Amarnos unos a otros.
En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno, y, no obstante, siguen siendo dos (Erich Fromm).
Domingo VI de Pascua
Jn 15, 9-17
-Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os amé. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos.
El amor entre todos los seres de la creación –todos son hijos del Creador- son destellos de la gloria divina: Yo les di la gloria que tu me diste para que sean uno como lo somos nosotros (Jn 17, 22). Una teofanía permanente –manifestación de Dios- en versión reencuentro de personas: Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo, en medio de ellos (Mt 18, 20).
La universalidad de esta gloria queda cantada en la liturgia por el Responsorial del Salmo 97: El Señor revela a las naciones su salvación. Y en los Hechos 10, 45 relatándonos que el don del Espíritu Santo se ha derramado también sobre los gentiles. Esta historia bíblica no es nueva. En la antigüedad griega y en la filosofía hindú, el amor representa el principio del cosmos, como ocurre en los Vedas, en Hesiodo y Empédocles.
Un principio dinámico exigido por el propio sentido de evolución de la materia y de la vida. En su raíz está el amor como condición indispensable. Una historia de amor materializada en un perpetuo crecer con los demás –y con lo demás- como le recuerda Dios a Joan Baxter en la película Bruce Almighty de Tom Shadyac (2007), mientras dialogan sentados en la cafetería. En la Parábola de la Vid, Juan pone en boca del Maestro estas palabras que, al estar fundamentadas en el amor ‘que se es’, que se basta a sí mismo- la plenitud le es inherente: “Os he dicho esto para que participeis de mi alegría y vuestra alegría sea colmada” (Jn 15, 11).
El amor a Dios carece de sentido fuera del amor al prójimo. Y en todo amor al prójimo hay inexcusablemente -se admita o no- amor a Dios, incluido el de a sí mismo que, según Aristóles, es requisito indispensable para poder amar a otra persona. Se lo recordó Jesús a los fariseos en Mateo 22, 38, trayéndoles a la memoria el “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” de las leyes del Levítico.
Un amor que, abarcando a todos los seres, les impulsa a colaborar en el hacer, como ocurre en el mencionado largometraje, donde todos los animales ayudan a Noé en la construcción del Arca. Cosa que sucede, según sugieren Alphone et Rachel Goettmann en La mystique du couple enero 2015, Desclée de Brouwer, porque dicho amor les permite “entrar en fusión sin confusión, o más bien, comulgar, llegar a ser uno”. Erich Fromm lo había dicho en estos otros términos, manteniendo pluralidad y unidad: “En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno, y, no obstante, siguen siendo dos”.
Disponemos de una fuerza que no tiene prejuicios ni fronteras: “De cualquier nación que sea”, dice Pedro en casa de Cornelio, capitán de la cohorte itálica (Hch 10, 34). Es el gran mandamiento de Jesús: amarle amándonos unos a otros. La mejor manifestación del amor a Dios es el amor al prójimo. En su ópera pastoral Acis y Galatea, cantó este amor universal y uno Händel. La misma voz, pues eran dos en uno. En el mitológico amor de su desnudez, trazada por el pincel del pintor galo Édouard Zier, los hombres fueron dioses, y los dioses, humanos.
ACIS
Retumbaba a lo lejos
con pavoroso estruendo sostenido
la fiera voz del terrible gigante:
-“las montañas se agitan, tiembla el bosque”.
Respondió Galatea:
-“Dejarán los rebaños las montañas,
las tórtolas los bosques, y las ninfas
vendrán a disfrutar mi amor con Acis”.
Lo entonaron violas y clarines
con allegro clamor en la llanura:
la misma voz, pues eran dos en uno.
Sonaban sus canciones como ecos
y terminaron con un dolce finale
compartido con tórtolas y ninfas.
En el amor los hombres fueron dioses,
y los dioses, humanos.
(SOLILOQUIOS, Ediciones Feadulta)
Vicente Martínez
Fuente Fe Adulta
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