Jesús terreno. Los tres primeros, Marcos, Mateo y Lucas, son llamados sinópticos, por el parecido y copiarse entre ellos. Juan es el más tardío y diferente en estilo y lenguaje. El conjunto de los cuatro evangelios, presenta la visión que las diferentes comunidades tienen de Jesús, cómo lo ven, cómo captan y viven su mensaje. Es decir, la figura de Jesús no es uniforme, es tan plural como comunidades se van formando y diciendo de Él. De alguna manera, cada Evangelio es la respuesta que Jesús formuló a sus discípulos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Podemos decir que, también hoy, esta pregunta sigue siendo esencial para cada creyente y para toda la Iglesia.
De la relación personal que cada uno de nosotros establecemos con Jesús, surge la respuesta personalizada del Tú a tú con Él. Lo relacional es vital para aprender a vivir con libertad, dejándonos guiar por el Espíritu y por la Palabra de Dios. Del conjunto de lo personal, surge lo comunitario. Jesús es más rico desde la comunidad que desde lo particular de cada uno. El conjunto de la comunidad lo engrandece. Ambas realidades son complementarias, nada somos sin los otros. Jesús quiere que todos seamos uno: “que todos sean uno, como tú padre en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21). Hoy, ¿qué decimos nosotros sobre quién es Jesús?
Volviendo a los evangelios, hay que tener claro que, tal y como los tenemos hoy, son el resultado de un largo proceso que no acabaría hasta el siglo IV. Primero fueron escritos sueltos que circulaban entre las comunidades y no eran los únicos. Según el profesor Antonio Piñero, llegaron a circular 80 evangelios, como los evangelios apócrifos que surgieron en los primeros siglos, pero no fueron incluidos como canónicos. Estos escritos fueron sometidos a discernimiento hasta quedar constituidos como canónicos los cuatro que la Iglesia aprobó. Esto también fue una lucha de poder entre las diferentes corrientes cristianas que se habían formado durante los primeros siglos.
Jesús no fundó el cristianismo tal como se ha instituido. El cristianismo es obra posterior a Jesús, e incluso posterior a los apóstoles, porque cuando se escriben los evangelios, la mayoría de ellos ya habían muerto. Es más, los apóstoles reciben el impacto resurreccional y, aquellas primeras comunidades, todas judías, creyeron que la vuelta del Mesías glorificado sería inmediata, y para nada se molestaron en recoger la tradición de sus enseñanzas. Hasta el mismo Pablo lo creyó y esperó. Solo a medida que pasaba el tiempo y Jesús no volvía con la inmediatez con que lo esperaban, empezaron a preocuparse por ir recogiendo los testimonios orales de quienes le conocieron mientras vivía.
Hoy se afirma que el Evangelio más primigenio fue el de Marcos, junto con otro escrito conocido como la Fuente Q. De alguna manera estas dos corrientes fueron las inspiradoras de los evangelios de Mateo y Lucas, posteriores a Marcos. Se puede decir que Mateo y Lucas son una copia de Marcos con algunos añadidos propios. El Evangelio de Juan data de finales del siglo I y fue una obra controvertida que, tras muchos debates, finalmente entró a formar parte del canon. En definitiva, los evangelios y todo lo que fue y es Jesús, su vida, pasión, muerte y resurrección, es ejemplaridad y signo de lo que hemos de ser, vivir y hacer. Jesús ha venido a sacar a la luz nuestra verdad de hijos e hijas de Dios. Todo lo que nos ata negativamente, Jesús lo quiere liberar. La libertad es fundamental para cada ser humano y toda la humanidad. Todo pasa por Jesús, Él es toda nuestra verdad, hemos de vivir espejados en Él. Nuestra conciencia ha de ir confrontada con Jesús y su Evangelio. Jesús es todo lo que hay que creer, y el Evangelio todo lo que hay que vivir, es nuestra manera de ser humanos. Dice Jesús: “Si os mantenéis en mi palabra, seréis en verdad discípulos míos/ Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).
Los cuatro evangelios son el corazón de Dios vividos humanamente por Jesús. En una palabra, Jesús es el Evangelio, y su preocupación fue establecer el Reino de Dios que con Él había llegado al mundo. A todos ha sido ofrecido, todos estamos invitados a esta fiesta de Dios que comienza en medio de la humanidad. En Jesús, Dios ha venido a decirnos que nos ama, que somos libres y que nos quiere felices. Los evangelios forman parte de la Escritura y son Palabra de Dios para nosotros, son Jesús mismo. El Evangelio de Juan se inicia afirmando que “En el principio ya existía la palabra, la palabra estaba junto a Dios y la palabra era Dios” (Jn 11,18). Jesús es la Palabra existente junto a Dios y el Evangelio el proyecto de plenitud que Jesús ofrece a todos. Nadie queda excluido en el plan salvador de Dios. La humanidad es mirada a placer por Dios porque nos ama. En el corazón de Dios está acogida la humanidad entera.
La vivencia que los discípulos de Jesús -hombres y mujeres-, tuvieron con Él, fue determinante para cambiar sus vidas. El Jesús terreno-crucificado-resucitado, marca en el grupo de seguidores un modo de ser humano en este mundo, de entender y vivir la vida, una manera de relacionarse con los demás y con la misma naturaleza, aquí todo va de amor. Afirma Pablo: “El que es de cristo es una nueva criatura” (2Co 5,17). El amor será por siempre lo distintivo del seguidor de Cristo. Ser cristiano significa amar y decirlo con la vida y vida compartida. “Conocerán que sois discípulos míos si os amáis unos a otros” (Jn 13,35). Y nosotros somos seguidores de Jesús porque “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él” (1Jn 4,16). La palabra de Jesús es todo lo que el seguidor debe escuchar, creer y vivir. Nuestra vocación es el amor y el perdón. No podemos ser personas resentidas ante las situaciones de la vida. “Porque la ley del Espíritu, que da vida en Cristo Jesús, te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte” (Rm 8,2). Lo nuestro es “estad siempre alegres en el Señor” (Flp 4,4).
Hans Küng, define con precisión y belleza lo que es ser cristiano, dice: “No es cristiano el hombre que nada más procura vivir humanamente, o socialmente, o hasta religiosamente. Cristiano es, ante todo, y solamente, el que procura vivir su humanidad, socialidad y religiosidad a partir de Cristo”. Y añade: “Lo distintivo del cristiano es Cristo mismo”. Y vivir referidos a Cristo significa seguirle, imitarle en todas las cosas y dejarnos configurar con Él. El camino a seguir es Cristo: “yo soy el camino la verdad y la vida” (Jn 14,6). El cristianismo es más una realidad carismática-profética, que una Institución eclesiástica que carga la vida de la Iglesia de normas, preceptos, leyes, decretos, prohibiciones. Una estrechez que ahoga el aire del Espíritu Santo y asfixia lo carismático. Gracia y libertad van unidas, es lo que libera, no las leyes humanas. El cristiano ha de vivir confrontado con Jesús y su Evangelio ¡nada más! En la Iglesia debe brillar lo carismático y la frescura del Resucitado. Desafiar el sistema es una responsabilidad profética de todos.
La vida de fe de la Iglesia debe encender un fuego sobre la tierra que haga sentir el gusto por Cristo y su Evangelio. Gusto por la libertad de hijos e hijas de Dios, por la unidad en una gran pluralidad de toda la cristiandad, no solo lo católico, sino todos los que confiesan que Jesús es el Señor, un cristianismo que vive de Cristo y su Evangelio. Y en nuestra mesa de la cena, guardar siempre un puesto para los hombres y mujeres que quieran sentarse con nosotros a degustar, ni que sea por un momento, nuestro pan y vino de la fraternidad. Saber estar en comunión con todos los seres humanos, sea cual sea su credo. Lo determinante de ser cristiano es el amor que crea la reconciliación y comunión con toda la humanidad, con toda la creación. Hombre y mujer formamos el ser y personalidad de Cristo, sin distinción de género.
Del seguimiento al encuentro
A medida que seguimos a Jesús y experimentamos que se nos da a conocer, de alguna manera, percibimos que también nosotros somos carne de su carne. Es decir, la relación vinculante nos pone semejanza, nos encarna con la encarnación de Jesús y como Pablo podemos afirmar: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gl 2,20). Y si Jesús ha dado la vida por todos, nosotros tenemos también la osadía de querer dar la vida por los hermanos. Esto es una actitud de confianza en Dios, que nos afianza en la fe y en la caridad. Dar la vida, ¿queremos darla de verdad?, ¿en qué consiste nuestro “darnos” a los demás?, ¿cómo lo hacemos efectivo?
La comunidad cristiana nos reunimos en torno a la mesa para celebrar el pan y la Palabra. Del seguimiento, pasamos a celebrar el encuentro con Cristo en medio de nosotros. Celebrar, ¡ser celebradores! Jesús nos convoca en torno a la mesa de la fiesta. No en un templo. Lo que Jesús inicia es algo nuevo. Ya no son sacrificios de animales sobre altares. Es la mesa para una cena, una celebración para todos, en la que Jesús mismo es la comida y bebida servida. Jesús se significa y nos significa con Él: “este es mi cuerpo”, “esta es mi sangre”; “haced esto en memoria mía”. Quienes nos hacemos seguidores de Jesús recibimos su misma vida, pasamos a ser carne y sangre de Cristo. El pan y el vino son signo que significa nuestra carne y sangre unida a la de Jesús ofreciéndose para que el mundo crea y viva. Somos continuadores de este ofrecimiento a la humanidad. Como Jesús, somos el pan que alimenta la vida y vino que celebra la fiesta del Reino de Dios. Somos los hijos e hijas de la fiesta del Reino y somos eucarísticos. La Eucaristía es fundamentalmente identidad con Cristo. De esta conciencia de identidad eucarística ha de brotar la novedad. Cristo y la humanidad pasan a ser una sola carne y sangre. Somos pan y vino como esperanza de fe y vida.
Quiero decir con esto que somos eucaristía, porque el Cristo que nos vive dentro, nos hace lo que Él es: pan de vida. Sí, lo afirmo, somos eucaristía, pan de vida que, al igual que hizo Jesús, nos partimos y repartimos dando lo más y mejor de nosotros mismos para los demás. La comunidad que se reúne para celebrar en torno a la mesa el pan y la palabra, es toda ella sacerdocio de Cristo ofrecido a Dios y a la humanidad. Todos somos celebradores, porque todos somos pan de Dios. Esto no es solo un derecho, ¡es identidad!
El Dios en quien creemos, no necesita intercesores entre Él y nosotros, como sucedía con los sacerdotes de la del Antigua Alianza, sacrificando animales ofrecidos a Dios. Aquí y ahora somos sacerdocio de Cristo, Él es el único sacerdote y nosotros lo somos por participación y gracia suya: “De esta manera, Dios hará de vosotros, como de piedras vivas, un templo espiritual, un sacerdocio santo que por medio de Jesucristo ofrezca sacrificios espirituales, agradables a Dios” (1Pdr 2,5). Si Jesús se ha significado diciendo que Él es nuestro pan y nuestra sangre y dice a sus discípulos que hagan esto en memoria suya, estamos ante una realidad que es de todo el discipulado, y no privacidad de una élite distintiva.
Si Cristo me vive, y por la fe sé que me vive, yo soy eucaristía y celebradora de eucaristía. Y lo es cada seguidor, cada discípulo, no depende de sacerdotes oficiales, es gracia ofrecida a todos. Esto lo podemos entender si realmente nos sentimos identificados con Cristo. La reunión de unos pocos para celebrar esta verdad, es eucaristía cristiana. Dar la vida a los hermanos con nuestro servicio, amor, perdón y compañía, es ser pan de vida que los alimenta y da vida. Lo que somos y tenemos lo partimos y repartimos como pan de vida, cada uno tome la ración que de mí -de nosotros- necesita. Comernos unos a otros tal cual se dio a comer Jesús: “Tomad y comed, esta es mi carne”. Toda la humanidad debe contemplar el cristianismo como el hogar de la fraternidad y la solidaridad compartida. Sea esta nuestra oferta a los hermanos.
Reservar esto para unos “oficiales del templo”, es simplemente estrechez de mente, falta de caridad y no andar en verdad, porque la verdad es que todos somos sacerdotes de Cristo. Por eso las mujeres reivindicamos poder ofrecer este servicio. Lo que Jesús hizo por nosotros, hay que hacerlo por toda la humanidad sin distinción. Y no digo que quien lo entienda solo de manera “oficial”, así lo viva y lo realice, cada uno ha de ser coherente con lo que cree. Pero quien tiene esta libertad interior, sabe que el Espíritu es quien se lo inspira. El pan y el vino, junto con Jesús, somos nosotros en este ahora de la historia ofreciendo amor y perdón a toda la humanidad. Significados con Él, somos lo que Él es y nos hace, se hace en nosotros, para que seamos su imagen y semejanza, y realicemos todo lo que Él obró: amó, perdonó, enseñó, liberó. Somos totalidad de Jesús y cuando hay identidad con Él ya no se tiene miedo, se es capaz de romper todo límite y toda imposición.
Adheridos a Jesús y celebradores con Él, hagámoslo también con el pan nuestro de cada día, ganado con el sudor de nuestra frente, y con el vino de nuestra alegría y fiesta. Que no hace falta purezas raras de pan sin levadura o vino solo de uva, porque Jesús no repara en alimentos puros e impuros, Él todo lo hace bueno y bello, nuevo y sencillo. Jesús ha trascendido estas cosas antiguas, se ha situado en la normalidad de la vida de los hombres y mujeres de cada momento histórico. El Jesús terreno rompió todos los esquemas, no quiso amos ni dominadores, sino que hizo un discipulado de fraternidad, queriéndonos a todos como servidores de los demás. Y dio ejemplo lavando los pies como quien sirve, y lo dice llanamente: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22,27). Y añade: “Os he dado ejemplo para que también vosotros hagáis lo mismo que yo os he hecho” (Jn 13,15). En el evangelio de Juan no hay fracción del pan, el ejemplo que deja este evangelista es el lavatorio de los pies, como signo de amor hecho servicio. Somos servidores, el poder y los mandos son antievangélicos. La fraternidad es servicio ofrecido entre iguales. Si Dios se ha situado a los pies de la humanidad. Nosotros también.
La oración como encuentro relacional
Como mujer y monja de vida contemplativa, no puedo dejar decir una palabra sobre la importancia de la oración personal y comunitaria. Ella, la oración, surge de la necesidad de la vida en relación. Jesús mismo nos invita a ser orantes, a relacionarnos con Dios: “Tú, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora en secreto a tu Padre” (Mt 6,6). Él mismo se retiraba al campo o a la montaña para orar a solas. Y en los momentos cruciales de su vida, la oración será el fuerte donde agarrarse. En la oración, Jesús vuelca toda su confianza al Padre, se fía de Él y se abandona: “Que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42).
Me parece que en la Iglesia hemos fomentado poco dos cosas vitales para alimentar la fe, me refiero a la oración y el gusto por la Escritura. Nos ha faltado sentido orante, por una parte, y por otra, la Escritura ha sido la gran ausente por siglos y siglos, aunque bien es verdad que, a partir del Concilio Vaticano II, se realizó un gran trabajo para reparar esta carencia. La oración se había dejado en manos de los religiosos y la Biblia en manos de los curas. Así, la ausencia de este alimento en los laicos, nos dejó debilitados y sin contenido. Hoy ya sabemos la importancia de ambas cosas y hay un verdadero interés por la formación y lectura asidua de la Palabra. Actualmente estamos más sensibilizados a buscar espacios de vida interior orante contemplativo. Estar a solas con Dios solo.
¿Por qué la necesidad de la oración, por qué regalar a Dios momentos de nuestra persona y tiempo? Porque ella (la oración), es iluminadora de nuestras verdades más recónditas. La oración ilumina nuestra verdad, nos la pone de frente, nos hace de espejo donde mirarnos y ver cómo estamos. Al querer encontrarnos con Dios por medio de la oración, inevitablemente nos encontramos con nosotros mismos, somos nuestra propia piedra de tropiezo. Este encuentro con Dios, pasa por el encuentro personal con nuestra propia historia, hecha de aciertos y conflictos, de afectos y rupturas, de bondad y agresividad. Pasamos situaciones en que nos hallamos ante el pavor de tener que asumir que la reconciliación y la armonía en nosotros están por hacer, la paz por establecer, el perdón por realizar. Es ir asumiendo la purificación interior como camino que nos lleva a la reconciliación e iluminación del ser redimido por Jesús. La oración ilumina el camino de la verdad en la libertad y para la libertad.
Al fin, ser seguidores de Cristo nos ha de llevar a un exigente encuentro personal con Él, desde la realidad orante-contemplativa. Con Jesús hay que relacionarse, tratarse, conocerse e igualarse, dejar que nos haga carne de su carne y sangre de su sangre. Santa Teresa de Jesús define así la oración personal: “que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”. Si no conocemos a Jesús desde el Tú a tú, no entraremos en la dinámica del enamoramiento. Es de vital importancia pasar del seguimiento al encuentro y enamoramiento. Cuando hay encuentro enamorante, entra en escena la belleza del Cantar de los Cantares, los amantes se desean, se buscan, se encuentran y se dicen el amor, viven de amor, orar es andar en enamoramiento. “Que me bese con los besos de su boca/ Más dulces que el vino son tus caricias y deliciosos al olfato tus perfumes. Llévame en pos de ti: ¡Corramos!”. “¡Qué gratas son tus caricias, hermanita, novia mía! ¡Son tus caricias más dulces que el vino, y más deliciosos tus perfumes que toda especia aromática!”. Este libro del Antiguo Testamento ya pone de manifiesto que la relación de Dios con la humanidad es amorosa.
Ser orantes es vocación cristiana de todos, porque este Dios nuestro, a decir de Santa Teresa “no está deseando otra cosa sino tener a quien dar” (6M 4,12). Orar es disponernos a recibirle y tener “afición de estar más tiempo con El” (V 9,9). Y hoy, más que nunca, estamos llamados a ser orantes con todas las religiones de la humanidad. La esperanza de nuestro mundo nos viene dada por la oración de todos los credos unidos, hombres y mujeres de buena voluntad que lo esperan todo y solo de Dios. Dice Hans Küng: “No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones; ni habrá paz entre las religiones sin diálogo entre las religiones; ni habrá diálogo entre estas sin el estudio de sus fundamentos”. Hay que ir más allá del ecumenismo cristiano, hay que englobar y abrazar a todos los creyentes de todas las religiones que oran el amor y la esperanza para un mundo en la paz, la justicia y la libertad. Y todo esto, sin perder nuestra identidad cristiana, sino con la seguridad de que Jesús nos acompaña en este camino reconciliador con todos.
También quiero dejar claro que, en la oración, no hemos de ir buscando y esperando sensiblerías gustosas, levantamientos del espíritu, sensaciones placenteras, todo esto son infantilismos. Santa Teresa dirá sobre ello: “Sí, que no está el amor de Dios en tener lágrimas ni estos gustos ni ternuras, sino en servir con justicia y con fortaleza de ánima y humildad”. Dios nos puede regalar con estos gustos, claro que sí, a veces lo hace si nos ve con la necesidad. Sin embargo, la persona de fe no se detiene en ello, ni le da importancia, porque la fe se funda en la confianza, es un: “sé de quién me he fiado”. Lo determinante es ir a la oración desnudos de falsedad, abiertos a vernos sin miedo, para que ella vaya iluminando los oscuros recovecos, verlos y asumirlos con una mirada serena, benévola, limpia, penetrante y auténtica.
La oración nos ayuda a situarnos ante la vida y sus conflictos, con actitudes nuevas, transformadas y transformadoras, más evangélicas y bondadosas. Así, poco a poco, casi imperceptiblemente, irá naciendo la iluminación interior, que no es sino andar en verdad, en justicia, paz y libertad, en amor hacia nosotros mismos y los demás. La oración obra gracia configuradora con Cristo, nos va fortaleciendo en la fe, nos abre a una mayor caridad en acogida amorosa hacia la creación y los hermanos, nos hace sencillos y humildes, nos abaja de toda posible altivez, nos humaniza a modo de la humanidad de Cristo. Nos hace andar en amor y perdón.
Y quiero destacar también la oración hecha con la ayuda de la Palabra. Esta es una tradición muy antigua, pero poco fomentada en las parroquias. Se toma un texto de la Escritura, se lee, se reposa, se piensa, se escucha, se contempla en silencio y, poco a poco, el Espíritu va obrando la gracia iluminadora de la palabra en el corazón que la acoge amorosamente. Se abre una claridad en la mente que deviene comprensión, y nos ayuda a aplicarlo en la vida misma. La palabra orada deviene libertadora de vida, ensanchadora del ser.
Y bien, con todo lo dicho, quisiera haber despertado en vosotros la pasión por Cristo. Que vuestra espiritualidad busque abrevar la sed de Dios en Jesús y su Evangelio. Y para finalizar, quiero dedicaros una cita del profeta Oseas: “Yo la voy a enamorar, la llevaré al desierto y le hablaré al corazón”. Dios pide de nosotros atención interior, para hablarnos amorosamente al corazón. Y concluyo con otra frase de Santa Teresa que viene bien al grupo: “Ahora comenzamos y procuren ir comenzando siempre de bien en mejor”. Sois semilla para las nuevas generaciones que están por venir. Coraje y adelante.
Fuente Religión Digital
Biblia, Cristianismo (Iglesias), Espiritualidad, Iglesia Católica
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