Aprender a amar…
Para amar a los enemigos, que es en lo que consiste la perfección de la caridad fraterna, nada nos anima tanto como considerar con agradecimiento la admirable paciencia del “más bello entre los hijos de los hombres” (Sal 44,3).
Considera, oh humana soberbia, oh altanera impaciencia, lo que soportó, quién y como lo soportaba. ¿Quién hay que ante este admirable cuadro no se sosiegue al punto en su cólera? ¿Quién, al escuchar aquella maravillosa voz llena de dulzura, de caridad y de imperturbable serenidad: “Padre, perdónalos” (Le 23,24), no abrazará inmediatamente a sus enemigos con todo afecto? ¿Podría añadir a esta petición algo más dulce y caritativo? Pues lo añadió y, pareciéndole poco el rogar, quiso además excusarles: “Padre”, dijo, “perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Así pues, para aprender a amar, el hombre no debe degradarse con los placeres de la carne. Para que no sucumba ante la concupiscencia carnal, derrame todo su afecto en la suavidad de la carne del Señor. Descansando así, más suave y perfectamente en el deleite de la caridad fraterna, también abrazará a sus enemigos con los brazos del verdadero amor. Y para que este divino fuego no se apague por la condición de las injurias, contemple continuamente con los ojos del alma la tranquila paciencia de su amado Señor y Salvador.
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Elredo de Rieval,
El espejo de la caridad, III, 5, passim
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