Estoy con vosotros todos los días.
Estamos ante el final del evangelio de Mateo. El grupo de los once habían confiado en la palabra de las mujeres que les habían comunicado que Jesús había resucitado y que los esperaba en Galilea y allí se dirigieron.
Las mujeres del grupo habían comprendido al reunirse a hacer el duelo por el amigo, que aquel sepulcro vacío no tenía la última palabra, y allí, entre el miedo y el asombro, recordaron todo lo compartido con él por los caminos de Galilea, lo que habían descubierto cuando les hablaba o cuando actuaba. En esa memoria experimentaron de nuevo la fuerza del proyecto compartido y aquella primera ausencia se convirtió en presencia y fueron a contarlo al resto de sus compañeros.
Volver a Galilea significa volver a los orígenes, al lugar donde había empezado aquel ilusionante proyecto junto a Jesús pero que con la crucifixión del maestro todo parecía haber perdido sentido. El regreso a Galilea no fue fácil, el impacto de la cruz era muy fuerte y, aunque comenzaban a creer en la nueva presencia de Jesús y se fortalecía su fe en el Dios que él les había anunciado y que ahora los y las invitaba a encontrarse con él de nuevo en la vida, estaban vacilantes e inseguros.
Subieron al monte que, sin duda, señala a aquel en que el maestro recreó su propuesta en aquella proclama tan honda y a la vez desafiante que eran las Bienaventuranzas (Mt 5, 1-11). Un monte en el que cuestionó un modo de vivir la ley y las relaciones humanas (5, 17-42). Un monte en el que recordó a sus compañeros y compañeras de camino que han de ser sal y luz (Mt 5, 13-16) y que todo ello solo era posible si su corazón iba más allá de sus heridas, de sus conflictos, de sus pérdidas o de sus fracasos y podían amar sin condiciones, sin quedarse en los espacios seguros de quienes los amaban y eran capaces de ofrecer perdón y tender la mano al enemigo (Mt 5, 43-48).
Ahora, de nuevo en el monte galileo, Jesús los invita a ponerse de nuevo en camino y a recordar lo que compartieron con él y a continuarlo y, sobre todo, a compartirlo con otros y otras y seguir invitando a la mesa del banquete del reino que él había inaugurado, sin distinción, sin limites y sin preferencias, como le habían visto hacer a Jesús.
Id y haced discípulos y discípulas, les dijo. Sí, porque el mensaje no era algo solo para ellos, no era solo para su grupo por muy cerca que hubiesen estado del maestro. La palabra salvadora y liberadora que en Jesús habían experimentado tenían que ofrecerla a otros y otras, tenían que entusiasmarse de nuevo con el proyecto y salir a los caminos y entrar en los pueblos para hacer visible con sus vidas al Dios que quería seguir recordando a sus hijas e hijos que los amaba gratuitamente y que solo deseaban su felicidad y poder alegrarse junto a ellos y ellas.
La comunidad receptora del evangelio se sentiría posiblemente invitada al final de la lectura del evangelio a volver a leerlo desde el principio a pasearse de nuevo por los recuerdos que Mateo les regala en su relato, a volver a Galilea, ahora ya no físicamente, para fortalecer su discipulado, para discernir sus actuaciones, para dejarse penetrar de nuevo por el mensaje.
Como aquella comunidad nosotras y nosotros también hoy estamos invitadas e invitados a volver a Galilea releyendo y ahondando en el mensaje de fe y vida que hemos heredado y sostenernos una vez más en la certeza de que Jesús sigue estando con nosotras y nosotros cada día, que nos anima, que nos ofrece su palabra, su sueño y, sobre todo, el camino para vivir en plenitud y con profunda gratuidad y hondura cada día y cada momento.
Carme Soto Varela
Fuente Fe Adulta
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