Domingo de Pentecostés (3). Espíritu Santo: Carisma, institución, iglesia.
He presentado en las dos postales anteriores (1, 2) una reflexión sobre el sentido y función del Espíritu santo, en la Biblia y el mensaje de Jesús. Hoy, Fiesta de Pentecostés (23.05.21), ofrezco una visión de conjunto sobre el Espíritu Santo en la Iglesia, como carisma y fuente de toda institución.
Retomo en esta línea el mensaje de Jesús y ofrezco una síntesis sobre el principio y sentido carismático de la Iglesia. Me ocupo después de la temática de fondo del carisma cristiano desde una perspectiva ecuménica, en una línea católica, ortodoxa y protestante.
Desarrollo finalmente la relación entre carisma e institución en la Iglesia, precisando el sentido de los ministerios, otreciendo a modo de conclusión una tabla de “carismas”, desde la perspectiva de M. Weber, tanto en un plano religioso como social. Feliz día de Pentecostés para todos.
El tema que sigue está tomado de un libro sobre Los carismas de la Iglesia, del Diccionario de la Biblia (entrada Espíritu Santo) y de un curso ofrecido en la Cátedra F. Fliedner de Madrid
| X. Pikaza
- JESÚS, UN GARISMÁTICO
Algunos le he tomado como mago, cercano al paganismo, un carismático popular, experto en sanar a los enfermos, en una línea casi pagana. Así le ha visto M. Smith, Jesús el Mago (Martínez Roca, Barcelona 1988). Conforme a su visión, Jesús habría sido un galileo paganizado, buen exorcista, gran carismático, experto en el dominio sobre los poderes satánicos. Sus curaciones le hicieron famoso; él mismo ser creyó hijo de Dios por su capacidad de hacer milagros.
Como carismático, Jesús devaluó la “ley” israelita, dejó a un lado el “sistema” de sacralidad del templo… Fue experto en “poderes”, pero los poderosos sacerdotes del templo le consideraron peligroso, condenándole a la muerte. Triunfó así la “razón oficial” de los jerarcas de Israel sobre la “magia incontrolada” de un buen carismático. Pero sus discípulos recrearon su figura y acabaron divinizándole; el cristianismo es, según eso, la religión de un carismático convertido en Dios por sus creyentes.
Otros, como G. Vermes, Jesús, el judío, Muchnik, Barcelona 1977, han interpretado a Jesús como galileo carismático heterodoxo, en la línea de otros personajes de aquel tiempo (como Honi y Hannina), a quienes los rabinos posteriores citaron con recelo y marginaron en su tradición, pues ponían en riesgo la seguridad legal y la ortodoxia teológica del pueblo. Ciertamente, Jesús fue un carismático bueno y pudo realizar milagros compasivos, curando a unos posesos, oprimidos por enfermedades psicosomáticas, apelando para ellos al Espíritu de Dios. Pero, al hacerlo, debilitó la ortodoxia y sacralidad legal del judaísmo.
A juicio de Vermes y de otros judíos como J. Klausner, lo que vale y triunfa, al interior del judaísmo, es el estricto cumplimiento de la ley. Pues bien, Jesús puso en riesgo esa ley con sus milagros y gestos de libertad, contrarios a las normas de pureza y seguridad del pueblo. Como todos los grandes carismáticos acabó apareciendo como peligroso, pues su carisma resultaba destructor para el judaísmo establecido. Lógicamente, fue condenado a muerte, aunque sus discípulos acabaron divinizándole. Significativamente, las iglesias cristianas se olvidaron pronto del Jesús carismático, introduciéndole en un orden de sacralidad legal establecida, bajo el control de los nuevos sacerdotes cristianos, que repiten (y quizá empeoran) el legalismo judío que Jesús combatió con su conducta.
Otros como J. D. G. Dunn (Jesús y el Espíritu Santo, Sec. Trinitario, Salamanca 1981) han presentado a Jesús como un “carismático reformador del judaísmo”,carismático al servicio del Reino de Dios. Dunn es quizá en este momento el mayor especialista en Jesús y en los orígenes del cristianismo, en línea “reformada” (metodista). Ha sido el que mejor ha estudiado el fondo carismático del movimiento de Jesús, el carácter extático y profético de su proyecto de Reino y las raíces.
He desarrollado el tema en La historia de Jesús (Verbo Divino, Estella 2013). Jesús ha sido un carismático, pero no al servicio de la guerra, sino de la trasformación o conversión de los hombres, al servicio del reino. Ciertamente, Jesús sabe discutir con los rabinos sobre temas de institución sacral, pero no actúa desde un poder que le concede la Ley de Dios, ni la estructura legal de su pueblo, sino desde un contacto directo con Dios, que se expresa en sus milagros y, de un modo especial, en sus exorcismos, entendidos como batalla no sangrienta pero muy dura contra lo diabólico.
2. UNA IGLESIA CARISMÁTICA
Jesús suscitó un movimiento carismático fuerte. En el círculo de sus seguidores, especialmente en Galilea, hubo exorcistas y sanadores, que siguieron realizando su tarea y expandiendo la memoria y esperanza de su reino, como suponen los mandatos misioneros (Mc 6, 6b-13 par). Ellos constituyen un elemento esencial de la nueva institución cristiana, aunque la iglesia organizada haya dado primacía a otros rasgos sacrales y sociales.
También la iglesia de Jerusalén fue carismática, como indica Hech 2, cuando presenta el surgimiento de la comunidad desde la experiencia del Espíritu, que se expresa, de un modo especial en el don de lenguas, que Lucas interpreta en forma misionera:
«Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen. Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo… y se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua y decían: ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido? Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y Panfilia y Egipto… cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios» (cf. Hech 2, 4-11).
‒ 1 Cor 12-14. La Iglesia es una comunión de “virtuosos carismáticos”. El tema de los dones o gracias (kharismata) del Espíritu Santo ha constituido una de las preocupaciones fundamentales de Pablo, sobre todo en sus relaciones con la comunidad de Corinto. Da la impresión de que parte de los cristianos de Corinto querían cultivar los dones carismáticos (de tipo sobre todo extático) en sí mismos, sin referencia a Jesús y a la iglesia, convirtiendo la comunidad en una asociación libre de virtuosos extáticos, capaces de entrar en trance y hablar en lenguas (en un tipo de lenguaje para-racional, hecho de exclamaciones y emociones que rompen la sintaxis normal de un idioma).
Significativamente, Pablo no niega esa experiencia, ni la desliga del Espíritu Santo, pero la sitúa en un contexto eclesial donde la presencia y acción Espíritu aparece vinculada sobre todo a la revelación de Dios en Cristo y al amor mutuo. Así dice:
«Hay diversidad de carismas (kharismatôn), pero el Espíritu (Pneuma) es el mismo» (1 Cor 12, 4): la presencia del Espíritu se expresa como carisma, es decir, como un don gratuito, que capacita al hombre para actuar de un modo más alto. «Hay diversidad de ministerios (diaconías), pero el Señor (Kyrios) es el mismo» (1 Cor 12, 5): los ministerios o servicios de la comunidad aparecen vinculados al mismo Señor Jesús, a quien todo el Nuevo Testamento presenta como servidor o diácono por excelencia. «Hay diversidad de actuaciones (energemata), pero el Dios que obra todo en todos es el mismo, es el que hace todas las cosas en todos» (1 Cor 12, 6).
Pues bien lo que en ese pasaje aparece de un modo tríadico (vinculado al Kyrios, al Pneuma y a Dios) aparece después relacionado solamente con el Pneuma, es decir, con Espíritu Santo. Así continúa diciendo Pablo: a cada uno se le ha dado la manifestación del Espíritu para conveniencia (de todos), por medio del mismo Espíritu (cf. 1 Cor 12, 7). Estos son algunos de los dones o carismas: palabra de sabiduría, palabra de ciencia, fe, poder de curaciones, don de hacer milagros, profecía, discernimiento de espíritus, don de lenguas, interpretación de lenguas… (cf. 1 Cor 12, 7-13).
‒ Riesgo carismático, división de la comunidad.Pablo ha planteado este problema porque algunos cristianos de Corinto se lo han pedido, preguntándole sobre los pneumatiká (dones espirituales: 1 Cor 12, 1), que han venido a convertirse objeto de discordia en la comunidad. Algunos cristianos se creen y portan como superiores, pues se sienten portadores del Espíritu, sabios aristócratas, jerarquía carismática de la iglesia, porque, según ellos, poseen dones más grandes: el de la profecía y, sobre todo, el de las lenguas (cf. 1 Cor 13, 1-3; 14, 1-25). Pablo no condena esos dones, pero responde que ellos deben ponerse al servicio de la comunidad. Eso significa que, por ejemplo, el don de lenguas y otros dones de tipo místico sólo tienen un sentido y un valor cristiano si es que pueden traducirse y ponerse así al servicio del conjunto de la asamblea.
En la base del argumento de Pablo está la exigencia y valor de la unidad de los creyentes, que no está hecha de uniformidad sino de variedad puesta al servicio de la vida del conjunto de la iglesia. Por eso, todos los carismas individuales o grupales, han de estar al servicio del conjunto de la comunidad (cf. 1 Cor 12, 12-26): son valiosos en cuanto vinculan en amor a los cristianos, entre quienes los más importantes son aquellos que parecen más pobres (y tienen en apariencia menos dones); por eso, la unidad del Espíritu se expresa en el servicio a los excluidos del sistema.
‒ Carismas y amor.En este contexto, ha destacado Pablo los dones que son más necesarios para el surgimiento y despliegue de la iglesia, poniendo así de relieve el valor del apostolado y de la comunión de los creyentes, pasando por la profecía, enseñanza, acogida y don de curaciones (cf. 1 Cor 12, 1-11.27-31; 14, 26-33). Más aún, en el centro de su descripción y valoración de los carismas (1 Cor 12-14) ha colocado Pablo el canto al amor (1 Cor 13), indicando así que tanto el don de lenguas, como los milagros y profecías, lo mismo que la fidelidad creyente, están al servicio del Amor, que es presencia gratuita y generosa de Dios en la comunidad.
La autoridad carismática es necesaria para recrear la sociedad. Ella se sitúa más allá del bien y del mal ya establecidos, de manera que puede y debe vincularse con Dios (o con el Espíritu Santo), entendido como fuente de la vida. Pero ella no basta para resolver todos los problemas y, además, puede volverse irracional, convirtiéndose en violenta. Por eso es necesaria una autoridad “constituida”, según ley, una autoridad legal, que tiende a convertirse en burocrática. En el conjunto de la Biblia hay una dialéctica constante entre los carismas (vinculados a la línea profética) y las instituciones (expresadas sobre todo por el sacerdocio).
3. UN TEMA ECUMÉNICO. CATÓLICOS, ORTODOXOS, PROTESTANTES…
Católicos, ortodoxos y protestantes mantenemos una misma confesión trinitaria y cristológica, fundada en el consenso de los cuatro primeros grandes concilios de la Iglesia (Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia). Eso significa en, la base, mantenemos una misma doctrina sobre el Espíritu Santo, confesando que “es Señor y Vivificador, que procede del Padre y que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria” (Credo Conciliar). Pero después han venido a surgir las diferencias en la forma de entender la relación del Espíritu con el Hijo y con la Iglesia, como muestran las divisiones entre católicos, ortodoxos y protestantes.
Iglesia Católica
‒ Los católicos hemos destacado la relación entre el Espíritu Santo y la acción salvadora de Cristo, dentro de la Iglesia. En general, los ortodoxos nos han criticado por silenciar la voz del Espíritu Santo, convirtiéndole en un mero “delegado” de Cristo, a quien miramos como Señor monárquico (casi político) de una iglesia organizada muy jerárquicamente.
Llegando hasta el final en esa línea, algunos ortodoxos nos han acusado de poner al mismo Espíritu Santo bajo la autoridad de la jerarquía: ellos, los jerarcas, habrían recibido por la ordenación el Espíritu divino y lo interpretan y regulan, dentro de la iglesia; los simples fieles estarían obligados a recibir el Espíritu a través del Magisterio (en el nivel de la enseñanza) y del Ministerio sacerdotal (en el nivel de la ordenación eclesial y de la administración de sacramentos). De esa forma habríamos ahogado la espontaneidad del Espíritu Santo, negando en el fondo su divinidad. .
‒ El riesgo católico. Ciertamente, al acentuar una determinada visión cristológica (un Jesús Señor, desligado del Espíritu y que expresa su poder por medio de la jerarquía de la iglesia), algunos católicos han podido caer en los riesgos que han puesto de relieve los ortodoxos: un mesianismo político, que identifica el reinado de Jesús con el triunfo temporal de la iglesia; un ontologismo teológico, que interpreta la confesión de fe en términos de sistematización lógica, como un orden de proposiciones, y no como encuentro personal con Dios, en el Espíritu; una jerarquización eclesial, que mira al papa y los obispos como mediadores privilegiados del Espíritu, negando así los valores de la comunidad.
Todo esto puede tener cierto fondo de verdad. Pero, como hemos podido ir advirtiendo en las reflexiones y trabajos anteriores de autores católicas, esta crítica ha sido una exageración: la gran teología católica de la segunda mitad del siglo XX ha superado los riesgos de que suele acusarle la ortodoxia, tal como indicará el trabajo de Rovira sobre el Vaticano II.
Iglesias orientales.
Los ortodoxos han cultivado, en general, una pneumatología más autónoma,destacando la experiencia del Espíritu en la vida de la iglesia, tanto en la celebración litúrgica como en la vida espiritual de cada uno de los creyentes. Es evidente que todos los cristianos debemos estarles agradecidos, pues ellos, los ortodoxos, han conservado para el conjunto de las iglesias una tradición original que pertenece a toda la cristiandad. Pero, después de afirmar eso, debemos añadir que también ellos han corrido y corren ciertos peligros en la interpretación del Espíritu.
‒ Espíritu sin Jesús histórico. Algunos ortodoxos tienen el riesgo de buscar y cultivar un Espíritu sin la historia real y conflictiva de Cristo, cosa que puede llevarles a un misticismo extra-mundano, a una confusión teológica y a una disolución histórica. Habría misticismo extra-mundano si el Espíritu se viera como profundidad espiritual abierta, desligada de la vida y obra redentora de Jesús, dirigiendo a los creyentes hacia una experiencia insondable de celebración y misterio que puede acabar siendo vacía.
Habría confusión teológica allí donde la experiencia del Espíritu nos condujera hacia el misterio puramente indecible de Dios, en un apofatismo puro, desligado de la vida y acción liberadora de Jesús. Puede haber, finalmente, un riesgo de disolución histórica, si la búsqueda de un Espíritu extra-cristiano pudiera conducirnos a un nivel de experiencia mistérica, desligándonos de la gran tarea mesiánica de recrear la historia, desde el dolor y la acción liberadora, siguiendo a Jesús que, con la fuerza del Espíritu Santo, fue expulsando los demonios y construyendo así el reino de Dios (cf. Mt 12, 28) .
‒ Riesgo de estructuras sacrales de las Iglesia. Ciertamente, la ortodoxia ha elaborado una visión ejemplar del Espíritu Santo, que es patrimonio de todos los cristianos, pero esa visión puede haber quedado algo anclada en estructuras eclesiales de tipo tradicional, más deseosas de recordar la riqueza de un pasado glorioso, que de abrirse, por Jesús, hacia futuro abierto de reino, que empieza ya en este mundo, a través de la lucha y creatividad histórica, en ansia de libertad.
Es evidente que las iglesias católicas (y protestantes) han corrido el riesgo de “diluir” el Espíritu de Cristo en la búsqueda gozosa y dolorosa (prometéica y sufriente) de la modernidad, perdiendo así su identidad cristiana. Pero ese riesgo ha sido y sigue siendo, a mi juicio, necesario: el Espíritu de Cristo ha venido a presentarse desde el principio como fuente creatividad histórica, fermento y garantía de futuro, no sólo en la resurrección final de los muertos, sino aquí, en el mismo camino de la historia.
Confesiones protestantes
La tradición protestante ha sido, a mi juicio, la más creadora (y quizá más aventuradas) en este campo. Como su propio nombre indica, ella he empezado reaccionando (protestando) contra el riesgo de un jerarquicismo eclesial, poniendo así de relieve la subjetividad del Espíritu, vinculado a la propia opción creyente (fe) y a la lectura personal de la Palabra de Dios (el Espíritu de Cristo actúa allí donde los fieles escuchan e interpretan la Escritura).
Frente al riesgo de una iglesia jerárquica, que parece “adueñarse” del Espíritu, diciendo a los simples fieles lo que deben creer y realizar, los grandes reformadores evangélicos han destacado la madurez de cada cristiano, capaz de recibir y cultivar, en fe y confianza, los dones del Espíritu, que se expresa de un modo especial a través de la Escritura, que viene a presentarse así como lugar privilegiado del Espíritu.
‒ Protesta del Espíritu. Conforme a esta visión, el gran carisma del Espíritu en la iglesia es la lectura e interpretación personal de la Biblia, más que el orden eclesial reflejado por la jerarquía (riesgo católico) o que el misterio celebrado en forma de liturgia comunitaria (riesgo ortodoxo). Esta “protesta evangélica” de los reformadores pertenece también a la tradición común de las iglesias y así lo han comprendido gran parte de los teólogos católicos, y el mismo Concilio Vaticano II. Pero ella puede convertirse en fuente de un riesgo quizá más grande allí donde ella abandona a cada uno de los fieles, dejándole ante su propia interpretación aislada de la Biblia, fuera de la Gran Comunión de los Creyentes, en la Comunidad de la iglesia. Como hemos venido indicando, el don fundante del Espíritu sigue siendo la Iglesia universal, abierta por su perdón y comunión, a la vida sempiterna, es decir, a la culminación pascual de Cristo en los cristianos.
‒ Renovación pneumatológica del protestantismo. Ciertamente, la gran teología protestante del siglo XX (de K. Barth a R. Bultmann, de P. Tillich a D. Bonhöffer) ha protestado contra esa interpretación filosófica del Espíritu, pero los resultados de su protesta no parecen todavía claros. De esa forma, los protestantes actuales (divididos en múltiples grupos) se mueven entre el riesgo de una neo-ortodoxia, vinculada al literalismo bíblica, y el riesgo aún mayor de una disolución antropológica del Espíritu de Cristo.
Lo que ellos han dicho y han hecho, sobre todo en el campo de la lectura de la Biblia, sigue siendo modélico: ninguna otra iglesia ha trabajado en este campo con su rigor y deseo de verdad; ningún otro grupo humano ha pensado con el rigor con ellos lo han hecho. Pero es muy posible que también ellos, los protestantes nuevos, por respeto a sus reformadores (Lutero, Calvino…) y, sobre todo, por fidelidad a las fuentes bíblicas, deban dialogar con la tradición ortodoxa y con la experiencia eclesial de los católicos, para así descubrir mejor la identidad y acción del Espíritu de Cristo en nuestro tiempo.
4- ESPÍRITU, CARISMA Y MINISTERIOS. SEIS TESIS
Conforme a una visión muy extendida del protestantismo, Dios ofrece su Espíritu a los fieles para que lean e interpreten de manera personal y salvadora la Escritura de Dios. Conforme a otra visión extendida del catolicismo, Dios habría dado su Espíritu al Papa y a los obispos, para que actúen en su nombre (en nombre de Dios) y digan a los otros lo que tienen que hacer. Ésta es una lectura simplista de los hechos, pero nos ayuda a interpretarlos… En este contexto quiero fijar algunos rasgos del surgimiento carismático de la autoridad cristiana (eclesial), en línea ecuménica:
1. La primera autoridad cristiana es el carisma, es decir, la creatividad personal de los creyentes, como Pablo ha desarrollado en 1 Cor 12-14 y Juan en todo su evangelio y en sus cartas. Esa autoridad se encuentra vinculada al testimonio y creatividad de aquellos que enriquecen a a los demás, abriendo para ellos un camino de seguimiento y maduración. Esta autoridad se avala por sí misma: no tiene que imponerse, se ofrece; no se consigue por razones o por votos, se expresa y justifica por sí misma. En esta perspectiva se sitúa la autoridad de los grandes creadores espirituales como Jesús o Mahoma, lo mismo que los fundadores de las órdenes y movimientos religiosos.
La fuerza de esta autoridad reside en el ejemplo y prestigio de aquellos que se han presentado ante los demás como hombres o mujeres de Espíritu, capaces de mantenerse en diálogo con lo divino. Esta es la autoridad que define el estado nacientede una institución o grupo. De algún modo, ella perdura a través de las instituciones ya formadas (iglesias constituidas), aunque pierde la importancia que solía tener en su principio, pues las iglesias tienden a convertirse en administradoras de un carisma ya codificado y funcionalizado.
2. El carisma de la autoridad tiende a estabilizarse en formas y estructuras de poder delegado, a través de los funcionarios o administradores que organizan la vida del grupo conforme a unas leyes aceptadas en principio por todos. Así se pasa de los fundadores carismáticos a los funcionarios eficientes cuya tarea no consiste en crear carisma (recibir nuevo Espíritu) sino en administrar la vida de aquellos que están reunidos en nombre de ese carisma. Estos superiores delegados (administradores) no ejercen autoridad por sí mismos ni pueden apelar a una inspiración más alta del Espíritu.
Son representantes de un conjunto social que les ha dado unas tareas que tienden a burocratizarse; son ejecutores de una ley que pertenece a todos (que ellos no han creado ni pueden ejercer a capricho); son gestores de un conjunto social al que deben dar cuenta de su tarea. Normalmente, para mantener su prestigio y mantenerse, estos administradores tienden a convertirse en “jerarcas”, es decir, en autoridad sagrada. Para ello sacralizan su poder, afirmando que ellos han recibido la garantía del Espíritu divino.
3. La iglesia tiene que vincular autoridad carismática y poder administrativo. Eso significa que los cristianos, superando el riesgo de burocratización (institucionalización) de sus miembros, deben volver siempre “a las fuentes de inspiración de su vida”, es decir, al manantial carismático de Jesús y de los cristianos primitivos. Desde ese fondo debemos superar dos riesgos, el de una búsqueda puramente carismática del Espíritu, sin apoyo en la realidad concreta de sus miembros, y el de una institucionalización pura de la vida eclesial. Así podemos hablar de los dos tipos de “espíritu” cristiano, uno más carismático, otro más institucional. La unión entre carisma e institución forma parte del “legado básico” cristiano, de la experiencia fundante del Espíritu, como puso de relieve J. L. Leuba, Institución y acontecimiento, Sígueme, Salamanca 1969.
4. El carisma puro del Espíritu, entendido en línea de total espontaneidad creadora, sin ninguna forma de organización, no puede darse, sino que es como “límite” hacia el que tiende los cristianos. No se puede hablar de un puro estado naciente, en el que no habría todavía instituciones, pues tan pronto como el grupo ha nacido y/o se ha organizado en cuanto tal necesita realizar tareas administrativas: se dividen funciones, se reparten encargos etc. Lo que llamamos el Espíritu Santo del “estado naciente” de la iglesia (de las primeras comunidades galileas o de Jerusalén) se expresa desde el principio a través de ciertas funciones del grupo (vinculadas a misioneros y profetas ambulantes, a maestros y presidentes de las comunidades)
5. Ni puro carisma ni pura institución. La autoridad eclesiástica (lo que se ha llamado jerarquía) tiene que volver incesantemente a las raíces carismáticas de la iglesia (a la experiencia pascual, a la visión de Pentecostés) para realizar sus tareas. Eso significa que la misma institución participa de la libertad y creatividad carismática del origen de la iglesia; ella se mantiene siempre en estado naciente. Esta dialéctica entre carisma e institución está en la base del cristianismo y de cada uno de los grandes movimientos religiosos intracristianos. El puro carisma se diluye pronto y pierde su capacidad creadora a no ser que se organice a través de instituciones encargadas de expresarlo y expandirlo (en cauces de administración y poder). Pero si las instituciones pierden su autoridad carismática y se convierten en puras administradores de poder se vuelven fósiles sin alma.
Por su distancia respecto al origen (que es siempre el amor creador) y por exigencias de la organización, autoridad debe expresarse a través de unas mediaciones funcionales y administrativas, vinculadas a la trama del poder, que pertenecen a la estructura de la vida social y deben ponerse al servicio del carisma. Recordemos que un carisma sin institución pierde pronto su sentido y se diluye en la impotencia o en cien manifestaciones a menudo contradictorias.
6. La autoridad cristiana es el Espíritu.Dentro de la estructura legal de un judaísmo de ley (legalista: ¡no todo judaísmo es legalista!), los ministerios aparecen reglamentados según ley, conforme a un esquema de herencia (de transmisión familiar) o de organización social. En contra de eso, desde la mejor fuente israelita, según Pablo, dentro de la iglesia, los diversos ministerios emergen y se expresan por la fuerza del mismo Espíritu. No se pueden estructurar desde fuera, ni se pueden imponer, sino que brotan conforme a la exigencia de la misma estructura y vida eclesial. Todos los ministerios están al servicio del cuerpo, no de un cuerpo nacional judío (o de un cuerpo eclesiástico, bien estructurado según ley), sino del cuerpo mesiánico, fundado y expresado conforme a la gracia del Espíritu del Cristo, al servicio del conjunto de la comunidad y, de un modo especial, del conjunto de la humanidad. Por eso, la finalidad de la autoridad del Espíritu consiste en que no haya poder ni poderes…
‒ Los ministerios cristianos están al servicio del “no poder”, es decir, del amor mutuo y de la expansión de la palabra… Desde aquí se pueden distinguir y precisar los ministerios: «Y en la iglesia, Dios ha designado: primeramente, apóstoles; en segundo lugar, profetas; en tercer lugar, maestros; luego, milagros; después, dones de sanidad, ayudas, administraciones, diversasclases de lenguas…» (1 Cor 12:28). Hay, por tanto, ministerios, hay servicios eclesiales, pero brotan de la misma comunidad abierta al amor, en el Espíritu. Todos ellos se expresan y culminan en el único servicio del amor, como sabe 1 Cor 12, 31b-13,13.
‒ El carisma fundante (y en el fondo único) de toda vida cristiana (y evidentemente de sus diversas instituciones) es el amor, entendido como don gratuito y fuente de unión no impositiva entre los humanos (los miembros de un grupo). Fundada en ese amor que brota del Espíritu, la iglesia de Jesús no ha desarrollado en principio ninguna autoridad específica distinta de aquella que posee y representa Jesús resucitado. Su autoridad es el amor común y al servicio de ese amor emergen diferentes ministerios.
6. PROFUNDIZACIÓN, CON M. WEBER. UNA TABLA DE CARISMÁTICOS
M. Weber. Carismáticos y funcionarios.
Desde M. Weber se vienen distinguiendo, especialmente dentro de los movimientos religiosos, dos tipos de personas: los carismáticos y los funcionarios. Los primeros, o carismáticos, son personas que viven en contacto inmediato con las fuentes de la realidad, cultivando de esa forma el poder de lo sagrado; lógicamente, ellos poseen autoridad por sí mismos, y así pueden aparecer como creadores de un nuevo estilo de vida, de un movimiento religioso; pertenecen, por tanto, al estado naciente de un grupo, son poder constituyente, si es que vale la palabra. Por el contrario, los funcionarios son personas que carecen de carisma, pues no tienen acceso directo a lo divino; por eso, ellos no crean, sino que reciben el carisma de otros y lo administran y organizan, dentro de una comunidad, en la que aparecen como representantes del poder instituido.
En la línea anterior pudiéramos decir que los carismáticos responden a una llamada de Dios, cultivan una vocación. Ellos no actúan por oficio sino por inspiración, expresando de un modo espontáneo la exigencia creadora de Dios dentro de la historia: en esta línea se moverían, en formas distintas, los chamanes y adivinos sagrados, los profetas y los místicos, es decir, todos aquellos que se han descubierto poseídos por la divinidad, pudiendo así expresar lo que ella les revela o confía. Por el contrario, los funcionarios se ponen al servicio de una experiencia religiosa ya establecida, que ellos organizan y dirigen de un modo práctico: entre ellos se encuentran, en general, los sacerdotes o ministros de un culto ya establecido, los maestros que repiten una enseñanza ya fijada y, de un modo especial, todo tipo de jerarquías establecidas por tradición, conforme a un rito que debe repetirse con fidelidad.
De los carismáticos a los funcionarios
Entre los grandes carismáticos estarían los fundadores de movimientos religiosos, lo mismo que los grandes reformadores, pues resulta difícil distinguir a unos de otros: los mayores creadores religiosos que nosotros conocemos han sido, al mismo tiempo, reformadores: así los maestros del Vedanta, que han han acogido y reformado la tradición inmemorial de la India; Buda, que ha transformado el hinduismo ambiental; los profetas de Israel, que han querido purificar la experiencia y compromiso religioso de su pueblo; Jesús, queha renovado el judaísmo y Mahoma, que ha querido purificar el monoteísmo anterior de los hanif árabes y de los judíos y cristianos del entorno de la Meca… Ellos han sido grandes carismáticos.
Lógicamente, en torno a la persona y obra del carismático (Jesús, Mahoma) se ha extendido un movimiento social de gran fuerza, que ha logrado extenderse y mantenerse hasta nuestros días. Pues bien, en un momento dado, ese movimiento ha corrido el riesgo de perder su novedad y organizarse, conforme a unos modelos de convivencia sacral ritualizada, según unas leyes contenidas en libros sagrados, viniendo a ser controlados o dirigidos por funcionaros (monjes, sacerdotes, imanes) que carecen de carisma propio. De esa forma, el carisma ha corrido el riesgo de perderse. Más tarde, dentro de esas mismas tradiciones religiosas (hindú, budista, judía, cristiana, musulmana), organizadas por funcionarios sacrales, han podido surgir nuevos carismáticosreformadores (santos cristianos como Francisco de Asís, sufíes musulmanes, maestros hasídicos judíos…), capaces de retomar la inspiración primordial de los fundadores, manteniendo así viva la experiencia religiosa.
Tipos de carismáticos.
Los carismas, como sabe Pablo en 1 Cor 12-14, son múltiples, de manera que es difícil catalogarlos. De un modo muy general podemos distinguir los siguientes tipos:
Carismáticos chamanes y magos. En general se sienten vinculados al Gran Espíritu, al Poder Universal divino que se expresa en la naturaleza y la vida de los hombres. Son aquellos hombres o mujeres que se sienten capaces de penetrar en el secreto sagrado de la realidad; descubren y de algún modo poseen fuerzas secretas, escondidas, que los miembros normales de la sociedad no poseen, y con ellas intentan influir sobre dioses o demonios, dirigiendo así la vida del conjunto social. Más que adorar a Dios y venerar su misterio, en silencio reverente (en la postura mística), ellos quieren influir sobre Dios, de forma casi siempre positiva, es decir, para bien de los mortales (aunque hay carismáticos-magos que quieren dañar a los demás: magia negra). En esta línea se han movido los exorcistas, expertos en expulsar demonios, lo mismo que otros hombres y mujeres que conocen y dirigen de algún modo el misterio. Son carismáticos: poseen un don o cualidad superior que otros no tienen. Riesgo y valor de un chamanismo del Espíritu en ciertos grupos pentecostales católicos y protestantes. En esa línea se sitúa el caso “Milingo”, un arzobispo católico al que tachan de chamán…
Carismáticos sacerdotes. Los sacerdotes de las grandes religiones han terminado siendo casi siempre funcionarios, que realizan un rito organizado y regulado por una tradición antigua. Es normal que reciban su cargo por herencia: las familias sacerdotales se han extendido por siglos, de forma que los padres han podido transmitir a los hijos sus “artes” sagradas. De todas formas, en principio, los sacerdotes han podido ser y han sido mediadores sacrales carismáticos, capaces de evocar el misterio y de establecer lazos de conexión entre los humanos y su Dios (y entre los mismos humanos). Ellos han empezado mostrando su carisma: han logrado controlar la violencia cósmica (la naturaleza que amenaza al ser humano) o social (la agresividad que tiende a romper el entramado de la comunidad humana). Han sido expertos en el sacrificio: han aplacado a Dios (y a la comunidad) a través de diversas ofrendas humanas, animales o alimenticias, que agradan a Dios y reconcilian a los mortales. En principio, ellos han sido, quizá, los mayores carismáticos de la historia humana.
Carismáticos místicos.Son los “virtuosos” de la interioridad religiosa y han actuado de un modo especial en las religiones de la India y China, de donde provienen los grandes meditantes o contemplativos (yoguis, maestros zen), capaces de descubrir lo divino en la propia interioridad, logrando así una especie de autoridad experiencial sagrada. Ellos no se ocupan en hacer obras externas: no crean espacios de sacralidad por medio del signo sacrificial de la sangre, ni tienen la tarea de contar o enseñar a los demás el mito primigenio de la vida. Simplemente son, cultivan el misterio: se limitan a vivir en unidad interior con lo absoluto. Frente a la autoridad del sacerdote que sanciona y crea un tipo de sacralidad objetiva (de grandes consecuencias sociales), ellos descubren y explicitan un tipo sacralidad interior, sin autoridad organizada. Este es su carisma personal, intransferible. Por eso no se pueden instituir como cuerpo religioso por encima del resto de la sociedad. Han sido y siguen siendo carismáticos. En esa línea han podido moverse los grandes hombres de Espíritu de las tradiciones católica (M. Eckart, Juan de la Cruz, Teresa de Jesús) y protestante (en la línea de Angelus Silesius, Jakob Boehme… etc).
Carismáticos profetas.Han florecido de un modo especial en Israel: son videntes (descubren de algún modo la voluntad de Dios) y portadores de la Palabradivina, que proclaman ante la comunidad, en formas de anuncio (lo que Dios quiere realizar) y denuncia (exigencia de conversión para el pueblo). La Palabra de los profetas o Nebi’imse encuentra en el centro de la revelación Bíblica. Ellos (Isaías, Jeremías, Ezequiel etc) han sido los auténticos creadores religiosos de Israel, porque interpretan y encauzan la vida del pueblo desde el punto de vista de Dios. Herederos de esa tradición profética siguen siendo los judíos, cristianos y musulmanes, aunque todos, cada uno a su manera, han tendido a interpretar la profecía: los judíos la han puesto bajo la Ley de Moisés; los cristianos la han interpretado partiendo de Jesús, mesías; los musulmanes han colocado a Mahoma, su profeta, bajo la autoridad superior del Corán, que es palabra eterna de Dios. A pesar de ello, los carismáticos profetas son todavía los mayores inspiradores religiosos de occidente.
¿Carismáticos sabios? En cierto sentido, tanto los sacerdotes como los místicos y profetas (ya evocados) son sabios, pues conocen un tipo de realidad más profunda a través del sacrificio, la experiencia interior o la palabra proclamada. Por eso, de un modo u otro, ellos han sido y son capaces de enseñar, volviéndose maestros del resto de los hombres. Sin embargo, sabios por excelencia parece sólo aquellos que han logrado recibir por inspiración un tipo de conocimiento superior o carismático (revelado) que se convierte de algún modo en normativo para sus sucesores. Israel ha compartido con otros pueblos una larga y profunda experiencia de sabiduría carismática, cuyos rasgos son: proponer y resolver enigmas, interpretar sueños, aconsejar a los gobernantes, crear nuevas leyes o formas de conducta. La sabiduría de estos carismáticos no se logra sólo (ni sobre todo) por estudio, sino por inspiración divina. Por eso, es lógico que judíos y cristianos (lo mismo que otras religiones como islam e hinduismo etc.) hayan divinizado la sabiduría llamándola Hochma, Sophia, Jnana oTao. Estos carismáticos sabios nos sitúan en la línea de un conocimiento esotérico, propio de inspirados que reciben la revelación de Dios.
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