La Felicidad
Consciente o inconscientemente, la búsqueda de la felicidad es el motor que nos mueve a todos en cada uno de los actos que realizamos en nuestra vida, y tanto es así, que no resulta extraño que muchos afirmen que la felicidad es el fin último del ser humano. Pero cada uno concibe la felicidad de forma distinta, y así, encontramos definiciones que llaman felicidad a «cualquier situación de satisfacción y contento», mientras que otras restringen el concepto de felicidad a un «estado deplenitud y armonía del alma».
No cabe duda de que fuera de nosotros podemos encontrar infinidad de cosas capaces de producirnos satisfacción, y que dentro de nosotros podemos generar gozo o contento al sentirnos importantes, virtuosos, listos o eficaces. Pero la experiencia nos dice que la felicidad, entendida como plenitud y armonía del alma —del ánimo—, es fruto exclusivo de la práctica de nuestra humanidad.
La inteligencia, la conciencia de sí mismo, el sentido ético, la libertad, la capacidad para el arte y la capacidad de Dios son atributos netamente humanos, pero la auténtica calidad de lo humano es “la humanidad”. El término humanidad puede aplicarse al conjunto de personas que conforman el género humano, pero aquí lo vamos a referir a nuestra capacidad de afecto, compasión, comprensión y fraternidad hacia los demás; a nuestra inclinación a alegrarnos con sus alegrías y compadecernos con sus desgracias; a nuestra disposición a actuar en favor de quien nos necesita; a preferir dar que recibir…
A este tipo de relación —quintaesencia de lo humano— lo llamamos amor. Se da plenamente y de forma natural en el seno de la familia, y hace que lo obligatorio sea siempre mucho menos que lo que se desea hacer por los otros. Si fuésemos capaces de hacer trascender esta actitud más allá del entorno familiar lograríamos un mundo mucho más humano, lo que nos lleva a pensar que humanidad y amor son conceptos sinónimos.
Por eso, entre la multitud de expresiones que se han formulado para definir la felicidad, nos quedamos con la que afirma que «la felicidad consiste en amar y ser amado». Porque si la felicidad es el fin último del ser humano, en buena lógica debe estar íntimamente ligada a lo que mejor expresa la calidad de lo humano; a su esencia más íntima; al amor. Como afirma Erich Fromm, toda manifestación de amor produce felicidad, y si lo que produce es sufrimiento o desasosiego es que no es amor.
Pero la plena felicidad —tal como aquí la estamos concibiendo— es algo que solo se presenta circunstancialmente. La identificamos cuando la sentimos, pero somos incapaces de comprenderla o definirla; y mucho menos de aprehenderla. Es como un paisaje entre nubes que solo vemos parcialmente. Tratamos de ver el resto, pero se nos resiste, y cuando estamos disfrutando de lo que vemos, cuando esperamos que se abra el cielo para verlo en su conjunto, se cierra todavía más y lo perdemos.
Da la impresión de que tanto la felicidad, como el amor o la belleza son realidades ontológicas muy superiores a nosotros que no terminamos de abarcar desde la razón; que se nos escapan de entre los dedos cuando tratamos de penetrar en ellas. Desde nuestra atalaya en lo más alto de la evolución nos resultan familiares la materia, la vida, la inteligencia, la conciencia y la libertad, pero estos tres conceptos nos resultan insondables. Cabe pensar que se trata de realidades para las que todavía no estamos preparados; que son como eslabones que nos unen con algo muy superior en ciertos momentos de nuestra existencia; como un adelanto de las facultades del ser humano cuando se vea libre de sus limitaciones; cuando se manifieste en él su realidad completa.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Fuente Fe Adulta
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