Introducción
Jesús necesita saber la verdad de esta mujer, su experiencia de enferma y oprimida por una ley falsamente religiosa de varones, para seguir así curando, creando iglesia. Para responderle, ella no saca la Misná judía ni lo que dice un tipo de pretendido dogma o catecismo oficial sobre las mujeres (¡eso a Jesús no le importa, ya se lo sabe!). Esta mujer hace algo mucho más profundo: Cuenta a Jesús y a todos sus acompañantes su verdad de oprimida y hemorroísa, no solamente su anécdota particular de “tocadora” (buscadora) de un Jesús de carne, sino su verdad universal de mujer oprimida que quiere ser curada
El texto dice que ella le cuenta toda la verdad (con eipen: la verdad se narra, no se demuestra con teorías inventadas) toda la verdad (pasan tên alethêian). No hay en el evangelio, ni en el Nuevo Testamento, ni en toda la historia de la Iglesia una “palabra” (una confesión) más importante que ésta. Sólo una mujer tiene y dice “toda la verdad”, ante el Dios de Cristo y de la Iglesia, y sólo tras escucharla y aprenderla, Jesús podrá seguir curando a la niña enferma del eclesiástico y a todos los demás.
Hasta el día de hoy (año 2021), en su conjunto, la iglesia no ha sabido (o querido saber) la verdad que cuenta (confiesa) esta mujer. He comentado este pasaje en un libro sobre la Familia en la Biblia y en un comentario de Marcos. Desde ese fondo, con la ayuda de dos comentarios de mujeres (de M. Navarro y E. Estévez) quiero comentar este evangelio.
Mujer con hemorragia (5, 24b-29) ( [1] )
Mc 5 24b…. Y mucha gente lo seguía y lo estrujaba, 25 y una mujer que padecía hemorragias desde hacía doce años, 26 y que había sufrido mucho con muchos médicos y había que gastado todo lo que tenía, sin provecho alguno, yendo más bien a peor, 27 habiendo oído hablar de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. 28 Pues se decía: Si logro tocar aunque sólo sea su manto, quedaré curada. 29 E inmediatamente se secó la fuente de su sangre y supo por su cuerpo que estaba curada del flagelo.
Según la Misná judía y gran parte de la práctica eclesiástica cristiana, esta mujer es fuente y foco de impureza (¡tiene que estar escondida en una casa de “arrecogías”, como monjas de clausura a la fuerza!), pero ella sale y avanza escondida y miedosa, en medio del gentío, pues si la reconocen tienen que expulsarla del grupo, haciendo un hueco en su entorno o incluso apedrearla.
Nadie puede ponerse en contacto con ella, ni tocar sus pertenencia personales. Es una muerta viviente, expulsada de la sociedad y condenada a su propia soledad impura, por causa de una ley religiosa, defendida con celo por las «sinagogas» (por los archisinagogos, como éste al que Jesús acompaña). Pues bien, esta mujer, que no ha podido ser curada por la medicina (5,26), no se ha resignado a vivir como lo manda la ley israelita.
Es persona sin familia. Conforme a la ley sacral judía, su condición de hemorroísa (mujer con hemorragia menstrual permanente) le expulsa de la sociedad: no puede tener relaciones sexuales ni casarse; no puede convivir con sus parientes ni tocar a los amigos, pues todo lo que toca se vuelve impuro a su contacto: la silla en que se sienta, el plato del que come…
Es mujer condenada a soledad, maldición social y religiosa; pero ella se arriesga y sale para “tocar” y decir su verdad a Jesús. En este contexto, el milagro de Jesús consiste en dejarse tocar, ofreciéndole un contacto purificador, contacto de persona a persona, de varón a mujer, de Dios con la humanidad. En el fondo del relato hay un recuerdo histórico (forma de actuar de Jesús) y una experiencia eclesial (la comunidad cristiana ha superado las normas de pureza humana y sexual del judaísmo) [2].
Jesús no la ayuda con el fin de llevarla después a su grupo; no le dice que venga a sumarse a la “familia” de sus seguidores, sino que hace algo previo: la valora como mujer, acepta el roce de su mano en el manto, ofreciéndole el más fuerte testimonio de su intimidad personal; le anima a vivir y le cura, para que sea sencillamente humana, persona con dignidad y para que construya el tipo de familia que ella misma decida. No la quiere convertir en nada (a nada) sino capacitarla para que ella sea, al fin y para siempre, humana. Socialmente impura era esta hemorroísa: rescatarla para la humanidad, para las relaciones personales, para la familia, esta ha sido una conquista capital del evangelio [3]:
— Era hemorroísa desde hace 12 años (5, 25). Nadie podía acercarse a su cuerpo, compartir su mesa, convivir con ella. Como solitaria, aislada tras el cordón sanitario y sacral de su enfermedad, vivirá en la cárcel de su impureza femenina. No puede curarla la ley, pues la misma ley social y sacral la ratifica como enferma. Por eso no puede acudir a los escribas ni a los sacerdotes para curarse. Vive sin esperanza de curación humana, pues tampoco los muchos médicos (pollôn iatrôn; 5, 26) fueron incapaces de curarla. Lo ha gastado todo en sanidad y no ha sanado, como dice con ironía el texto [4].
— Es mujer solitaria, pues su mismo “tacto” ensucia lo que toca, pero tiene un deseo de curarse que desborda el nivel de los escribas de Israel y de los médicos del mundo.Lógicamente, su misma enfermedad se expresa como búsqueda de “contacto” personal. Ha oído hablar de Jesús y quiere entrar relacionarse con él, de un modo personal, a nivel de “cuerpo”: ¡Si al menos pudiera tocar su vestido! (cf. 5, 27-28). No puede venir cara a cara, no puede avanzar a rostro descubierto, con nombre y apellido, mirando a los ojos a la gente que la estruja, porque todos tenderían a expulsarla, sintiéndose impuros a su roce. Por eso llega por detrás (opisthen), en silencio (5, 27).
— Es mujer que conoce y sabe con su cuerpo (5, 29). Toca el manto de Jesús y siente que se seca la fuente “impura” de su sangre, se sabe curada. Alguien puede preguntar: ¿Cómo lo sabe? ¿De qué forma lo siente, así de pronto? ¿No será ilusión, allí en medio del gentío? Evidentemente no. Ella lo sabe por su cuerpo (egnô tô sômati…), que es la fuente y verdad del primer conocimiento. Los hombres tienden a conocer “a través de leyes” o por medio de razonamientos. Esta mujer, en cambio, conoce por su cuerpo, es decir, a través de la sensación interior por la que se expresa su corporalidad más honda.
El conocimiento intelectual y racional resultan en este caso secundarios. En el fondo de su vida, hombres y mujeres conocemos a través de la sensación, es decir, a través del cuerpo, de manera que podemos afirmar que somos “inteligencia sentiente”. Pues bien, frente a todas las razones religiosas de los escribas y sacerdotes de Israel, Jesús quiere volver y vuelve a este nivel más hondo de conocimiento corporal, que es fuente de salud humana, el principio de toda religión. En ese nivel, lo que importa de verdad es que ella sepa con su cuerpo, se sepa curada, que pueda elevarse y sentirse persona, rompiendo la cárcel de sangre que la tenía oprimida, expulsada de la sociedad por muchos años. Por eso es decisivo que sepa, se descubra limpia en contacto con Jesús. Así dice Marcos que ella “conoce por su cuerpo” [5].
El mismo gesto de esconder su enfermedad y avanzar entre el gentío, corriendo el riesgo de tocar a unos y otros a su paso, era una especie de protesta religiosa. Esta mujer no se había resignado a vivir condenada y aislada, como un cadáver ambulante, porque así lo diga una ley regulada por los sabios varones de su pueblo. Sin duda, ella iba rozando a muchos y expandiendo a todos (según ley) su contagio de impureza legal, pero nadie se daba cuenta, mostrando así la impotencia de esa ley (pues si todos están contagiados nadie lo está). Sólo Jesús advierte el toque «profundo» de la mujer, que no se atrevía ni a rozar su cuerpo, ni a tomar su mano, sino que le ha bastado con rozar manto (5,28) [6].
Jesús, la fuerza sanadora de Dios (5, 30-32)
Mc 5, 30 E inmediatamente, Jesús, conociendo en sí mismo la fuerza que había salido de él, volviéndose a la muchedumbre, preguntó: ¿Quién ha tocado mi manto? 31 Y sus discípulos le replicaron: Ves que la gente te está estrujando ¿y preguntas quién me ha tocado?
La salvación aparece así a nivel de contacto personal, como muestra el gesto de Jesús que busca a la persona que le ha tocado, y la conversación que sigue, que nos conduce al centro del poder purificador del evangelio. Jesús conoce “en su cuerpo” la fuerza que ha salido de él, lo mismo que la mujer ha conocido “en su cuerpo” la curación que ha recibido. Eso significa que Jesús es una persona en comunicación, un cuerpo que se pone en contacto con otros otros, de hombres y mujeres, en un nivel de solidaridad profunda y de acción transformadora, antes de toda racionalización. A partir de este “conocimiento” se entiende la conversación:
1) Jesús: «¿Quién ha tocado mi manto?» (5,30). Pregunta así porque sabe que él se ha puesto en contacto sanador (de solidaridad personal) con otro cuerpo/persona, a través de un manto, un vestido que mantiene su intimidad (le permite resguardad lo más profundo), pero que, al mismo tiempo, le comunica con los otros, haciendo así posible que todos le miren y le toquen. No pregunta “qué” me ha tocado (como si fuera una cosa), sino tis, es decir, quien, una persona. Notemos que no pregunta por aquellos que le han tocado en general, en roce de tipo ordinario. Quiere saber quién le ha tocado precisamente el manto, aludiendo de esa forma al simbolismo ya indicado del manto nupcial, pero, sobre todo, al signo de la comunicación corporal.
2) Los discípulos no entienden (5,31). Piensan que Jesús alude al toque ordinario de aquellos que caminan a su lado y le empujan u oprimen por curiosidad o falta de espacio. No conocen el poder de su vida (de su cuerpo), ni saben distinguir los roces de la gente: quedan en el plano físico de la gente que aprieta, en un nivel de encuentros materiales, como si fueran simples “cosas”. A diferencia de ellos, la mujer entenderá (5, 33). Sabe lo del manto y conoce el movimiento de su cuerpo sanado (conoce a nivel de corporalidad humana, no de contacto de cosas) [7].
3) Jesús, en cambio, distingue y reconoce que éste ha sido un roce de mujer (es decir, de una persona distinta, que en aquel contexto ha de venir escondido), pues el texto dice que, antes de verla y conocerla externamente, se ha vuelto para descubrir tên touto poiêsasan, es decir, para ver a “la” que había hecho esto (5, 32), sabiendo que la persona que le ha tocado sólo podía ser una mujer creyente, alguien que cree en el poder liberador del contacto corporal (en contra de aquellos que le habían condenado por ley a ser impura). Éste es el principio de su gesto posterior (de su palabra de curación): Una mujer “distnta” (que según Ley debía alejarse de todos) le ha tocado, y él se deja tocar [8].
El texto nos sitúa así ante el contacto de dos cuerpos. (a) El de una mujer que se encuentra expulsada de la sociedad y declarada impura por su trastorno de sangre. (b) Y el de Jesus que irradia pureza y purifica a la mujer que le ha tocado, vinculándose a ese plano con la hemorroísa. Sólo ellos dos, en medio del gentío de curiosos legalistas, se saben hermanados por el cuerpo.
Al “tocar” a Jesús, ella le ha enseñado algo que quizá Jesús antes no sabía (o no había pensado expresamente): Que no hay un “cuerpo impuro” de mujer; que igual que ha podido “limpiar” al leproso (1, 39-45), él puede y debe curar a la mujer menstruante, declarada por otros impura. Al “tocar” a Jesús, esta mujer ha declarado que quiere ser pura y que lo es. Ésta es su verdad, es la primera palabra de esta mujer-persona, que quiere dejarse curar por el Dios de Jesús…, que conoce en el fondo a Jesús mejor que todos los hombres que le siguen y manejan, como son al archisinagogo y los mismos discípulos, que gobernarán después su iglesia. Al sentirse “tocado” en su cuerpo, Jesús descubre y declara que esta mujer está limpia.
Nos hallamos, por tanto, ante un “con-tacto” personal primigenio y salvador, ante el roce de dos cuerpos que no se rechazan, un roce humano, primigenio, de reconocimiento y de aceptación “mesiánica”, es decir, personal. A ese nivel ha tocado la mujer a Jesús; a ese nivel ha aprendido Jesús que ese “toque” no es impuro, no mancha. Jesús descubre así que, más allá de los que aprietan y oprimen de manera puramente física, le ha tocado una persona pidiendo su ayuda; evidentemente, él se la ha dado.
Jesús se ha dejado sorprender por el “toque” de esta mujer (que es como el “toque” sorprendente de Dios, del que han hablado algunos místicos, como Teresa de Jesús). Esta mujer ha “tocado” a Jesús en lo más hondo de su vida (de su persona), y él se ha dejado “tocar”, no ha rechazado su roce más hondo, y por la ha buscado con insistencia, logrando que ella venga, a la vista de todos, y se postre (pros-epesen) a sus pies, como el archisinagogo se había postrado, confesando así el poder de Jesús, que le ha “obligado” a confesar abiertamente lo que ha hecho (le ha tocado), declarando toda la verdad (pasan tên alêtheian), que es la verdad de su dolencia y de su curación (5,33).
Esta mujer era invisible, estaba encerrada en la cárcel de su impureza (es decir, de la impureza y falta de palabra que habían impuesto sobre ellas los varones “falsamente religiosos” de un judaísmo de ley o de un cristianismo de derecho de varones), sin que nadie pudiera tocarla, ni ella tocar a nadie, bajo amenaza de fuerte condena. Por eso ha venido a escondidas, con miedo, pues quien la viera podía castigarla (5, 27). Pero Jesús se ha dejado tocar, y quiere decir ante todos lo que ha pasado, haciendo que ella pueda romper ese ocultamiento vergonzoso, hecho de represiones exteriores y miedos internos, que ahora podrá ya superar abiertamente.
Una mujer que cuenta toda la verdad (5, 32-34)
32 Pero él (Jesús) miraba alrededor para ver quién lo había hecho. 33 Pero la mujer, temerosa y temblorosa, conociendo lo que le había pasado, vino y se postró ante él y le dijo toda la verdad34. Él le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu flagelo [9].
Jesús necesita que ella cuente toda la verdad (no sólo su verdad particular, sino toda la verdad del evangelio). En otras ocasiones, Jesús había pedido a los curados que no dijera nada, para que el “milagro” no rompiera el secreto mesiánico, ni pudiera convertirse en propaganda mentirosa sobre su persona (cf. 1, 34. 44; 3, 12).
Pero, en esta ocasión, él pide a la mujer que salga al centro y cuente a la muchedumbre lo que ha sido su vida en cautiverio y cómo ha conseguido la pureza de su cuerpo. De esa forma, le concede (o, mejor dicho, le devuelve) la palabra, para que así ella pueda mostrar en la plaza pública, ante todos los hombres legalistas y de un modo especial ante el Archisinagogo, lo que fue el tormento de su vida antes clausurada en la “impureza” que le imponían los demás, y lo que es la gracia de la curación que Jesús le ofrece.
Esta mujer viene a presentarse así como la primera maestra de la Iglesia, la doctora que enseña a Jesús, la el “ministro” superior de la palabra en la iglesia. Todos los dogmas posteriores de concilios y papas han sido y seguirán siendo secundarios. Esta mujer es la primera doctora y maestra de la Iglesia de Jesús, porque ha sido maestra de Jesús.
Es ella la que tiene que decirlo (decirse a sí misma): tomar su palabra de mujer y persona, proclamando ante todos su experiencia, para que así descubran, por su palabra, apoyada por Jesús, que ella no es impura. Es una mujer que conoce lo que le ha pasado (eiduia ho gegonen autê, 5, 33) por su propio cuerpo (5, 29), una mujer que puede elevarse ante todo y declarar lo que había en el fondo de su exclusión, sin estar ya sometida a lo que otros dicen de ella a través de sus leyes.
Así dice toda la verdad (pasan tên alêtheian, en absoluto)ante los varones de la plaza (y en especial ante el Archisinagogo, enseñándoles así con su propia experiencia. Ésta es la meta de la curación, éste es el principio de la iglesia mesiánica, que surge allí donde las mujeres pueden y deben decir lo que sienten y saben, lo que sufren y esperan, en una historia que deben oír los varones.
Ella cuenta y él ratifica lo que ha dicho esta mujer. De manera muy significativa, Jesús no añade nada, no se pone por encima de ella. No se atribuye la curación, no quiere ponerse en primer plano, sino que confirma, de manera cercana y personal, lo que ella ha hecho: ¡Hija! Tú fe (expresada en tu palabra) te ha salvado. Vete en paz (5, 34). Esta palabra ¡hija! (thygatêr), no hijita (thygatrion, en diminutivo, como ha dicho el archisinagogo al referirse a su hija/niña), es aquí el término apropiado.
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