Callar es… estar atento.
Callarse no significa estar mudo, como tampoco hablar equivale a locuacidad. El mutismo no crea soledad, como tampoco la locuacidad crea comunión. “El silencio es el exceso, la embriaguez y el sacrificio de la palabra. El mutismo, en cambio, es malsano, como algo que sólo fue mutilado y no sacrificado” (Ernest Helio).
Del mismo modo que existen en la jornada del cristiano determinadas horas para la Palabra, especialmente las horas de meditación y de oración en común, deben existir también ciertos momentos de silencio a partir de la Palabra. Serán sobre todo los momentos que preceden y siguen a la escucha de la Palabra. Ésta no se manifiesta a personas charlatanas, sino en el recogimiento y silencio.
Callamos antes de escuchar la Palabra, para que nuestros pensamientos se dirijan a la Palabra, igual que calla un niño cuando entra en la habitación de su Padre. Callamos después de haber oído la Palabra, porque todavía resuena, vive y quiere permanecer en nosotros. Callamos al comenzar el día, porque es Dios quien debe decir la primera palabra; callamos al caer la noche, porque a Dios corresponde la última palabra. Callamos sólo por amor a la Palabra. Callar, en definitiva, no significa otra cosa que estar atento» a la Palabra de Dios para poder caminar con su bendición.
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Dietrich Bonhoeffer,
Vida en Comunidad,
Salamanca 1983, 61
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