El grito del silencio
A propósito de Mc 6, 30-34
Bernardo Baldeón
Madrid.
ECLESALIA, 19/07/21.- Érase una vez un reino que era muy ruidoso; el chirrido de las máquinas, el estruendo de los cuernos y los gritos de las gentes lo llenaban todo y el ruido llegaba hasta los confines del mismo.
Un año, el joven príncipe que había crecido en medio del ruido, declaró que el día de su cumpleaños quería oír el ruido más grande del mundo. Publicó un edicto diciendo que el día de su cumpleaños, a mediodía, todos los ciudadanos de su reino se reunirían delante del balcón del palacio y durante un minuto gritarían con toda la fuerza de sus pulmones.
En un rincón lejano del reino una mujer encontró el edicto ridículo y preocupante y dijo a su marido que mientras los otros gritaran, ella abriría simplemente la boca y haría como que gritaba. Se lo contó también a su mejor amiga y esta a otra y aquella a otra…
Cuando llegó la hora señalada, el reino, por primera vez en su historia, se calló. Y el joven príncipe escuchó, por primera vez en su vida, el canto de los pájaros, el murmullo del agua de los arroyos y el susurro del viento entre las hojas de los árboles… El príncipe lloró de alegría.
Nosotros también vivimos en el reino del ruido. Ruido en las calles, en las casas, en los coches y en los corazones.¿Cuándo es la última vez que experimentaste la alegría de un profundo silencio? Cuanto más civilizados creemos ser más ruidos experimentamos.
Dicen que el silencio es precioso, pero ¿quién lo necesita? Hacemos cosas por dinero, por placer y otras muchas para matar el tiempo. Dicen que cuando Adán se aburría con la pacífica compañía de Dios, Dios dio cuerda al primer reloj. Desde ese momento, el reloj se ha convertido en nuestro tirano y marca el ritmo de nuestras vidas.
Jesús, en el evangelio del domingo pasado (Mc 6, 30-34), invita a sus discípulos a un sitio tranquilo para descansar con Él. Este aparte, este tiempo de paz y oración, de quietud y descanso, es tan necesario como el respirar. Sin él podemos perder el centro. Donde está tu tesoro allí está tu centro. Y Dios es nuestro origen y nuestro destino. Nosotros, como los apóstoles, necesitamos un lugar y un tiempo para descansar, orar, escuchar y aprender de Jesús.
Cuando queremos conocer a alguien le preguntamos cómo se gana la vida. Soy maestro, bombero, oficinista, abogado… Y así pensamos que conocemos ya toda su vida. La mejor manera de conocer una persona es saber lo que hace en su tiempo libre. Más importante que lo que uno hace es saber quién eres cuando no haces nada.
Nada de lo que nosotros podemos hacer nos hace más valiosos de lo que Dios ya nos ha hecho a cada uno.
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