Un viejo amigo norteamericano, profesor en una gran escuela de secundaria en EEUU, ha tenido el detalle de comentar mi artículo anterior (“Por el imperio hacia dios, saludo a Trump”), diciéndome que tiene estudiantes que “confían en una monarquía” y que en 22 años que lleva de enseñanza nunca le había ocurrido eso. Son chavales de familias ricas e incluso apelan a Platón (que “la democracia no trabaja y necesitamos un caudillo”). Efectivamente, la República de Platón parece creer que la democracia solo funciona en ese mundo trascendente de “las Ideas” donde está la verdadera realidad de las cosas. Para mayor complejidad confirma mi amigo que buena parte de los votantes de Trump no son gente rica. Y concluye diciéndome que su gran preocupación es que hay personajes aún más peligrosos que Trump que pueden presentarse y ganar unas elecciones (me da nombres concretos que prefiero no citar).
Le contesté sugiriendo la oportunidad de investigar cómo ha sido posible pasar del precioso “sueño americano” del s. XVIII a la situación actual. Luego he caído en la cuenta de que la pregunta puede generalizarse: cómo el precioso sueño de la revolución francesa (“libertad, igualdad, fraternidad”) pudo acabar en Robespierre y Napoleón… O cómo aquella preciosa revolución sandinista (que cantaba: “nuestro pueblo es el dueño de su historia” y “adelante que es nuestro el porvenir”), ha podido acabar en esa especie de trumpnica que es el señor Ortega.
Hace casi 50 años, tras la primera reunión hispana de “cristianos por el socialismo” (donde estuve presente), escribí una carta en la que aplicaba a las izquierdas la frase de Pablo de Tarso en Fil 2, 12: “realizar la salvación con temor y temblor” (recogida en La teología de cada día, pgs. 358ss). Aquello no gustó a algunos (“si nos quitas la seguridad, ya no nos comprometeremos”…) y, desde entonces, me he preguntado si no hay en las mentalidades que se creen progresistas una especie de falsa seguridad ilusoria de que el futuro es infaliblemente suyo.
En contra de lo que decía una apologética miope, el gran daño que hizo Marx a la causa revolucionaria (a pesar de lo acertado de sus análisis sociales), no fue el ser ateo sino el ser supersticioso. Hay ateísmos muy respetables aunque haya otros risibles o, como decía la ironía sutil de Homero: “no muy dignos de envidia”. Pero en la visión cristiana del mundo, la superstición es mucho más pecado que el ateísmo. Y la superstición de Marx consistió en creer que hay una ley infalible en la materia que conduce la historia hacia el paraíso. Más o menos como creer que la Virgen se aparece de vez en cuando para decirnos lo que hemos de hacer…
Esa superstición marxiana dañó a muchos cristianos haciéndoles creer que la fe consiste en “creer que este mundo tiene remedio” y no en creer que tiene un pleno sentido la lucha para que este mundo tenga remedio: porque ahí “va Dios mismo en nuestro mismo caminar”. Además, esa superstición marxiana abarató fatalmente a las izquierdas y les dio una fe de carbonero en el futuro, azuzada además por la idea de la violencia como “partera” que acelera el nacimiento del paraíso. Creo que esa ilusión ha vuelto ligeras y perezosas a muchas izquierdas, obsesionadas por paladear ya los frutos de la revolución…, mientras que las derechas (que no defienden ideales sino sus propios privilegios), acaban siendo más diligentes y más cuidadosas. Aprendí por aquel entonces que “las izquierdas desconocen el pecado original y las derechas se aprovechan de él”.
Eso explica la inevitable amenaza de degeneración que acosa a todas las revoluciones, y que sus protagonistas suelen ignorar. Para decirlo de manera bien simple y concreta, ya que antes aludí a Nicaragua: tras el triunfo de la revolución, conocí conductas de militantes sandinistas que resultaban bien poco ejemplares en el triple campo clásico de “sexo, dinero, poder”. Y oí, como justificación que “después de tantos años de sacrificio en la guerrilla y las montañas, tengo derecho a estas compensaciones”. Es solo un ejemplo mínimo, pero bien visible, de todo lo antes dicho.
2.- Porque el sujeto de la historia es el ser humano.
Cuando me hago estas preguntas y reflexiones, tropiezo con ese dilema tan humano entre libertad y seguridad. Grandes autores, creyentes y no creyentes (Dostoievski, Berdiaev, Nietzsche, Sartre…) afirman que al ser humano le pesa tanto la libertad que, en cuanto se le concede, busca cómo cambiarla por un “plato de lentejas” de seguridad. Como el Esaú bíblico…
Tropas nazis desfilan por una calle de Viena
La libertad de los inconscientes es la única soportable; pero acaba convirtiéndose en una esclavitud tácita y manipulada. Mientras que cargar a solas con el riesgo de una decisión libre, produce un vértigo tal que procuramos eludirlo como sea: “no hay para el hombre preocupación más grande que la de encontrar cuanto antes a quién entregar ese don de la libertad con que nace esta desgraciada criatura”, le dice a Jesús el Gran Inquisidor de Dostoievski, consciente de que el mesianismo de Jesús (como enseñó Pablo) es un regalo de libertad y que por eso fue rechazado: “al estimar tanto al hombre le exigiste demasiado; de haberlo estimado en menos le habrías exigido menos y eso habría estado más cerca del amor”, continúa el inquisidor.
Y así es como se puede llegar a la pregunta del bestseller francés (E. Carrère) de cómo es posible que “la doctrina más subversiva que ha existido jamás [que, para él es el mensaje de Jesús, aunque se confiesa no cristiano] se asocie con el conservadurismo” (en Vida Nueva, nº 2998).
La parábola citada de Dostoievski es una parábola cristiana. Pero tiene también una versión laica. Remitiría para eso al capítulo que dedican M. Horkheimer y T. Adorno (en Dialéctica de la Ilustración) a lo que ellos llaman “la personalidad autoritaria” y que no designa al hombre que quiere mandar, sino al que quiere ser mandado, para conquistar así la tranquilidad y evitarse riesgos. De modo que, según el análisis de estos autores, los fascismos aparecen no solo porque haya hombres que quieren ser dictadores sino porque hay gentes que desean ser dictadas. Lo que parece confirmarse por los fanáticos gritos y entusiasmos delirantes que acompañan y aclaman a esos dictadores.
“La gente quiere estabilidad”, repetía don Mariano Rajoy. Y, no sé por qué, cada vez que se lo oía, recordaba un viejo canto que aún alcancé a oír en mi infancia: “si los curas y frailes supieran, la paliza que les van a dar – subirían al coro cantando: libertad, libertad, libertad”. Ahora parecía que aquella letra se ha cambiado y sugiere que si muchos progresistas supieran los jaleos que van a encontrar, votarían sin duda gritando: “seguridad, seguridad, seguridad”…
3.-Y el hombre es una dialéctica que nos es imposible asumir a la vez.
Por verdadero que sea lo que acabo de escribir, hay que afirmar que no es más que una cara de la moneda y que igual de verdadera es la cara contraria: a pesar de todo lo dicho, el ser humano busca tenazmente la libertad y el progreso. La historia avanza así de una manera dialéctica y oscilante dando pasos adelante y otros pasos para atrás. Como la burrita de Pedro Infante…
Personalmente, sigo convencido de que (al menos hoy, y aunque he defendido siempre la necesidad de una izquierda y una derecha) los valores más humanos y más cristianos están del lado de la izquierda. Eso solo supone una responsabilidad histórica mucho más grande para las izquierdas de hoy, que las libere de su aburguesamiento y les ponga delante la figura de Moisés que, después de tantos sudores y sinsabores, se quedó “sin entrar en la tierra prometida”. Por ejemplo: he defendido siempre la necesidad de una despenalización legal del aborto, como mal menor. Pero hablar de un “derecho” al aborto, me parece una traición egoísta de los ideales de la izquierda. El aborto no me es un “derecho humano” sino un “derecho inhumano”, es decir: un egoísmo bien vestido.
Y aún queda un último episodio sobre el que reflexionar: si no me equivoco, este enero se cumplen diez años de lo que se llamó la revolución islámica. Hay cierto consenso en que esa revolución ha fracasado: “salvo en Túnez”, dicen algunos. Pero en Túnez reina un profundo descontento por los resultados de aquella revolución: hubo cambio de presidente pero no de situación. Hoy quizá se podrá criticar a Mahoma; pero el hambre, la pobreza o la vivienda mísera siguen siendo las mismas que hace diez años; y la ilusión de sus jóvenes sigue siendo emigrar a Italia. Sin negar la multitud de causas que suelen alumbrar cada episodio histórico, me parece claro que, en este fracaso, una de ellas ha sido la falta de modelos válidos. Nuestras presuntas democracias, donde caben tanto las fanfarronadas de Trump, como los pequeños holocaustos de Netanyahu, los chantajes de las multinacionales y las personas que mueren de frío por la noche en la calle, no son alicientes para una empresa tan seria.
4.- La noche oscura de la historia.
Exaltación del fascismo en la Plaza de Santiago de Madrid RD
Nuestra historia atraviesa, por tanto, una hora de eso que se llama “desolación”. La globalización de la indiferencia (diagnosticada como nuestro mayor pecado) intentaba ocultarnos esa oscuridad. Hasta que la inesperada pandemia nos ha obligado a reconocer que quizás sí que estamos en una hora oscura de la historia.
Para estos casos es tópico citar la frase de Ignacio de Loyola: “en tiempo de desolación no hacer mudanza”. Pero Ignacio matiza un poco más: no hay que hacer “mudanza de los propósitos y determinación en que estábamos el día antes” (EE 318)”. Pero sí que hay que “mudarse contra la misma desolación”. ¿Cómo?: “en mucho más examinar”, en más oración y “en algún modo conveniente de hacer penitencia” (319).
Este “más examinar” me ha recordado que ya en el que casi fue mi primer libro, aludí a la afirmación de J. J. Rousseau en su Contrato social: el gobierno democrático es una fórmula solo para ángeles, no para hombres. Y añadí a esa cita otra de Graham Greene al final de El poder y la Gloria: “el comunismo sería fantástico si los hombres fueran santos” (La Humanidad Nueva p. 100 de la última edición). Y lo que pasa es que los hombres no son ángeles ni santos pero, para un creyente, son “imagen y semejanza de Dios”.
Sin mudar pues “el propósito” de la democracia, llegaríamos a la percepción de que el problema está en las personas aún más que en los sistemas, que son construidos y utilizados por las personas. Está en ese (tan mal llamado como verdadero) “pecado original”, que lastra y deforma el progreso humano.
Eso por lo que toca el primer consejo ignaciano de “más examinar”. Por lo que hace al segundo, que no habla solo de penitencia sino de una penitencia “conveniente”, creo que la misma mentalidad ignaciana de las “dos banderas” y los llamados “tres binarios” (o formas humanas de conducta) nos lleva a poner la atención en la riqueza: en aquella pasión que impide al hombre salvarse (Mc 10,23) y que “es la raíz de todos los males” (1 Tim 6,10), tanto a niveles individuales como estructurales. Un sistema montado sobre (y para) el enriquecimiento será un sistema perverso; y ello nos permite sospechar que quizá haya sido el capitalismo la causa de la actual crisis de la democracia: porque la persecución del máximo beneficio (contraria a esa civilización de la sobriedad compartida), genera desigualdades cada vez mayores entre las personas, destruyendo la intención igualitaria de la democracia, y dando al dinero la primacía sobre el trabajo: en “el choque de intereses (que enfrenta a obreros y amos), la ventaja estará siempre de parte de estos que obligarán a aquellos a someterse… Y el legislador toma siempre como consejeros a los amos”. Estas palabras no son de K. Marx sino… ¡de Adam Smith! en su obra más clásica (La riqueza de las naciones, Madrid 1961, p. 75.). Resistir al capitalismo sí que sería una “penitencia conveniente”.
La situación actual nos deja pues la siguiente lección: no es verdad que la historia progrese siempre. Puede progresar pero también puede retroceder (como es posible ver también en la evolución de las especies). Y el progreso solo quedará garantizado cuando se dediquen a la educación las mejores energías de los gobiernos: entendiendo por educación no una mera capacitación técnica, sino el esfuerzo por sacar lo mejor de cada educando y de cada persona. Educación viene del verbo latino “educere”: sacar de dentro. No habrá hoy penitencia “más conveniente” que dedicar a una educación seria, universal y gratuita, buena parte de cuanto dedicamos al consumo, a las armas o a las mil adormideras que han convertido el deporte en mero espectáculo. Porque, como suelo decir: “democracia sin educación es dictadura de algún bribón”.
5.- Un ejemplo de hoy
Esos dos consejos ignacianos se parecen mucho a lo que se propuso Etty Hillesum, la gran testigo del siglo pasado, en un momento de mayor desolación que la nuestra. Por un lado, ser “el corazón pensante de los barracones” que atentos a la urgencia de tantas necesidades no podían ni reflexionar sobre su situación: por aquí creo que llegaríamos a lo que acabamos de decir sobre el dinero.
Además de eso habla Etty de “ayudar a Dios”, expresión que escandalizó a muchos porque la entendían como si se tratara de ayudar a Dios en el gobierno del mundo. Pero Etty sabía que este mundo tiene su autonomía y no lo gobierna Dios; y que Dios trabaja en nuestros corazones y en nuestra profundidad. Ayudar a Dios significa trabajar para que no desaparezca de esa dimensión profunda de todos los hombres, casi inasequible a veces. Lo antes dicho al hablar de la educación como el esfuerzo por sacar lo mejor de cada persona, sería una forma de ayudar a Dios.
Finalmente, Etty se propone “ser bálsamo para tantas heridas”. Sin renunciar, por supuesto al cambio del sistema cuando y como esto sea posible, queda la tarea de suavizar las heridas de todos aquellos a los que el sistema maltrata para enriquecer a otros. La palabra bálsamo me parece muy acertada porque no indica protagonismo ni superioridad ni crítica sino simplemente “cuidado”, ese tesoro tan femenino cuyo aprendizaje se nos pide hoy con toda razón a los varones.
En este tercer punto las tareas son tan múltiples y tan variadas que cada cual deberá preguntarse cuál es la que le toca a él. Pero me ha parecido que valía la pena insinuar un posible paralelismo entre los consejos que da Ignacio (a un nivel solo de desolación individual) y los propósitos de Etty (desde una óptica más comunitaria).
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