12.9. Dom 24 TO. Jesús, Pedro y Mahoma (Mc 8, 27-35)
El evangelio de Marcos ha situado el momento clave del cambio de Jesús en Cesárea, en los dominios de Felipe, a quien su hermano Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, había “tomado” su mujer”. Jesús ha salido de Galilea, hacia el norte, hacia las fuentes del Jordán, en los límites del antiguo Israel.
Se ha distanciado de su gente habitual, de los artesanos y sedentarios de su tierra, como si quisiera tomar distancia para descubrir mejor su tarea: volver a Galilea, para quedarse allí, o ampliar su mensaje hacia las tierras del entorno, donde habitan más gentiles, o subir a Jerusalén, llevando allí su mensaje de Reino…
En este contexto ha introducido Marcos la escena básica del reconocimiento de Jesús y su decisión mesiánica, una escena ejemplar, que nos permite fijar la postura de Jesús y la de Pedro, el “representante” de sus discípulos, comparándola con la de Mahoma y el Islam. Retomo y replanteo así un tema esencial del cristianismo, del que me he ocupado ( en otro plano) al reproducir en días pasados un diálogo y discusión de la Cortes de España, en relación con el 11M 2004. 12.09.2021 | X Pikaza
Texto
(1) Salió Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesárea de Felipe, y por el camino les pregunto: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?”. Ellos le dijeron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas”.
(2) Y él les preguntaba: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Pedro le contestó: “Tú eres el Cristo.” Y él les mandó enérgicamente que no hablaran a nadie acerca de él.
(3)Y comenzó a enseñarles que era necesario que el Hijo del hombre sufriera mucho y fuera reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que le mataran y que resucitaría a los tres días. Hablaba de esto abiertamente.
(4) Tomándole aparte, Pedro, se puso a reprenderle. Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: “¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.” (Mc 8, 27-35) [1].
JESÚS Y PEDRO. DOS ESTRATEGIAS.
Presentación del texto:
Pregunta y opiniones. ¿Quién dicen los hombres que soy yo? Jesús quiere realizar un camino público y su proyecto resulta inseparable del reconocimiento de la gente. No realiza su tarea a solas, sino para que puedan acompañarle. Es mensajero de un Reino abierto a los demás y, por eso, la opinión de aquellos que aceptan o rechazan su camino forma parte de su proyecto y tarea. En ese contexto se enmarcan las opiniones de la gente, que sitúan Jesús entre las esperanzas y figuras tradicionales de Israel (Elías, los profetas, Juan), sin destacar expresamente su diferencia mesiánica.
Crisis mesiánica: Tú eres el Cristo. Jesús depende de la acogida de la gente y, de un modo especial, de la respuesta de aquellos a quienes ha llamado, para que asuman su misma tarea de Reino. Necesita seguidores y sin ellos no puede actuar como Mesías o mensajero de Dios. Eso supone que asume el riesgo de quedar en manos de opciones mesiánicas distintas de la suya, opciones que ponen en crisis su mismo movimiento, de manera que él puede ser manipulado o rechazado por sus discípulos. En ese contexto, la respuesta de Pedro, que le sitúa en un campo de mesianismo davídico forma parte del proyecto de Jesús.
Ratificación. El Hijo del Hombre tiene que sufrir. Jesús acepta la respuesta de Pedro, pero interpreta su mesianismo en una línea de entrega/muerte del Hijo de Hombre, no de triunfo nacional judío. En un momento dado, que Marcos ha fijado en este pasaje, pero que ha tenido, sin duda, un desarrollo progresivo, Jesús ha descubierto que no puede ser Mesías si no está dispuesto a “entregar su vida”, dejando que le maten. Sólo a partir de ese descubrimiento, ha podido confirmar su proyecto mesiánico, de un modo distinto al que querían Pedro y sus discípulos: actuar como Mesías implica asumir el riesgo de subir a Jerusalén sin armas ni poderes externos, estando dispuesto a morir (no “para” morir).
Disputa con Pedro y los otros discípulos: “Quítate de mi vista”. Jesús ratifica su visión “mesiánica”, alejándose de Pedro y de su mesianismo. En este contexto recoge el evangelio un enfrentamiento: su proyecto de Reino resultaba discutible y ha sido discutido por el mismo Jesús con sus discípulos. Todo nos permite suponer que el texto actual de Marcos recoge controversias mesiánicas que debieron darse en la comunidad primitiva, pero en su base hay un fondo histórico: el mismo Jesús ha debido ir precisando el sentido de su envío mesiánico, en relación con sus discípulos.
Dentro del evangelio de Marcos (y de Mateo), el pasaje citado (Mc 8, 27-33 par) actúa como texto-bisagra, recogiendo, por un lado, la experiencia anterior del mensaje-vida de Jesús (lo que él ha significado) y abriéndose, por otro, hacia la culminación de su camino. De esa forma, Jesús ha querido sacar las consecuencias de aquello que ha realizado, pues sólo así ha podido situarse ante la urgencia y tarea de lo que debe hacer (y padecer) en el futuro, en diálogo y discusión con Pedro. No se trata de oponer la bondad de Jesús a la maldad de Pedro, sino de trazar el sentido y consecuencias del mesianismo que ha iniciado en Galilea y que debe culminar en Jerusalén.
En el fondo, tanto Jesús como Pedro sienten la “atracción” de Jerusalén, ciudad que no se nombra, pero que domina toda la escena, pues un profeta de Dios debe manifestarse en Judea, para que todos vean las obras que hace (cf. Jn 7, 1-8), y debe culminar su misión en Jerusalén (cf. Lc 9, 51; 13, 33). (1) Pedro supone que, si es Mesías, Jesús tendrá que “subir” a Jerusalén como Hijo de David, para coronarse ante Dios, como el rey antiguo. (2) Pero Jesús, en contra de Pedro, decide subir a Jerusalén como Hijo de Hombre, pero no en línea de imposición y triunfo externo, sino de entrega de la vida a favor de los demás (aunque no “para” que le maten, como suponía Schweitzer).
Tal como se plantea aquí, esa oposición entre Pedro y su maestro sólo puede entenderse plenamente en perspectiva pascual, como reflexión posterior de la iglesia. Pero ella refleja también una experiencia histórica, propia del camino mesiánico de Jesús, en el que Pedro (que se llamaba en principio Simón) actúa como representante de los Doce. Pedro actuará más tarde como “fundador” de la Iglesia, el primer varón que ha visto y creído en Jesús resucitado. Pero aquí se presenta como portavoz de aquellos que han querido entender y desarrollar el mesianismo de Jesús en forma triunfante (es decir, en la línea de un David nacional). En ese sentido, este pasaje refleja las tensiones mesiánicas de los seguidores de Jesús, que no han sido discípulos pasivos, sino que han discutido con él y han querido influir en su camino.
La propuesta de Pedro forma parte de la estrategia tradicional del mesianismo israelita. Posiblemente no implica violencia militar, pero busca y supone un triunfo externo: un tipo de poder que sea capaz de expandirse, si hace falta, por la fuerza, como propondrán los zebedeos, que quieren “sentarse” a los lados de Jesús, como ministros de un rey poderoso (cf. Mc 10, 35-37). Pues bien, en contra de eso, Jesús no subirá a Jerusalén para tomar el poder, sino para instaurar un Reino donde no exista poder externo. En este contexto, más que Mesías davídico, al estilo clásico, Jesús será Hijo del Hombre, alguien que puede y quiere dar la vida por los otros.
La estrategia de Jesús no se define, simplemente, como pura no-violencia pasiva, ni tampoco como resultado de una conquista militar (ni de una victoria “democrática”: como voluntad de la mayoría), sino que implica una decisión mucho más honda de “quedarse” en manos de los “hombres”, es decir, de las autoridades de Jerusalén, que aquí aparecen desde la perspectiva del Sanedrín judío (sacerdotes, escribas, ancianos). De esa forma visibiliza su mensaje y lleva hasta el final la estrategia de los “itinerantes”, a quienes hemos visto ya en Galilea, poniéndose en manos de aquellos a quienes anunciaban y ofrecían el Reino, fueran o no recibidos.
Al mismo tiempo, Jesús sube a Jerusalén haciendo un camino con sus discípulos, de manera que elabora y comparte con su estrategia de Reino, aunque ellos no le respalden plenamente. Les ha enviado ya como itinerantes, pidiéndoles que ofrezcan el Reino y que curen a los hombres y mujeres que quieran recibirles, quedando así en sus manos (corriendo el riesgo de no ser recibidos). Ahora sube con ellos, no para quedarse en las casas de los campesinos galileos, sino “en la gran casa” de Jerusalén (que es un microcosmos, signo de la humanidad entera), ciudad donde debe revelarse el Reino y que ahora se encuentra controlada por sacerdotes judíos y soldados romanos.
Jesús y Pedro, dos estrategias
Estrategia de Jesús. Quiere fundarse en el Dios de la Escritura. En el fondo de su opción de Hijo de Hombre, que sube sin “poder” externo y queda “desarmado” en manos de las autoridades de Jerusalén, se expresa la voluntad salvadora de Dios, que se define en los evangelios por la palabra dei: es necesario. “Es necesario” que las Escrituras se cumplan, pero no a través de un Mesías victorioso, sino de un Mesías-Hombre que se entrega en manos de los poderes de Israel, como destacará todavía con más fuerza el segundo “anuncio” de la pasión (en Mc 9, 31). Según vamos indicando en este libro, la Escritura es un camino abierto, que se va realizando y concretando a medida que los hombres lo recorren. Jesús, hombre de Escritura, no aparece aquí como Moisés, ni como Elías, ni como un simple David-Mesías, sino como Hijo de hombre, que anuncia el Reino de Dios, poniéndose en manos de las autoridades de su pueblo.
Estrategia de Pedro. Se funda igualmente en la Escritura y resulta humanamente más viable, en la línea del dominio mesiánico, es decir, de la toma de poder. También Pedro interpreta las promesas y traza un camino de despliegue positivo del movimiento del Reino. Pero, conforme a la visión de Jesús, la lectura mesiánica de Pedro se sitúa en la línea de “la lógica de los hombres” (de la toma de poder), de manera que no responde a la intención de Dios (“tus pensamientos no son los de Dos, sino los de los hombres”: Mc 8, 33). (1) Ésta fue la lógica de los macabeos y de sus sucesores, tal como ha sido asumida por los sacerdotes de Jerusalén, que asumen el poder (o lo comparten con Roma), diciendo que realizan la obra de Dios. (2) Ésta es la lógica de los zebedeos, que quieren tomar el poder, aunque pretendan hacerlo “para bien del pueblo” (cf. Mc 10, 35-45); ciertamente, quieren ser mejores que otros representantes del mundo, pero, al fin, siguen situándose en una línea de dominio impositivo.
La lógica de Jesús no se expresa a través de la toma de poder, sino, al contrario: exige que los aspirantes mesiánicos queden sin defensa externa, por amor y fidelidad de Reino, en manos de aquellos que tienen el poder, para realizar así, gratuitamente, la obra del Reino. Ésta es la gracia del Dios de Jesús, que no actúa con violencia, desde fuera (desde arriba), sino que se pone al servicio de la vida, del Dios que se expande de un modo gratuito, y que por eso ama a los hombres desde su misma debilidad, introduciéndose en ella, para enriquecerla con amor, sin imponerse a la fuerza. Ésta es la que Jesús ha desarrollado volviendo al origen de la Escritura, para interpretarla desde los conflictos y esperanzas de su pueblo, resolviendo así, con su propia vida, los problemas básicos de la historia y tradición israelita.
Jesús retoma el inicio de la Creación (Génesis). No se ve claro si lo afirma expresamente (no dice ¡quiero reinterpretar la creación!), pero de hecho lo está haciendo. De esa forma replantea el sentido básico del despliegue de la humanidad, asumiendo y resolviendo de un modo distinto (mesiánico) el enfrentamiento que la Biblia ha situado en los primeros capítulos del Génesis (Gen 4-8), con las historias que van desde el asesinato de Abel hasta el diluvio. En esa línea se podrá decir que es Hijo de Hombre, el nuevo ser humano (hombre y mujer), en sentido inclusivo, pues reproduce y recrea el camino de Adán (de Caín-Abel etc.), según la experiencia israelita, pero en clave de plenitud salvadora.
Jesús reinterpreta el camino del Éxodo (y también el retorno de los cautivos de Babilonia), asumiendo así la condición de los hebreos que buscan libertad. Eso significa que él “encarna” el destino de la humanidad cautiva o esclava en Egipto, para iniciar un camino de éxodo que conduce a la tierra prometida, como supone Ex 15, 17: “los introduces y los plantas en el monte de tu heredad, en el lugar que has preparado como tu morada, en el santuario que establecieron tus manos”. Al final del Éxodo está Jerusalén y allí quiere subir Jesús, no para conquistarla con la fuerza (o para apoderarse de ella), dejando de esa forma de ser pobre (y abandonando así a los pobres reales), sino para culminar su movimiento mesiánico con los mismos pobres, al servicio de todos, desde los expulsados y aplastados de la sociedad. No se puede seguir siendo Mesías de los pobres de Galilea (del mundo entero) si se quiere triunfar en Jerusalén, antes de que todos los pobres queden liberados.
Jesús reformula y trasforma el proyecto davídico, como habían querido hacer los macabeos (hacia el 170/160 a. C.), pero en un sentido muy distinto. Los macabeos, sin apelar directamente a David, se habían alzado contra la “contaminación” del helenismo y de los judíos que lo apoyaban. Pensaron que la “opción griega” iba en contra de la elección israelita y quisieron rechazarla por la guerra. De esa forma propusieron una respuesta limitada (partidista), dictada por la violencia, como aquella que intentarán algunos años después de Jesús los celotas (el 67-70 d. C.). Pues bien, a diferencia de macabeos y celotas, Jesús recrea la respuesta davídica de trasformación a través de la entrega personal sin violencia externa, como gesto de amor activo que puede “convertir” a los otros a través de la propia conversión y entrega, sin combatirles por la fuerza, en un plano más alto de unidad, sin imponerse por la fuerza sobre los hombres. Ésa ha sido la lógica de los itinerantes de Galilea, que culmina ahora, cuando Jesús llega a Jerusalén, como pretendiente davídico, para quedar en manos en manos de aquellos que pueden recibirle o rechazarle, en la “ciudad de las promesas de Dios”[2].
La estrategia de Jesús se entiende así en línea de amor activo, pues sólo el que ama queda (se atreve a quedar) en manos de aquellos a quienes ama, sin buscar seguridades, sin trazar estrategias de lucha violenta. En un sentido, el amante no calcula, no mide, no quiere defenderse, pero en otro se siente capaz de “curar” (es decir, de sanar, de cambiar) a los mismos en cuyas manos se entrega. Por eso, la finalidad de Jesús cuando sube a Jerusalén y queda (se pone) a merced de las autoridades de Israel no es la de ser derrotado y morir, sino la de trazar una respuesta de amor, queriendo que los israelitas (y el resto de los hombres) puedan ser amorosamente trasformados. Jesús no es un suicida temerario, ni un guerrero violento, sino un hombre convencido del poder transformante del amor, que abraza a los mismos enemigos, como él había dicho en el Sermón de la Montaña.
EL CAMINO DEL HIJO DEL HOMBRE. UNA COMPARACIÓN CON MAHOMA
Éste ha sido, a mi juicio, el descubrimiento mayor de Jesús: el mismo impulso del Reino le lleva a subir a Jerusalén, para quedarse allí en manos de las autoridades de Israel, ofreciéndose a sí mismo y ofreciendo su mensaje de Reino. Ésta ha sido la opción suprema de su vida, una opción que Marcos ha situado en Cesárea de Felipe y que nosotros hemos entendido desde el fondo de las tradiciones de la Biblia. En este contexto acepta ya abiertamente el título Mesías (Hijo de David), que él había rechazado o silenciado en un primer momento, presentándose como profeta y/o Hijo de Hombre. Por otra parte, todo lo que se aplica a Jesús puede aplicarse a sus discípulos/amigos, con quienes realiza un camino de Reino: no sube a Jerusalén para separarse de otros hombres sino para descubrir y recorrer con ellos un camino mesiánico que ahora precisamos, en relación al de Mahoma[3].
Mahoma conoció e interpretó certeramente la experiencia y novedad de Jesús quien, a su juicio, no supo (o no quiso) subir a Jerusalén para triunfar, imponiendo de esa forma el Reino, sino que fracasó en su capital, dejándose matar, sin conseguir lo que pretendía. Pues bien, como profeta y mensajero definitivo de la voluntad triunfadora de Dios, Mahoma estaba convencido de que él debía triunfar para establecer su comunidad de sometidos (‘Umma).
Por eso, en el momento del riesgo, cuando vio que podían matarle, planeó y cumplió una estrategia humanamente acertada: hizo que algunos de sus discípulos se refugiaran en Etiopía (hacia el 615 d. C.) y después, rompiendo los lazos tribales y sacrales que le unían con la Meca, “emigró” con la mayoría de sus seguidores a Yatrib/Medina, algunos de cuyos habitantes le habían llamado, fundando allí la comunidad de los liberados (Hégira, año 622).
Como era lógico, tuvo que luchar contra la Meca y, tras ocho años de dificultades y padecimientos, logró volver victorioso, el año 630, para ofrecer e imponer en su ciudad (centrada en la Caaba, un santuario vinculado a la memoria de Abrahán) un equilibrio social que, a su juicio, se fundaba en Dios, logrando el sometimiento de la mayoría de sus habitantes. Murió a los dos años (632), tras haber culminado su tarea, expandiendo e imponiendo el Islam (sumisión a Dios) con palabra y ejemplo, pero también por las armas, en un duro esfuerzo de conquista y liberación.
Mahoma entró en la Meca al mando del ejército de los sometidos a Dios para establecer su “ley”, la voluntad de Dios, sobre el conjunto de la población. Jesús, en cambio, quiso entrar sin armas en Jerusalén, poniéndose por amor en manos de sus autoridades, dejándose matar por aquellos que creían en el Dios de la ley y el orden, no en la gracia. Sabía bien que su camino de amor (su anuncio y entrega) podía suponerle la muerte y la aceptó, por amor. No se echó atrás, no se escondió en su aldea, esperando tiempos más propicios. Tampoco quiso reclutar soldados revolucionarios para iniciar con ellos una marcha popular, subiendo a conquistar Jerusalén, en una guerra que actualmente pudiéramos decir que era “justa”. Superando ese nivel de “justicia”, Jesús estaba convencido de que el Reino es gracia y no puede instaurarse sólo por justicia. Por eso, no emigró o se refugió en algún oasis de seguridad, como Mahoma en Yatrib (Medina), sino que asumió el posible fracaso como camino de Dios (cf. Mc 8, 31; 9, 31; 10, 32-34)[4].
Nada de lo que sucedió en la pasión de Jesús era “necesario” en sentido externo, nada estaba previamente escrito como imposición. Judíos y romanos, Judas y Pedro, autoridades y discípulos conservaron su propia iniciativa al negar o condenar a Jesús. Públicamente había pregonado la llegada de Reino y había decidido subir a Jerusalén, rodeado por unos discípulos que aceptaban y asumían “críticamente” su función de mensajero escatológico de Dios. Los discípulos de Mahoma estaban seguros de su profeta y en conjunto le siguieron y lucharon con él por conquistar la Meca.
Por el contrario, los discípulos de Jesús confiaban también en él, pero manteniendo su propia autonomía (su deseo de triunfo), de manera que en el momento decisivo pudieron “abandonarle”, siguiendo otro camino. Sólo Jesús asumía claramente la posibilidad de su fracaso e incluso de su muerte, aunque aún no estaba decidido lo que sucedería (pues ello dependía de la forma en respondieran los habitantes de Jerusalén)[5].
Pero sigamos con la comparación. Jesús vino de la periferia de Israel (Galilea) y “subió” al centro (Jerusalén) para ofrece su alternativa de gracia, su proyecto de Reino, que es vinculación de amor entre los hombres. No tuvo que salir primero en una especie de Hégira o retirada estratégica, como la de Mahoma, pues él no había empezado su tarea en la capital sino en la periferia, de donde vino a Jerusalén para anunciar la caída de su templo elitista y para promover un movimiento universal de comunión (de amor mutuo), desde los más pobres, sin necesidad de templo. No vino a enseñar teorías interiores, pero tampoco a conquistar el Reino con armas, sino a proponerlo en amor, quedándose sin armas en manos de los hombres.
Mahoma tampoco quería un Reino puramente interior (aunque destacó el valor y la necesidad de someterse a Dios), sino que “impuso” de algún modo un “reino social” o comunitaria, una “umma” de sometidos a Dios, dispuestos a extender su modelo de sumisión al mundo entero. En esa línea, a diferencia de Jesús, Mahoma “tomó” por la fuerza el “templo” (la Caaba de la Meca) y la “purificó” de la idolatría, para convertirla en santuario o mezquita universal para todas las naciones de creyentes. Por eso, los musulmanes siguen teniendo un “santuario” central, vinculado a la memoria de Abrahán y de Mahoma y van a peregrinar allí, para adorar a Dios, una vez en la vida (si pueden). Por el contrario, los cristianos ya no veneran a Dios de un modo especial ni en Jerusalén ni en Garicim o en la Meca, sino “en espíritu y verdad” (cf. Jn 4, 20-21). Como seguiremos viendo, Jesús no purifico el templo para que siguiera siendo templo externa, sino para que los fieles lo abandonaran (había cumplido su función) y descubrieran a Dios en el evangelio[6].
Desde ese fondo se entiende la dificultad que Jesús tuvo para comunicar a los discípulos lo que él entendía y quería sobre el Reino. Ciertamente, quiso que compartieran su camino, aunque ellos apenas lograron entenderlo, como ha puesto de relieve el evangelio de Marcos, cuando interpreta a Jesús desde el trasfondo de la incomprensión y rechazo constante de sus discípulos, que resultan cada vez más incapaces de entenderle y de seguir, hasta que al fe le abandonan (con la excepción paradójica de las mujeres de Mc 15, 40-41.47 y 16, 1-8, como veremos en el capítulo siguiente). Este “fracaso” no depende sólo (ni principalmente) de la cobardía de los discípulos, sino del mismo carácter del Reino, que rompe las expectativas y claves de la historia anterior[7].
El evangelio muestra así una especie de disonancia entre Jesús y sus discípulos, una incomprensión creciente, que se encuentra también motivada por el hecho de que ni siquiera Jesús podía saber y describir externamente la manera en que iban a desarrollarse los acontecimientos. Ciertamente, él tenía un plan, vinculado a la “entrega” evangélica de su vida y, según ella, no podía subir a Jerusalén como soldado, para imponerse por la fuerza, sino que debía y quería hacerlo como amigo (representante y portavoz de un Reino de amigos), para quedar en manos de las “autoridades de Israel” (como los itinerantes quedaban en manos de los más acomodados). Tenía un plan de amor, pero su desarrollo dependía de la respuesta de los responsables de Jerusalén (y de sus mismos discípulos, que le seguían de manera libre, conservando su propia iniciativa).
Jesús no podía compartir la estrategia de los sacerdotes de Jerusalén y de los políticos de Roma, pues ella se situaba en el plano de la racionalidad social y política, es decir, de “juicio” o talión: de medios y fines, es decir, de intereses. Pues bien, Jesús se ha mantenido por encima de ese plano, de manera que hemos podido presentarle como una “mutación” en línea de humanidad: ha renunciado a la violencia, es decir, a la “política”, entendida en forma de cálculo razonado (de medios a fines) en el que intervienen factores de violencia militar o social, para actuar simplemente “por amor”, quedando así en manos de aquellos a quienes venía a ofrecer su mensaje amoroso de Reino.
Ciertamente, él confiaba en Dios, en la presencia de un poder de gratuidad, a quien llama Padre y a quien pide que “venga tu Reino”. De esa forma expresó su fe en un Poder de Salvación que no actúa desde fuera, interrumpiendo el orden de la lógica social, sino que se revela en la misma libertad de los hombres que actúan y toman decisiones. Lógicamente, él debe poner su destino en manos del Dios que actúa a través de una historia humana, en la que influyen las autoridades de Jerusalén y sus mismos discípulos. Ciertamente, no se puede suponer sin más que esos discípulos habían entendido a Jesús de una manera del todo equivocada; más aún, parece que ellos no quisieron ser violentos en línea militar (no eran celotas), pero deseaban que el proyecto de Jesús triunfara; no estaban dispuestos a verle “fracasar”, quedando en manos de las autoridades. Por su parte, las autoridades de Jerusalén tampoco eran violentas, en un sentido perverso, pero estaban dispuestas a defender su parcela de poder y no podían aceptar a un hombre como Jesús, que lo rechazaba. Por eso le mataron, como seguiremos viendo[8].
NOTAS
[1] He desarrollado el tema en Historia y futuro del Papa, Trotta, Madrid 2006. Sobre el entorno de Cesárea, cf. E. Schürer, Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús (175 a. C.-235 d. C., I-II), Cristiandad, Madrid 1985, II, 231-234. Sobre Pedro, cf. R. Aguirre (ed.), Pedro en la Iglesia primitiva, Verbo Divino, Estella 1990; R. E. Brown (ed.), Pedro en el Nuevo Testamento, Sal Terrae, Santander 1976; O. Cullmann, San Pedro, Ediciones 62, Madrid 1967; E. Dinkler, Petrusbekenntnis und Satanswort en Fest. R. Bultmann, Mohr, Tübingen 1964,127-153; P. Dschulnigg, Petrus im Neuen Testament, KBW, Stuttgart 1996; J. Gnilka, Pedro y Roma. La figura de Pedro en los dos primeros siglos de la Iglesia, Herder, Barcelona 2003; F. Mussner, Petrus und Paulus – Pole der Einheit, QD 76, Herder, Freiburg 1976; R. Pesch, Das Messiasbekenntnis des Petrus (Mk 8, 27-30), BZ 17 (1973) 178-195; Simon-Petrus, Geschichte und geschichtliche Bedeutung des ersten Jüngers Jesu-Christi, KBW, Stuttgart 1980; T.Wiarda, Peter in the Gospels: Pattern, Personality and Relationship (WUNT 2/127), Mohr, Tübingen 2000.
[2] En el capítulo 4 he situado la estrategia de Jesús en el trasfondo de los cuatro libros de los macabeos, siguiendo el esquema de J. C. Crossan, Nacimiento del cristianismo, Sal Terrae, Santander 2002, 287. Aquí pongo de relieve sobre todo en la respuesta de 1 Mac. Extensa bibliografía sobre el tema en M. Zimmerman, The Near East: Hellenistic Period (332 – 63 BCE), http://proteus.brown.edu/zimmerman/1805. De un modo especial, cf. E. Bickerman, The God of the Maccabees, SJLA 32, Leiden 1979; K. Bringmann, Helenistiche Reform und Religionsverfolgung in Judaea, Abh.A.kWiss., Göttingen 1983; T. Fischer, Seleukiden und Makkabaer. Beitrage zur Seleukidengeschichte und zu den Politischen Ereignissen Judaa Wahrend der 1. Halfte des 2. Jahrhunderts vor. Chr. Brockmeyer. Bochum 1980; Maccabbees, Books of, ABD IV, 439-450; M. Hengel, Judaism and Hellenism I, SCM, London 1974, 107-254; H. Köster, Introducción al Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1988, 263-346; A. Momigliano, La sabiduría de los bárbaros. Los límites de la helenización, FCE, México 1988; De paganos, judíos y cristianos, FCE, México 1992; E. Nodet, Essai sur les Origines du Judaïsme, Cerf, Paris 1992, 165-211; E. Schürer, Historia del pueblo judío en tiempos deJesús I, Cristiandad, Madrid 1985, 171-322; V. A. Tscherikover, Hellenistic Civilization and the Jews,Jewish.Pub. So., Philadelphia 1959. Ofreciendo una visión de conjunto del tema, G. Theissen, La fe Bíblica en perspectiva evolucionista, Verbo Divino, Estella 2002, 115, afirma que “el primitivo cristianismo ha sido también un intento de solucionar los problemas que brotaron del encuentro entre judaísmo y helenismo”, situándose así en la línea de los macabeos. Pero los métodos han sido distintitos: los macabeos conquistarán Jerusalén y terminarán asumiendo el sumo sacerdocio, para gobernar así al pueblo de Dios. Jesús, en cambio, subirá a Jerusalén sin armas y será condenado por los sumos sacerdotes (descendientes de aquellos macabeos).
[3] Cf. G. Theissen, El Movimiento de Jesús, Sígueme, Salamanca 2005, 96-97. En este contexto se entiende la diferencia entre Jesús y Mahoma, que marca en su raíz las dos grandes religiones monoteístas. (1) Llegado el momento decisivo, Mahoma abandonó el camino de del fracaso, pensando que Dios se expresa en la victoria social y religiosa. (2) Jesús, en cambio, descubrió la presencia de Dios en la misma derrota, al servicio del amor. He desarrollado el tema en Globalización y monoteísmo. Moisés, Jesús, Mahoma, Verbo Divino, Estella 2002. Cf. también: A. Aya, El Secreto de Muhammad, Kairós, Barcelona 2006; J. Kuschel, Discordia en la casa de Abrahán. Lo que separa y lo que une a judíos, cristianos y musulmanes, EVD, Estella 1996; M. Lings, Muhammad. Su vida, basada en las fuentes más antiguas, Hiperión, Madrid 1989; W. E. Phipps, ¿Con Jesús o con Mahoma?, Acento, Madrid 2001.
[4] La estrategia de fuerza que parece haber propuesto Pedro en Mc 8, 27-33 (quizás más cercana a Mahoma) parece más fácil. Lo difícil es lo de Jesús: ponerse en manos de aquellos que pueden matarle, para así “vencerlos” (vencer a la muerte). Jesús no ha ocultado su camino, no ha llevado a sus discípulos a ciegas (a la fuerza), de manera que ellos han podido traicionarle, negarle, abandonarle. Tenía una estrategia y la ha seguido, pero ella dependía no sólo de sí mismo y de la ayuda de Dios, sino también de la respuesta de los hombres. Los héroes de la tragedia griega eran “actores”: no podían decidir y cambiar su papel o destino, sino sufrirlo, es decir, interpretarlo en lucidez altiva. Mahoma y sus compañeros eran estrategas político-militares, con una intensa inspiración religiosa, y así planearon un camino y pudieron recorrerlo. Jesús no era trágico ni estratega político, sino un hombre de Reino, alguien que actúa en libertad de amor, amorosamente, sin imponer su proyecto. Por eso han podido matarle y le han matado.
[5] En ese contexto podemos hablar de la solidaridad de Jesús, que se apoya por amor en discípulos poco fiables, y de su sabia ignorancia, que deja en manos de Dios la decisión final del Reino, pues así lo exige su “conocimiento” de la vida, como indican los anuncios de pasión (Mc 8, 31-32; 9, 30-32; 10, 32-34), que transmiten una experiencia antigua, aunque reformulada tras la pascua. Esta sabia ignorancia de Jesús seguirá definiendo el desarrollo posterior de este libro, que aquí situamos a la luz de un Dios que también “ignora por amor”, sabiendo que el amor triunfará al final, pero dejando en manos de los hombres la marcha de la historia. En esta línea se entienden las densas palabras finales de un libro de A. Geshé, donde Dios aparece “conociéndose a sí mismo” en los hombres; éste es el Dios que no puede imponerse desde fuera, ni imponer su mesianismo, sino que se busca a sí mismo y descubre su misterio caminando con los hombres. «Pero si Dios es de algún modo un poco enigma para sí mismo, ¿no será por esta razón por la que él tiene necesidad de comprenderse en nosotros? ¿No será este, como puede verse en el Pórtico de Chartres, uno de los sentidos de la creación y de la encarnación? Dios aparece allí revolviendo los cabellos de Adán, al mismo tiempo que está buscando la manera de descifrar en ese Adán los rasgos de su propio Verbo, que un día se encarnará. ¿No será quizá ésta una de las respuestas al Cur Deus homo, al “por qué se ha hecho Dios hombre” de san Anselmo? Dios viene a proponer al hombre una cuestión, para comprenderse a sí mismo. “Si vosotros no me confesáis [si yo no me comprendo gracias a vosotros] yo no existo”, dice el Talmud. Cuando vosotros me confesáis [cuando yo me comprenda en vosotros], entonces yo soy. “En el momento en que el alma realiza su confesión ante la faz de Dios, y en el momento en que ella reconoce y atestigua así el ser de Dios, sólo en ese momento adquiere Dios también realidad . Según eso, también el hombre revelaría a Dios, e incluso le revelaría a él mismo» (cf. de A. Geshé, El sentido, Sígueme, Salamanca 2004, 197). Eso significa que ni Dios tiene las cosas resueltas desde fuera, por arriba, sino que camina en amor con su Cristo.
[6] Después de casi XVII siglos de interpretación “ontológica” de Jesús, motivada por el “genio” griego, el estudio de la Biblia vuelve a situarnos en el lugar donde nos dejaron los relatos de la historia de Jesús. Eso nos permite plantear de nuevo el tema del origen del cristianismo, en diálogo con el Islam (y las otras grandes religiones). En el comienzo del diálogo entre cristianos y musulmanes debe ponerse otra vez la vida histórica de Jesús, tal como se encuentra atestiguada por los evangelios. En este campo resulta esencial la forma distinta en que cristianos y musulmanes interpretan el “sentido” sagrado de Jerusalén y de la Meca. El hecho de que los cristianos no tengan “alquibla” (ni hacia Jerusalén, ni hacia la Meca) sigue siendo ejemplar.
[7] Así lo ha destacado, por ejemplo, R. M. Fowler, Let the Reader Understand. Reader-Response Criticism and the Gospel of Mark, Fortress, Minneapolis 1991. Para una visión panorámica del tema, cf. M. Navarro, Marcos, Verbo Divino, Estella 2006.
[8] Podemos resumir el tema en tres puntos. (1) Jesús se puso en manos de las autoridades, esperando un posible cambio, una intervención especial de Dios, en línea de gratuidad, que trasformaría los corazones de las autoridades de Jerusalén, sin violencia externa. Pero esa intervención no se produjo, de manera que tuvo que aceptar su muerte. Quizá había esperado también un signo humano (vinculado a la “conversión” de los sacerdotes y Pilato). Pero ese signo tampoco se produjo y no tuvo más remedio que acoger la muerte. (2) Los discípulos debían tener unos planes particulares, que no coincidían del todo con los de su Maestro. Quizá esperaban un “gesto de poder” de Jesús, con una intervención maravillosa de Dios, un signo que no se dio y, por esto, ante la muerte de Jesús huyeron. Así abandonaron a Jesús, pues había algo que no respondía a sus expectativas. (3) Sólo tras la muerte de Jesús los discípulos “descubren” e interpretan de un modo distinto el sentido mesiánico de todo lo anterior, recuperando así elementos y motivos que antes no habían comprendido. El Reino de Dios no es está fijado de antemano, sino que el mismo Jesús y sus discípulos tienen que irlo descubriendo en su camino, como seguiremos viendo (cf. Jn 12, 16).
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