Dom 7.2.21: Dura batalla es la vida. Crónica y “razón” de la in-felicidad (Job)
Hay tiempo para llorar y reír; para sufrir y disfrutar; para abrazarse y despedirse (Eclesiastés 3, 4-5). Del tiempo para sufrir trata la lectura del domingo 7.2.21 (5º del TO) con un texto de Job.
No es un capítulo dulce de consuelo o auto-ayuda, sino de lucha fuerte con un Dios enigmático y esquivo, como indicaré a continuación: (a) Breve comentario de la lectura del domingo. (b) Discusión con Job: una crónica de la infelicidad humana
a. LECTURA DEL DOMINGO.
Texto. Job 7.
- Dura milicia es la vida del hombre en la tierra, y sus días son días de duro trabajo
- Como esclavo al sol que quiere, o jornalero que espera un salario que no llega,
- así he tenido meses de desengaño y me han venido noches de sufrimiento.
- Estando acostado, digo ¿cuándo me levantaré y romperá la aurora?
- Y me canso de cambiar de postura, de un sitio a otro, hasta que llegue el alba.
- Mi carne está llena de gusanos y costras de tierra; mi piel hendida y abierta, supura.
- Mis días corren más que lanzadera de tejedor, y sin esperanza pasan.
- Recuerda, oh Dios, que mi vida es un soplo y que mis ojos no volverán a ver prosperidad.
- No me verán más los ojos que me ven; me mirarán, pero ya no seré.
- Las nubes se disipan y pasan; así es quien desciende a la fosa y no vuelve.
- El que muere no retornará a su casa, ni su lugar volverá a reconocerlo.
- Por eso, no refrenaré mi boca, sino que hablaré en la angustia de mi espíritu…
Comentario
Primer soliloquio: ¿No es acaso una milicia dura la vida del hombre? (7, 1‒5). El término hebreo (saba‘) está indicando como lucha militar (guerra constante), aunque esa palabra puede tener otros matices, vinculados con diversos tipos de esfuerzo o tarea. El Dios de la Biblia se define como sebaot, Señor de batallas, de los ejércitos del cielo (ángeles, astros) o también de la tierra (de los que combaten las guerras de Yahvé).
En esa línea, el hombre es luchador sin salida ni cescanso, siervo sufrido, bajo un Señor que le domina desde arriba, en una guerra sin fin, como enfermo que espera la noche para reparar cansancio del día, y nuevamente aguarda el día para alejar los terrores de la noche, sin descansar ni un momento ni otro. La vida es según eso enfermedad consciente (culpable) de sí misma (Buda). Una enfermedad de muerte, una guerras cuya única victoria y certeza es el sepulcro, cerrado, para siempre.
Segundo soliloquio: Corren mis días más que lanzadera… (7, 6‒11). Como ha destacado en un capítulo anterior, Job hubiera preferido no nacer o fallecer de inmediato. Y, sin embargo, paradójicamente, se aferra a la vida, que avanza inexorable, como vara de telar que viene y va, a gran velocidad, hasta completar la trama de la vida y detenerse, no para gozar al fin, sino para sufrir sin fin bajo la muerte. Así lo había dicho el rey Ezequías, en su canto famoso de enfermo condenado de antemano al sepulcro: “Como tejedor devanaba yo mi vida y me cortan la trama” (cf. Is 38, 12). La vida del hombre es así una experiencia radical de fragilidad, aliento/ruah que se desvanece.
Ciertamente,el hombre es ruah fuerte, espíritu de Dios (cf. Gen 2,7); pero, al mismo tiempo, es un soplo que se apaga y desciende al Sheol, lugar/estado de opresión, en el que todo cesa, de forma que el hombre se hunde en una especie oquedad y sombra, oscuridad de muerte. Entre el espíritu de Dios que es vida y la oscuridad del Sheol que es muerte habita el ser humano: Por una parte quiere morir y descansar; por otra tiene miedo acabar por siempre.
Conforme a la visión de Job, el hombre no es alma inmortal y poderosa (como han dicho algunos), sino un aliento frágil, entre Dios y la nada, en la frontera que separa vida y muerte, para caer al fin siempre en la . Por un lado, morir es un descanso, como el nirvana del budismo; por otro es la mayor dureza de la vida, y por eso Job protesta en contra ella.
Ésta es la paradoja: Por un lado, el hombre desea la muerte, acaba cansado, esperando que suene la hora. Pero, al mismo tiempo, desea que tarde, que no llegue nunca el toque de la muerte. Así vive, así muere-
b. JOB, UNA CRÓNICA DE LA INFELICIDAD HUMANA
En el límite de la vida, al borde de la angustia, rechazado por sus familiares y combatido por cuatro amigos que le echan la culpa de su malaventuranza, diciéndole que él mismo la ha causado y la merece por sus males, Job no tiene más forma de vida que el sufrimiento. (1) Antes de la prueba de Dios, Job había sido bienaventurado siendo rico y poderoso. (2) En medio de la “prueba”, enfermo y expulsado en el estercolero, él tendrá que discutir con Dios y con sus amigos sobre la razón y sentido de su malaventuranza[1].
La felicidad de Job cuando había sido poderoso
En su apología (Job 29‒31), antes de que Dios dicte su juicio, Job se presenta a sí mismo como un hombre que había sido bienaventurado, conforme a unos principios morales y sociales de abundancia y riqueza externa, en línea de poder sobre los otros; él se presenta así como bienaventurado porque era rico, muy poderoso, respetado por todos, pero siempre en una línea de justicia y misericordia: Sostenía, ayudada y respetaba a los pobres (aunque en el fondo les tomara como infelices, e incluso como pecadores).
Hablaban de él con admiración y gratitud (cf. 29, 11), pues ayudaba a los necesitados, ofreciéndoles su apoyo económico y social, de tal forma que podía presentarse como abogado y defensor de los excluidos y expulsados de la sociedad. Era padre de huérfanos, protector de viudas, garante de justicia para los extranjeros, signo y presencia del Dios en la tierra:
Era ojos para el ciego, pies para el cojo, padre de los necesitados. Me ocupaba de la causa de los desconocidos, y quebrantaba los colmillos del inicuo; de sus dientes le hacía soltar la presa (29, 15‒17).
Era justo y bienaventurado (feliz), pero situándose siempre y actuando desde un plano superior, como poderoso, justo y sabio, rico bienhechor de todos, en la cumbre de los poderes de la tierra (a diferencia de los bienaventurados de Lc 6, 20‒22, que serán los pobres, hambrientos, los que lloran). Job no era bueno como ser humano sin más, pobre entre los pobres, sino como rico; no era hambriento sino un hombre bien saciado, comiendo de banquete siete días por semana, cada día en la casa de sus siete hijos ricos (en compañía sus tres hijas bellas).
De un modo significativo, este Job era rico, y así podía actuar como bienhechor de los demás, desde su lugar más alto de riqueza. Era dueño de campos de labranza, con dehesas de pastores, amo de grandes caravanas, honrado en la ciudad, poderoso en la sede los tribunales. Lo tenía todo y de esa forma podía ayudar a los demás (huérfanos, viudas, extranjeros), conforme a la ley israelita, pero siempre desde arriba, como gran protector o patrono de los necesitados, aunque sin convivir de verdad con ellos.
Job era una clara demostración de que los ricos pueden ser también en su línea “buenos” (magnánimos), pero al servicio de sí mismos, dentro de una sociedad de clases, donde ellos, haciendo “favores” a los pobres, les tenían en el fondo someterles, obrando así para sentirse mejor a sí mismos, recibiendo el reconocimiento y la fidelidad social de aquellos a quienes favorecían En esa línea se entiende mejor la durísima diatriba que Job dirige, en 30, 1‒15, contra un tipo de pobres “desagradecidos” a quienes él antes había ayudado, como si ellos tuvieran el deber de respetarle, mostrándose sumisos por los dones recibidos.
El libro deja claro que Job no había sido un rico de poder perverso, no era violento, pendenciero ni opresor, sino garante de una bienaventuranza de talión, como patrono poderoso dentro de una sociedad interclasista, en la línea de las normas del Código de la Alianza (Éxodo), de la Santidad (Levítico) y del Deuteronomio, donde se habla de la necesidad de asistir y ayudar a los pobres, huérfanos, viudas y extranjeros. De esa forma se presenta como defensor justiciero de los pobres, a quienes ayuda y arranca de los dientes de los opresores y vengador de los prepotentes, como expresión de la justicia superior de un Dios que es misericordioso desde arriba, sin compartir la miseria de los pobres, ni encarnarse en ella (a diferencia de lo que veremos al ocuparnos de Jesús).
Una bienaventuranza de “clase superior”
Yo decía: En mi nido moriré. Como el ave fénix multiplicaré mis días. Mi raíz estará abierta junto a las aguas, en mis ramas permanecerá el rocío, mi honor permanecerá activo en mí; mi arco se mantendrá joven en mi mano (29, 18‒20).
“En mi nido”, como el ave fénix, cuya historia se narraba en las leyendas de Oriente, desde Grecia y Arabia hasta Persia. Así Job, como el ave fénix, se sentía lleno de vida, bienaventurado por derecho propio, casi inmortal, con sus raíces bien fundadas sobre un suelo fértil de húmedas tierras, como las palmeras que renacen de sus mismas raíces y ofrecen sin cesar su fruto sobre la buena tierra.
Él aparecía así como garante de una vida superior, como el ave que no muere, como de bendición para los inferiores, pero sin compartir con ellos el camino de la vida. De esa forma era feliz repartiendo bienes desde lo más alto, como la palmera que revive en una tierra fecunda de aguas, como el Ave Fénix, que vuela en los espacios superiores y muere sólo para renovar su vida.
Job era así un signo de la felicidad que Dios mismo “derrama” (garantiza) sobre el mundo, como un sobrehumano, hombre originario, protector de débiles, honesto, fuerte y justiciero, con honor perpetuo, con un arco de guerra poderosa en su mano, arma de guerra, signo de paz y justicia de Dios sobre el cielo (Gen 9, 12‒13), expresión de la superioridad del hombre poderoso y bueno, rico y justo, que expande alegría sobre el mundo. Job era así el justo por excelencia, portador de una felicidad superior, ofrecida desde arriba, de un modo abundante (¡pero en el fondo egoísta!), queriendo que todos a su lado fueran felices por él (pero manteniéndose en un plano inferior de dependencia):
Ellos me escuchaban y esperaban…Después que yo hablaba no replicaban, pues mi palabra era decisiva para ellos. Me esperaban como a lluvia (temprana); y abrían su boca como a lluvia tardía. Yo les alegraba (=les hacía gozar) si no tenían esperanza, y no dejaban apagar la luz de mi rostro. Yo les indicaba su camino y me sentaba entre ellos como jefe y habitaba como un rey en medio de su ejército, como quien consuela a los que lloran (28, 21‒25).
Job era un rey dichoso, hacedor de bienaventuranza para los demás (pero siempre por encima de ellos). De esa forma indicaba a los suyos su derek o forma de conducta, sentándose entre ellos como jefe, es decir, como rosh (cabeza, garantía de vida), en medio de la muchedumbre (es decir, del ejército de hombres y mujeres de su pueblo).
Este Job, hombre feliz, justo y bueno, protector de los débiles, rey‒ caudillo sobre el pueblo, era presencia (rostro activo) de un Dios de poder sobre la tierra, de manera que los hombres y mujeres, de la ciudad y el campo, dependían de él para vivir, como si su “sonrisa” (mirada aprobadora) fuera para ellos fuente de bienaventuranza. Job era así una especie de mesías, un mesías bueno, desde el poder más alto tierra, a diferencia de lo que será Jesucristo).
Discutiendo con Dios sobre la felicidad, desde el estercolero
Conforme a lo anterior, Job había sido bienaventurado, pero desde arriba, como varón, patriarca/patrono más alto, separado de los pobres bajos de la tierra, a quienes ha servido, pero sin formar parte de ellos. Pues bien, en un momento dando, caído de su altura, Job deberá aprender y ver (=vivir) la felicidad de otra manera, sin imposición, sin despotismo, desde los mismos pobres y con ellos.
Por eso, a partir de este momento, en vez de la bienaventuranza de los justos, Job recibe y sufre la malaventuranza de los pecadores, conforme a una ley que supone que los pobres e infelices lo son por sus pecados, igual que los hambrientos, enfermos y oprimidos, que padecen por su culpa, mientras que los ricos y poderosos reciben el premio de sus obras buenas. Según eso, los buenos son poderosos y afortunados (felices); los malos en cambio reciben el castigo de la opresión y la desdicha.
‒ Protesta de Job, felicidad contra la ley. Conforme a lo indicado, Job protesta y dice que él no es pecador, sino que ha sido siempre “justo” (conforme a las leyes del talión de Dios), de manera que su sufrimiento en el estercolero de la ciudad no se puede interpretar como castigo. Según eso, sólo pueden darse dos razones de su malaventuranza: (a) O Dios le persigue y tortura de un modo perverso. (a) O el Dios de verdad es distinto por encima del talión de la felicidad al que siguen apelando sus contrarios).
Éste es el argumento del libro de Job, donde sus protestas alternan con las razones de sus tres “amigos”, representantes del sistema antiguo. En esa línea, por un lado, Job condena al Dios del orden tradicional, que le condenaría a ser infeliz por su culpa. Pero, al mismo tiempo, él busca y llama, de un modo intermitente, al Dios de la felicidad más alta, que ha de hallarse por encima de la ley de retribución (talión del mundo), para que le explique la razón de su “fortuna” (su desgracia), aunque sea tras su muerte.
La respuesta más honda de Dios: ser felices en el estercolero de la sociedad establecida. Las razones anteriores parecían y son buenas en un plano, pues declaran que Job es inocente (y debe ser rehabilitado), pero no responden a las preguntas que él había planteado sobre la justicia del orden del mundo y sobre el origen y sentido de la felicidad de los hombres. Son razones “honestas”, pues no condena a Job, sino que le comprenden, y respeta su dolor, pero deja muchos “cabos” sueltos en la línea de la felicidad (como pondrán de relieve las bienaventuranzas de Jesús).
‒ Dios no dice a Job por qué ha sufrido y por qué sufre, a pesar de ser bueno. ¿Sufre por instigación de un diablo envidioso? ¿Por capricho, o simplemente porque Dios quiere probarle y así purificarle, por un tipo de catarsis? Este Dios que rehabilita a Job deja sin responder el tema de fondo: ¿Por qué son más felices unos que otros, y cómo se relaciona la felicidad con la “justicia” real de los hombres? ¿No deberá cambiar la noción de la justicia?
Los amigos/contrincantes de Job sostienen que la felicidad puede calcularse (sancionarse) conforme a unas normas racionales (medibles) de poder. En esa línea, ellos siguen “pensando y argumentando” desde su poder (como si el poder fuera la felicidad), mientras Job argumenta y busca una respuesta desde el estercolero, donde yace enfermo y oprimido, esperando la muerte
‒ Job explora y busca y camino de la felicidad desde la prueba de la vida, es decir, dentro de un mundo de injusticia. No pide a Dios que le libre sin más de su desdicha, sino le hable cara a cara, no por medio de razones generales, sino cara a cara, aunque sea después de la muerte (¡queda mucho tiempo!), pues el tema no es de un momento aislado, sino de la vida entera, abierta desde el pasado del que provenimos hasta el futuro al que tendemos, en una línea en que muchos hablan de re‒encarnaciones (hinduismo y budismo) y otros de una posible resurrección (como dirán judíos y cristianos).
En esa línea, Job ha entrevisto, en algunos momentos puntuales una respuesta final de felicidad (como Kant, en su Crítica de la Razón Práctica), pero, en su conjunto, el Dios el libro Job (y el libro entero, concebido como un drama y no como un manual de tesis) no responde ni resuelve el tema en ese plano, sino que lo deja en su raíz abierto, en clave de silencio admirado y doloroso. Éste es silencio de Dios de la honradez de Dios: No quiere consolar a los sufrientes con un cielo futuro de felicidad para los “buenos”, en la línea de una interpretación escatológica de Mt 25,31‒46, pues el tema sangrante y gozoso es la felicidad ya aquí, en el mundo, no después en el cielo.
‒ El Dios de Job no aclara la relación entre bienaventuranza de unos y malaventuranza (¡ay de vosotros…!) de otros, tal como lo hará Jesús en Lc 6, 20‒26, vinculando la nueva dicha de unos (los pobres) con la desdicha (ay) de los ricos, en una línea personal y social. Éste Dios de Job, situado ante la felicidad y el sufrimiento de los hombres, es paradójicamente sobrio, pero abierto a la promesa de la dicha más honda, pues Dios sabe escuchar a fondo (¡no lo hace en modo alguno desde arriba, zanjando por fuera las cuestiones!) y que camina con los hombres, aprendiendo de ellos, dentro de un despliegue abierto de creación y salvación que culmina, según los cristianos, en la encarnación de Dios en Cristo (Jn 1, 14).
Este Dios que empieza a revelarse en el final del libro de Job no se adelanta en falso, no resuelve las cosas desde fuera, sino que se introduce en el camino de la bien‒ y mal‒aventuranza, de un modo humilde, en forma de diálogo de libro que puede tener varias interpretaciones, desde una perspectiva universal, humana, sin apelar a dogmas o revelaciones exclusivas de Israel.
Por ésas y otras razones, el libro de Job es un momento clave en la experiencia y tarea de las bienaventuranzas. En esa línea, diversos del siglo XIX han dicho que, para responder verdaderamente a Job, Dios tuvo que encarnarse y sufrir con los hombres (como verdadero Job), de forma que así ha podido entender y aclarar desde dentro la problemática de la felicidad y la desdicha de la historia. Así lo ha entendido, en perspectiva antropológica, el psicólogo suizo K. G. Jung (Respuesta a Job, 1953), diciendo que, para asumir la infelicidad de los hombres, Dios tuvo que encarnarse, viviendo en carne propia el dolor de la historia, transformándola, salvándola por dentro, como podrá ver quien siga leyendo estas reflexiones.
Notas
[1] Cf.. L Alonso Schökel y J. L. Sicre, Job. Comentario teológico y literario, Cristiandad, Madrid 2002; R. Girard, Job. La ruta antigua de los hombres perversos, Anagrama, Barcelona 2006; G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de Job, Sígueme, Salamanca 19S8; J. Lévèque, Job et son Dieu I‒III, Gabalda, Paris 1970; Job. El libro y el mensaje, Verbo Divino, Estella 1986; V. Morla, Job 1‒28 y Job 29‒42, DDB, Bilbao 2007/2010; Libro de Job. Recóndita armonía, Verbo Divino, Estella 2017; J. Pixley, El libro deJob; comentario bíblico latino-americano, DEI, San José CR 1982; G. Ravasi, Giobbe, Borla, Roma 1984.
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