Miguel Ángel Munárriz: En busca de sentido.
Albert Einstein tenía una concepción estática del universo, es decir, consideraba que la posición relativa de sus grandes estructuras permanecía fija, lo que le llevaba a un error sistemático al aplicar las ecuaciones de la Relatividad.
Un jesuita belga, George Lemaître —físico eminente y matemático genial—, se basó en esta inconsistencia de la Relatividad para desarrollar una teoría que consideraba el universo dinámico, es decir, en permanente expansión. Resaltó en su trabajo algo crucial para el futuro de la cosmología, y es que, remontándonos hacia atrás en el tiempo, tuvo que haber un momento en que el universo fuese infinitamente pequeño, y a este universo primordial lo llamó “átomo primigenio”.
Curiosamente, el problema que encontró cuando publicó su teoría en 1927 no fue de carácter científico, sino ideológico, pues le acusaron de proponer esta teoría por su condición de jesuita cristiano; porque si el universo había tenido un principio, las tesis creacionistas propugnadas en la tradición judeo-cristiana recibían un gran impulso. Muchos científicos se opusieron por esta razón a su teoría, y como ejemplo podemos mencionar a los rusos I. Khalatnikov y E. Lifshitz que trabajaron con denuedo para descalificarla debido a su creencia marxista.
Dos años más tarde, Edwin Hubble demostró experimentalmente la expansión del universo midiendo el “corrimiento al rojo” de galaxias distantes. En 1948, el físico ucraniano Gueorgui Gamow planteó que el universo se creó a partir de una gran explosión, y la teoría de Lemaître quedó definitivamente aceptada con el nombre de “teoría estándar del big bang”. Einstein, que en un principio le había tildado de “físico abominable”, pasó a deshacerse en elogios hacia él.
La comunidad científica parece tener dos cosas muy claras; que el universo tuvo un principio, y que la ciencia no parece estar capacitada para determinar las causas que lo originaron. Esto deja abierta la puerta a la idea de un universo creado por Dios, pero aquí entra en juego la lógica metafísica para enfriar el entusiasmo de los creacionistas. Porque si el mundo no es parte integrante de Dios —se arguye—, es decir, si existe un límite entre Dios y el mundo, resulta que Dios es limitado, lo cual no concuerda con nuestra idea preconcebida de Dios.
Esta dificultad desaparece en las concepciones panteístas, en las que todo cuanto existe forma parte de Dios, pero en ellas surgen inconsistencias todavía mayores. Porque si el mundo tuvo un principio, el atributo extenso de Dios (según terminología de Spinoza) sufrió cambio, pues antes no existía y luego sí, lo que significa que Dios cambia, que no es inmutable, y seguimos en las mismas… Y es que, como decía Hume, «nos estamos ocupando de cosas que sobrepasan nuestro entendimiento».
La ciencia y la filosofía resultan interesantes de cara a satisfacer nuestra curiosidad, pero tienen el peligro de dirigir nuestra mirada hacia lo que carece de importancia para vivir. Y es que el relato científico nunca nos va a proporcionar criterios de vida, y la reflexión metafísica nos suele mover a plantear discusiones bizantinas que desvían nuestra atención de lo importante. Por ejemplo: ¿Somos parte de Dios o somos criaturas suyas animadas por su Espíritu desde lo más íntimo de nuestro ser?…
¿Qué es importante?… En buena lógica lo importante es lo que nos ayuda a vivir con sentido. Es de suponer que para un budista lo importante será superar la ignorancia en que nos sume la realidad aparente y despertar a las nobles verdades proclamadas por Buda; que para un hinduista será la búsqueda del equilibrio interior y la armonía con los demás y con la Naturaleza, y para un cristiano, la construcción del Reino; esa humanidad de Hijos queridos de Dios que solo queriéndose como hermanos podrá realizarse.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Fuente Fe Adulta
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