Una vez muerto, Jesús está fuera del tiempo y el espacio.
¿Qué estamos celebrando? Es la pregunta que debemos hacernos hoy. Nos va a costar Dios y ayuda superar la visión física, corpórea y chata de la Ascensión, que venimos aceptando durante demasiados siglos. Nos encontramos con el problema de siempre: confundir la realidad con el relato mítico. La Ascensión no es más que un aspecto de la cristología pascual. Resurrección, Ascensión, glorificación, Pentecostés, constituyen una sola realidad, que está fuera del alcance de los sentidos. Esa realidad no temporal, no localizable, es la más importante para la primera comunidad y es la que hay que tratar de descubrir.
Hoy tenemos conocimientos suficientes para intentar una interpretación más acorde con lo que los textos nos quieren trasmitir. No podemos seguir pensando en un Jesús subiendo físicamente más allá de las nubes. Para poder entender la fiesta de la Ascensión, debemos volver al tema central de Pascua. Estamos celebrando la Vida, pero no la biológica sino la divina. Esa Vida no está sujeta al tiempo, por lo tanto no hay en ella acontecimientos, es eterna, plena e inmutable. Solo teniendo en cuenta estas sencillas verdades, podremos comprender adecuadamente lo que estamos celebrando este domingo.
Mateo no sabe nada de una ascensión. Juan no habla de ascensión, pero en la última aparición, Jesús dice a Pedro: “si quiero que éste permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?” Está claro que para volver, primero tiene que irse. El final canónico de Marcos, que leemos hoy y fue añadido a mediados del s. II, nos dice que Jesús sentó a la derecha de Dios. Solo Lucas nos habla de ascensión: “se separó de ellos y fue elevado al cielo”. En Hechos nos cuenta, con todo lujo de detalles, la subida de Jesús al cielo.
Relatos de raptos eran frecuentes en la literatura clásica. Tito Livio, en su obra histórica sobre Rómulo dice: “Cierto día Rómulo organizó una asamblea popular junto a los muros de la ciudad para arengar al ejército. De repente irrumpe una fuerte tempestad. El rey se ve envuelto en una densa nube. Cuando la nube se disipa, Rómulo ya no se encontraba sobre la tierra; había sido arrebatado al cielo”. Tenemos otros ejemplos: Heracles, Empédocles, Alejandro Magno y Apolonio de Tiana. Todos siguen el mismo esquema.
El AT cuenta el rapto de Elías. También se habla de la asunción de Henoc en (Gen 5, 24). El libro eslavo de Henoc, escrito judío del siglo primero después de Cristo, describe el rapto de Henoc: “Después de haber hablado Henoc al pueblo, envió Dios una fuerte oscuridad sobre la tierra que envolvió a todos los hombres que estaban con Henoc. Y vinieron los ángeles y cogieron a Henoc y lo llevaron hasta lo más alto de los cielos. Dios lo recibió y lo colocó ante su rostro para siempre”. Nada nuevo bajo el sol.
La palabra “cielo” es muy utilizada en religión. La repetimos dos veces en el Padrenuestro, dos en el Gloria y tres en el credo. Arrastra una amplia gama de significados desde la cultura griega y de todo el Oriente Medio. La complejidad de las concepciones del mundo físico en aquella época explica los innumerables matices que encontramos en el “cielo” teológico. No es fácil dilucidar qué sentido se quiere dar a la palabra en cada caso. En el bautismo de Jesús, el cielo se rasgó y lo divino bajó hasta él. Cuando termina su ciclo vital, el cielo se rompe para que Jesús vuelva a traspasar el límite de lo terreno, para entrar en él.
Un dato muy interesante, que nos proporciona la exégesis, es que las más antiguas expresiones de la experiencia pascual que han llegado hasta nosotros, sobre todo en escritos de Pablo, están formuladas en términos de exaltación y glorificación, no con la idea de resurrección y menos aún de ascensión. En el AT encontramos abundantes textos que hablan del siervo doliente, machacado por los hombres, pero reivindicado por Dios. Esta fue la base de la idea de glorificación con la que se quiso expresarse la experiencia pascual.
Lo que celebramos no está en el tiempo, pertenece al hoy como al ayer, no hace referencia a un pasado. Son realidades que están hoy en nuestra propia vida. Puedo vivirlas como las vivieron los discípulos. El hombre Jesús se transforma definitivamente, alcanzando la meta suprema. Se hace una sola realidad con Dios. Nosotros necesitamos desglosar esa realidad para intentar penetrar en su misterio, analizando los distintos aspectos que la integran. La Ascensión quiere manifestar que llegó a lo más alto, pero no en sentido físico.
La verdadera ascensión de Jesús empezó en el pesebre y terminó en la cruz cuando exclamó: “consumatum est”. Ahí terminó la trayectoria humana de Jesús y sus posibilidades de crecer. Después de ese paso, todo es como un chispazo que dura toda la eternidad. Pero había llegado a la plenitud total en Dios, precisamente por haberse despegado (muerto) de todo lo que en él era caduco, transitorio, terreno. Solo permaneció de él lo que había de Dios y por tanto se identificó con Dios totalmente. Esa es también nuestra meta. El camino también es el mismo de Jesús: despegarnos de nuestro ego.
La experiencia pascual consistió en ver a Jesús de una manera nueva. El haber vivido con él, el haber escuchado lo que decía y visto lo que hacía, no les llevó a la comprensión de su verdadero ser. Estaban demasiado pegados a lo externo, y lo que hay de divino en Jesús no puede entrar por los sentidos. Su desaparición les obligó a mirar dentro de sí, y descubrir allí lo que había vivido Jesús. Solo entonces ven al verdadero Jesús. Seguimos apegados a una imagen terrena de Jesús que nos impide descubrir su verdadero ser.
Para comprender la ascensión debemos tener en cuenta el descenso. Jesús bajo a los infiernos, “descendit ad ínferos” es decir a lo más bajo. Solo desde ahí su puede hacer el ascenso total y definitivo. Desde lo más bajo a lo más alto. Pero no recuperando el estado anterior sino permaneciendo en la Nada identificado con el Todo. No aceptamos ese descenso definitivo porque no está de acuerdo con las pretensiones de nuestro ego. Es la experiencia de todos los místicos. Para llegar a serlo todo debes convertirte en Nada.
Jesús no bajó a los infiernos como triunfador. Esa es la imagen mítica que se tenía de muchos personajes antiguos. Jesús bajó realmente a lo más bajo con su muerte. La muerte en la cruz no era una forma más de deshacerse de una persona que molesta. Era un intento en toda regla no solo de matar a la persona sino de hacerla desaparecer. Se trataba de aniquilarlo en el sentido etimológico de la palabra. Convertirle en nada. Era un castigo tan rotundo que eliminaba todo recuerdo del ajusticiado.
No tiene ningún sentido pensar que después de condenarlo a la cruz, se permitiera enterrarlo con todos los honores. Ni embalsamamiento ni sepulcro nuevo ni guardas custodiando el sepulcro tienen ningún sentido. No hubo ningún sepulcro ni vacío ni lleno. A los crucificados se les echaba en una fosa común sin enterrarlos para que los comieran las aves y los animales carroñeros. No dejaban ninguna posibilidad para que el muerto fuera recordado, mucho menos honrado y agasajado. Ese descenso es la culminación de su ser. No fue una estrategia sino el signo de su aniquilamiento e identificación absoluta con Dios.
Meditación
Hoy nos fijamos en la meta a la que Jesús llegó,
que es, al mismo tiempo, el punto del que partió.
Todos hemos salido del Padre y hemos llegado al mundo.
Todos tenemos que dejar el mundo y volver al Padre.
Ese Padre está en lo más hondo de nuestro ser.
Si me empeño en buscarlo en otra parte, encontraré al ídolo.
Fray Marcos
Fuente Fe Adulta
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