San José
Teresa de Jesús nos dice de José:
“Y tomé por abogado y señor al glorioso san José y me encomendé mucho a él. Vi claro que, tanto de esta necesidad como de otras mayores, de perder la fama y el alma, este padre y señor mío me libró mejor de lo que yo lo sabía pedir. No me acuerdo hasta hoy de haberle suplicado nada que no me lo haya concedido
(Vida 6,6).
En vez del hombre de poder,
prefiero al hombre de presencia y de ternura,
el compañero que da el gusto de vivir.
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(Fuente)
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“Explícanos, José,
cómo se es grande sin exhibirse,
cómo se lucha sin aplauso,
cómo se avanza sin publicidad,
cómo se persevera y se muere uno
sin esperanza de un póstumo homenaje,
cómo se alcanza la gloria desde el silencio,
cómo se es fiel sin enfadarse con el cielo.
Dínoslo en este tu día, buen padre José.”
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Oración popular
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Escuchen qué cosa y cosa
tan maravillosa, aquesta:
un padre que no ha engendrado
un Hijo, a quien otro engendra.
Un hombre que da alimentos
al mismo que lo alimenta;
cría al que lo crió, y a mismo
sustenta que lo sustenta.
Manda a su propio Señor
y su Hijo Dios respeta;
tiene por ama a una esclava,
y por esposa a una reina.
Celos tuvo y confianza,
seguridad y sospechas,
riesgos y seguridades
necesidad y riquezas.
Tuvo, en fin, todas las cosas
que pueden pensarse buenas;
y es fin, de María esposo
y, de Dios, padre en la tierra. Amén.
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José, descendiente de David, era, probablemente, de Belén. Por motivos familiares o de trabajo, se trasladó más tarde a Nazaret, y allí se convirtió en esposo de María. El ángel de Dios le comunicó el misterio de la encarnación del Mesías en el seno de María, y José, hombre justo, aceptó, aunque no sin haber padecido una dura crisis interior.
Se fue después a Belén, para el nacimiento del niño, y tuvo que huir a Egipto, de donde volvió para ir de nuevo a Nazaret.
Cuando Jesús tiene doce años, vemos a José y a María en Jerusalén, donde encontraron a su hijo entre los doctores del templo. A continuación, el evangelio calla. Es posible que muriera antes del comienzo de la vida pública de Jesús.
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Al sur de Nazaret se encuentra una caverna llamada Cafisa. Es un lugar escarpado; para llegar a él, casi hay que trepar. Una mañana, antes de la salida del sol, fui allí. No me di cuenta del paisaje, muy bello, ni de las fieras, ni del canto de mil pájaros…
Estaba yo fuertemente abatido; sin embargo, experimentaba en el fondo del corazón que habría de saber algo de parte del Señor.
Entré en la gruta; había un gran vano formado por rocas negras con diferentes ángulos y corredores. Había muchas palomas y murciélagos, pero no hice ningún caso. Solo en aquel recinto severo no exento de majestad, me senté sobre una esterilla que llevaba conmigo. Puse, como Elías, mi cara entre las rodillas y oré intensamente. Tal vez por la fatiga o la tristeza, en cierto momento me adormecí. No sé cuánto tiempo estuve en oración y cuánto tiempo adormecido. Pero allí, en aquella gruta que nunca podré olvidar, durante aquellos momentos de silencio, me pareció ver un ángel del Señor, maravilloso, envuelto en luz y sonriente.
«José, hijo de David -me dijo-, no tengas miedo de acoger a María, tu esposa, y quedarte con ella. Lo que ha sucedido en ella es realmente obra del Espíritu Santo: tú lo sabes. Y debes imponer al niño el nombre de Jesús. Tu tarea, José, es ser el padre legal ante los hombres, el padre davídico que da testimonio de su estirpe… Y has de saber, José, que también tú has encontrado gracia a los ojos del Señor… Dios está contigo». El ángel desapareció. La gruta siguió como siempre, pero todo me parecía diferente, más luminoso, más bello.
«Gracias, Dios mío. Gracias infinitas por esta liberación. Gracias por tu bondad con tu siervo. Has vuelto a darme la paz, la alegría, la vida. Así pues, Jesús, María y yo estaremos siempre unidos, fundidos en un solo y gran amor…, en un solo corazón».
La tempestad había desaparecido, había vuelto el sol, la paz, la esperanza… Todo había cambiado.
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J. M. Vernet,
Tú, José,
Ediciones STJ,
Barcelona 2001.
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