Introducción
Hermanos y hermanas: En primer lugar, deciros un amplio gracias, por vuestra invitación y confianza puesta en mí. Creedme, he aceptado porque yo, esta confianza, la tengo también puesta en vosotros, me siento parte integrante del grupo, en comunión, comunicación y oración plena con todos.
El tema que se me ha pedido, Mujer y Evangelio, me ha sido de mucho agrado, porque vivo de lleno una vida para el Evangelio, como el mejor modo de vivir y de ser mujer. Como puedo, y puedo poco, intento hacer de Jesús el centro de mi vida y todo lo vivo referido a Él. Su humanidad alienta la mía, su modo de “pasar haciendo el bien” (Hch 10,38) da sentido a mi hacer y proceder, su libertad, mi libertad, su amor, mi amor, su perdón, mi reconciliación y fiesta. Al fin, como dice Juan de la Cruz. “Amada en el Amado transformada”. Dios nos lleva en un proceso transformador hasta el fin.
No podré dejar de reflejar que, como mujer adherida a Jesús y de Iglesia, muchas cosas las vivo en conflicto. El sí a Jesús, ser y hacer Iglesia, son realidades claras en mí, pero la controversia con el sistema eclesial también es patente y no pocas veces disidente, no soy una ortodoxa. Pero miro a Jesús y me descansa ver que Él tampoco fue un ortodoxo, también mantuvo una actitud controvertida ante el poder del sanedrín y las autoridades judías, chocó frontalmente con lo establecido y le valió la muerte en cruz. Sigo a Jesús porque su vida me convence, porque abrió un camino de libertad, amor y confianza que me pone seguridad. Porque me ha sostenido en mis muertes y me ha resucitado. Por esto y mucho más, yo quiero ser testigo de Jesús, viviendo con Él y con los hermanos una vida para el Evangelio. Y con este preámbulo comienzo el tema.
Mujer y Evangelio
Creo que estas dos realidades – Mujer y Evangelio – están profundamente conectadas, porque, si hay alguien que no abandonó nunca a Jesús fueron las mujeres. Ellas, desde el nacimiento hasta la cruz y resurrección, son las que intuyeron con más agudeza la novedad de vida que Él ofrecía. Junto a Jesús se sintieron acogidas, curadas, perdonadas, amadas, interpeladas, hasta hacerse seguidoras incondicionales de un hombre que no las condenaba ni las discriminaba, a su lado se hallaron amadas, respetadas y favorecidas por Él.
Pero no quiero incidir mucho en lo de “la mujer”, prefiero englobar el término humanidad, junto con seguidores y seguidoras de Jesús, como inclusión de todos y todas, porque en Jesús, todos y todas, recibimos la plena justicia del Reino. La exclusión no viene por Él, sino de los varones del sistema patriarcal que, más que atender al Evangelio, comienzan a mirar más los intereses de poder, dominio y control, que la posibilidad de expansión del Reino por medio de las mujeres.
Cuando comienza la institucionalización de la Iglesia, para los hombres pronto se hace intolerable que la mujer tenga la misma posibilidad de palabra, puesto y acción que ellos. Así, durante el siglo segundo, se inicia una nueva discriminación y exclusión. Hay una frase concreta en 1Co 14,34 que dice: “Las mujeres deben guardar silencio en las reuniones de la iglesia, porque no les está permitido hablar. Deben estar sometidas a sus esposos, como manda la ley de Dios. Si quieren saber algo, que se lo pregunten a ellos en casa, porque no está bien que una mujer hable en las reuniones de la iglesia”. Esto es determinante para ver lo pronto que la mujer queda excluida del sistema que se iba formando. Aunque los expertos dicen que esta frase no es de Pablo, sino una interpolación tardía de los “paulinistas”, para reforzar sus teorías patriarcales con la autoridad del apóstol. Pablo se valió de las mujeres para crear comunidades, lo hacía con amplia libertad, no las excluye. Aunque también fue cediendo a causa de los conflictos que empezaba a causar el protagonismo femenino.
Añado también que no debemos medir el seguimiento y los servicios en la comunidad eclesial desde el sexo, hombre o mujer, sino desde la disponibilidad a ejercer los diferentes carismas que el Espíritu Santo inspira en las personas, sea hombre o mujer, para el servicio. Lo importante es la atención a las gentes e implantar la verdad, bondad y belleza de una vida para el Evangelio. Lo decisivo es que todos puedan conocer a Jesús y la vida que nos ofrece. “Ya no tiene importancia el ser judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer; porque unidos a Cristo Jesús, todos sois uno solo” (Gal 3,28). Hombre y mujer somos humanidad de Cristo. Y llevamos siglos y milenios, sometidas las mujeres a esta discriminación mantenida por las leyes y jerarquía eclesiástica. Esto no es de Jesús, no del Evangelio, no es de Dios. Ser humanidad nueva, es fomentar la integración de todos, no ser excluyentes. La vida del Reino que Jesús ha venido a implantar es misericordia y justicia Dios.
Hemos de tener la valentía de eliminar toda forma de dominación sobre las demás personas. Sobre las mujeres en la Iglesia, esto es una tarea que la jerarquía eclesiástica debe afrontar con inmediatez. Y ya no lo vamos a callar. Es un pecado que todavía no han reconocido. Las mujeres deben, como los hombres, no solo ocupar puestos de responsabilidad, sino también acceder a la posibilidad de diaconado y presbiterado, ya que se ha demostrado que no hay razones teológicas para no ejercer este servicio, como uno más dentro de la Iglesia.
En la sociedad del tiempo de Jesús, la mujer era un ser relegado a la custodia de los padres y, una vez casada, quedaba sometida al marido. La vida pública no les estaba permitida y su sometimiento estaba reglado hasta en la forma de vestir. Era obligatorio el velo en la cabeza y la cara cubierta para no ser vista. A los doce años era considerada mayor y casadera. El marido podía tener otras mujeres y pedir el divorcio, ella era mujer de un solo marido y sin derecho a pedir divorcio. Si no tenía hijos, el marido podía divorciarse y tomar otra mujer. Según la Ley, todo judío tenía que subir a Jerusalén, para las mujeres no era necesario. Los evangelios relatan que Jesús subió a Jerusalén acompañado por las mujeres y discípulos varones juntos. Los niños aprendían a leer la Torá, las niñas no.
En el Templo había un lugar reservado solo para las mujeres y solo escuchaban la liturgia sin participación. Y para colmo, estaban etiquetadas de chismosas y mentirosas. Sin embargo, Jesús no hizo caso de estas normas y se dejó acompañar por las mujeres. Su relación con ellas fue de abierta naturalidad, dialogaba con ellas, las curaba, las perdonaba, entraba en sus casas a hospedarse. Recriminó a los hombres su actitud sobre al divorcio y dejó claro que el peor adulterio es la perversión del corazón. Todas estas cosas ponían a las autoridades judías y hombres de la ley en guardia contra Jesús por su atrevimiento y por cuestionar las tradiciones y leyes.
Es muy significativa la amistad de Jesús con María Magdalena. Su relación con ella refleja un particular afecto, delicadeza y finura de trato. Ella será la que inicie la vida nueva del Jesús resucitado. Mientras los discípulos huyeron tras el arresto por miedo a los judíos, las mujeres siguieron los acontecimientos de cerca, no le dejaron solo. El amor hace capaz a las mujeres de permanecer al pie de la cruz. El amor las tiene en vilo para ir temprano al sepulcro y hallarlo vacío. Surge el espanto, ¿qué han hecho con el cuerpo?, ¿dónde lo han puesto? A la entrada del sepulcro hay oscuridad, vacío y desconcierto. María llora, busca y espera. Cuando cree ver al hortelano le pregunta si se lo ha llevado él. Jesús la llama: “¡María!”, ella se llena de asombro, le reconoce y exclama: “¡Rabboni!, Maestro”.
A los pies del Resucitado lo quiere apresar, pero Jesús le dice: “Suéltame”, para poder ser el amor humano-divino, para que el amor dilate lo poco que has alcanzado y vislumbrado de mí. Las migajas que has saboreado quieren ser pan que abastece la necesidad. “Suéltame”, para que puedas contemplar a Dios y puedas así transformar el mundo conmigo. No huyas del mundo, no le temas, no me busques fuera de él. Yo vivo inmerso en él, yo amo este mundo, yo he venido por amor a redimirlo, hállame en él, lo harás cuando me halles en ti y en los hermanos, cuando aprendas a hallarme en todo.
Llamar Jesús por su nombre a una mujer es darle identidad, dignidad, reconocimiento. Y en la pronunciación del nombre, la humanidad entera queda llamada a reconocer a su Señor, cada uno adivina y oye su nombre porque, en el nombre de “María” está inscrito nuestro nombre, los nombres de toda la humanidad. Los hijos e hijas de Dios hemos sido llamados a hacer expansivo el mensaje de la salvación hasta los confines de la tierra. Ha nacido la misión. Hemos visto al Resucitado y hemos creído en Él. No se trata de un tocar y palpar físicamente. La vida de fe tiene ojos interiores, otra mirada, otra luz, otra manera de ver y entender. El Resucitado es la vida nueva que todo lo ilumina. Todo va a ser diferente, la humanidad irá de liberación en liberación, una libertad imparable que a todos pone alas.
La fe de la Iglesia nace del Jesús resucitado que se ha aparecido a sus discípulos. La fe en el Resucitado es afirmación de nuestra propia resurrección. Hemos resucitado con Él, la fosa ha quedado vacía para siempre, Jesús nos ha sacado de nuestros sepulcros de muerte, por delante es la luz del Resucitado. Ya nadie va a morir. Somos los hijos e hijas de la Luz y la vida, y Jesús nos ha sentado con Él junto al Padre, toso está cumplido. Estas verdades de fe son ya realidad aquí y ahora. El cielo ha comenzado en este suelo. Somos los libertados, nadie está por encima de nadie. Todos recibimos el hálito del Espíritu Santo, que nos llena de Dios mismo. Ha comenzado el tiempo de la comunidad y la fraternidad que nos iguala a todos.
Las mujeres a lo largo de la historia de la Iglesia
A vista de pájaro vemos que Jesús, además del grupo de los Doce, se deja acompañar por las mujeres. Tras la resurrección, comienza la misión y con los apóstoles, las mujeres son testigo principal del anuncio. En Hechos de los apóstoles vemos la presencia de mujeres como Prisca y Áquila, Lidia Trifena, Trifosa, Pérside. Febe y Junia, como diaconisas, al frente de comunidades. Se reunían en sus casas, rezaban y comían la cena del Señor. Pablo cita también a Lidia, Ninfa Evodia y Síntique. Consta que hubo entre ellas diaconisas y profetas.
A lo largo de la historia, las mujeres serán presencia principal en la transmisión de la fe a las generaciones nuevas, en el hogar con los hijos, amigos y vecinos. Practican las obras de caridad asistiendo a los necesitados. Sin embargo, dentro de la Iglesia, tanto las mujeres como el pueblo de Dios, quedaron relegados a una simple asistencia de cumplimientos sacramentales, ritos, catequesis, sin implicación en puestos de gobierno, porque todo fue pasando a manos del clero que, entre religiosos, curas y monjes, lo clerical creció como un gran ejército, quedando las mujeres y el laicado al margen de todo. Bajo un imperio cada vez más poderoso y controlador.
Durante la Edad Media fue impresionante la gran obra de las beguinas. Estas mujeres seglares fueron capaces de organizarse y adquirir una autonomía propia que se expandió por toda Europa, llegando a ser más de un millón. Esa autonomía era un reclamo para las jóvenes de su tiempo, porque les permitía una libertad de la que no gozaban en sus casas ni en la sociedad. Tanto los edificios como la labor humanitaria emprendida, fue todo iniciativa de ellas. Asistían a enfermos y a los pobres, enseñaban a leer y escribir a los niños. Su actividad era una auténtica caridad cristiana. Era también lugar de encuentro de algunos clérigos que se acogían a su formación intelectual y a la comunicación y acompañamiento de almas. Trabajaban para mantenerse, cultivaban la formación y la vida de oración. Las hubo muy cultas. Admirable fue la obra de Margarita Porete, con su libro El espejo de las almas simples, un auténtico libro de mística, que le valió ser llevada a la hoguera, condenada por las autoridades eclesiásticas.
Y como siempre ha sucedido a lo largo de la historia con toda obra emprendida por mujeres, pronto fue controlada por la jerarquía eclesial, que no miraba con buenos ojos aquella propagación y autonomía que tenían y que iba en aumento. Finalmente fueron sometidas por las autoridades que las dispersaron encerrándolas en conventos. En la vida monástica y contemplativa, muchas fueron las que destacaron en la promoción de las mujeres cultivando lo intelectual, lo artístico, la vida común, el trabajo. Gran ejemplo fue Hildegarda de Bigen, escritora de libros de medicina y de mística. Clara de Asís, destaca por ser la primera mujer que escribió una Regla para conservar la obra de su hermano y amigo Francisco de Asís. Los escritos de Santa Teresa de Jesús, primera mujer que fundó una orden de religiosos.
Leer más…
Comentarios recientes