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22. XI. 2020. Ciclo A. (Mt 25, 31-46). Cristo Rey: Hambriento y sediento, extranjero y desnudo, enfermo y encarcelado

Domingo, 22 de noviembre de 2020

A019542E-7CA4-4341-B673-8BCB82B53B70Del blog de Xabier Pikaza:

Termina hoy el ciclo litúrgico 2020, presidido por el retablo del juicio final (Mt 25,31-46), uno de los textos más ricos, esperanzados y peor entendidos de la historia cristiana, que lo ha tomado como carta magna del miedo y la amenaza religiosa (como en la Capilla Sixtina del Vaticano).

Mt 25, 31-46 es la parábola del Dios Pobre, pues los pobres, en sus varios sentidos (hambriento, sedienta, desnudo, extranjero…), aparecen en ella como hijos de Dios, “hermanos de Cristo”, que se identifica con ellos: “Tuve hambre, tuve sed, fui extranjero y desnudo, enfermo y encarcelado”. Esos pobres de Dios son el mismo Dios en persona, aquel en que nos movemos, vivimos y somos.

Mt 25,31-46 es la parábola de la historia humana: Está en el fondo el amor de “bodas” (Mt 25,1-3) y la tensión vital (talentos: Mt 25, 14-30). Pero el sentido y futuro de la historia humana está definido por la solidaridad de Dios, que es en sí siendo en los otros.

Entendido así, este pasaje es la carta magna de los derechos y deberes humanos (no de la amenaza, sino de la riqueza más honda de la vida), tal como la formularé al final de este comentario.

21.11.2020 | X Pikaza

Mt 25, 31-46.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda.

Entonces dirá el rey a los de su derecha: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.” Entonces los justos le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” Y el rey les dirá: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.”

Y entonces dirá a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de deber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis.” Entonces también éstos contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?” Y él replicará: “Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo.” Y éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.”

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LECTURA DE CONJUNTO. INTRODUCCIÓN

Este pasaje recoge la ley o bene nueva y la tarea o responsabilidad del judaísmo mesiánico. Algunos de sus rasgos pueden encontrarse no sólo en el AT, sino en otras religiones y culturas Pero en su conjunto es un texto cristiano, vinculado al Sermón de la Montaña, que ha marcado no sólo la teología del cristianismo, sino de toda la cultura de occidente (y del mundo). Mirado en esa clave, Mt 25, 31‒46 es un texto de revelación suprema de Dios, elaborado por la Iglesia desde una perspectiva israelita de pacto que se abra a la experiencia universal de gracia del evangelio[1].

‒ Este pasaje responde al mensaje de Jesús, que había vinculado su Reino con el juicio que ha de aplicarse a todos los hombres, partiendo de la misericordia de Dios, la curación de los enfermos y la salvación de los pecadores. En esa línea, el mismo Jesús o sus seguidores inmediatos han podido afirmar que Dios se identifica con los pequeños y los pobres, con quienes sufre y a quienes ofrece salvación.

Este pasaje responde al mensaje de Mateo, y contiene aspectos (elementos) des “derecho escatológico” (cf. también Lc 12, 8-9; Mc 8, 38), expresado en la figura del Hijo del hombre, que, por un lado, comparte la suerte de los pobres (con quienes se identifica) y, por otro, juzga a los pueblos según la manera que ellos han tenido de tratarles. En esa línea podemos afirmar que ha sido formulado en su sentido actual por una iglesia judeocristiana como la de Mateo[2].

 Las seis “obras” de Mt 25, 31-46 (dar de comer al hambriento, de beber al sediento, acoger al exilado, vestir al desnudo, visitar al enfermo y encarcelado) se encuentran poderosamente influidas por la teología israelita del pacto de Dios con los hombres, tal como ha sido reformulada por Jesús en su anuncio del Reino de Dios, con su forma de servir a los necesitados y con su muerte mesiánica. Éste es un texto paradójico en varios sentidos, pues recoge de forma universal la novedad del mensaje judío y cristiano de Jesús y de la Iglesia primitiva, sin que aparezcan expresamente unos rasgos confesionales exclusivamente cristianos, de manera que puede y debe aplicarse a la humanidad en su conjunto:

 ‒ Esta palabra proviene de la historia de Israel, y condensa el mensaje central de la Ley y los profetas, pero lo hace desde Jesús, de un modo universal, pues no contiene nada exclusivamente judío, ni en su formulación (no habla del Dios Yahvé, ni del templo, ni de sacerdotes, ni de sacrificios o sacramentos), de manera puede aplicarse y se aplica por igual a todos pueblos, con los mismos derechos y deberes, como si la pertenencia israelita no contara (y no cuenta en ese plano). El juez final aparece como Hijo del Hombres, es decir, como humanidad universal, como eso que pudiéramos llamar el principio divino de la humanidad.

‒ Éste es un texto cristiano y eclesial, y, sin embargo, no contiene ninguna referencia a la Iglesia, ni a Jesús, entendido de un modo particular, pues el juez divino aparece simplemente como Hijo del Hombre, esto es, como principio divino de la humanidad y signo (portador) de las necesidades humanas[3]. Ciertamente, el cristiano puede afirmar que ese juez final es el mismo Jesús de Nazaret, cuya historia está contando el evangelio de Mateo, pero sin que esto se diga expresamente. El texto en sí sólo supone y afirma que el Dios del juicio se identifica con las necesidades humanas (o, mejor dicho, con los necesitados a quienes Jesús ayudó durante el tiempo de su mensaje, de manera que por ayudarles en concreto, por encima de toda ley particular, religiosa o política le mataron).

 No existe, que sepamos, ningún texto judío o pagano (egipcio, mesopotamio, chino…) que haya condensado las necesidades humanas de esa forma, mirándolas desde una perspectiva de justicia, pero como expresión del sufrimiento de Dios, que padece en los necesitados. En esa línea, leído desde el conjunto del evangelio, Mt 25, 31‒46 supone que los sufrimientos de los hombres se identifican con el dolor de Jesús, que los ha compartido con (que ha muerto por) ellos. Pero el texto en sí no lo dice, de manera que esas necesidades pueden entenderse de forma universal, sin tener que apelar a Jesús para entenderlas.

 Este pasaje no discute la causa radical de esos males, aunque sabe que están vinculados con la injusticia humana (unos hombres no ayudan a otros)… y sabe también que en ellos se expresa de un modo misterioso el mismo ser divino. No razona sobre el origen del hambre o de la cárcel, sino que supone su existencia y busca una forma de solucionarlos, no en clave de imposición legal, sino de llamada a la conversión (transformación) humana, en una línea gratuidad, desde la experiencia del Dios que se hace presente en las necesidades de los hombres, y les pide que sean solidarios unos con los otros, en perspectiva de juicio final[4].

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Como vengo diciendo, cerrado sí mismo, este pasaje no es específicamente cristiano (no contiene nada específicamente confesional, propio de la Iglesia), pero los cristiano pueden y deben entenderlo desde la perspectiva de un Jesús, a quien identifican con el Hijo del Hombre que se sentará sobre el trono de su Gloria, recibiendo a todas las naciones e identificándose, al mismo tiempo, con todos hambrientos y sedientos, enfermos y encarcelados, posesos y pecadores a cuyo servicio él había puesto su vida.

En un sentido, desde una esperanza anterior centrada en el libro de Daniel, los cristianos esperan a un Hijo de Hombre (=Hombre universal), Gran Rey-Mesías de Dios, y así le ven, al fin, pero identificándose con los hambrientos‒sedientos, exilados‒desnudos, enfermos‒encarcelados, por quienes ha dado su vida, y con quienes se manifiesta, incluyendo en su “yo” necesitado (y al fin asesinado) la opresión, sufrimiento y muerte de todos los excluidos y sufrientes de la historia[5].

Esta sentencia final de Jesús recoge toda su enseñanza y vida anterior, desde la montaña de Galilea, cando Jesús decía a sus enviados que “enseñaran a todas las naciones a cumplir lo que él les había mandado/encargado” (enteilamên hymin: 28, 20). Éste es su gran “encargo” de Jesús, su comisión definitiva: Que sean todos como él ha sido. Miradas así, estas dos palabras  de esús (una del envío/comisión, 28, 16‒20,  y otra del juicio/desvelamiento final, 25, 31‒46), vinculadas entre sí, constituyen un (el)  elemento central de la teología de la Biblia, ratificada y cumplida por Jesús que aparece, al mismo tiempo, como aquel  que está presente en los necesitados y como aquel que pide a todos los hombres que (les) ayuden, colaborando así en la tarea creadora de Dios.

PROFUNDIZACIÓN.TUVE HAMBRE Y ME DISTÉIS DE COMER…

 Como he puesto de relieve en Teología de la Biblia, esta “parábola”  retoma y recrea el sentido de las dos anteriores de Mr 25,1-30 (del aceite en la noche, de la administración de los talentos)… pero lo hace desde la perspectiva de la necesidad humana: Es bueno tener pan y agua, un grupo social y dignidad, libertad y salud. Pero supone que esas riquezas propias (de tipo social y personal, más que puramente monetario), han de ponerse al servicio de los demás, para dar de comer al que tiene hambre, acoger en casa al que no la tiene etc.

Según este pasaje, aquello que cuenta de verdad no es el dinero (ni la falta de dinero), sino la solidaridad: que hombres y mujeres puedan ayudarse, alimentarse, acogerse, visitarse… Entendido así, desde la raíz de esta parábola, el dinero puede servir como medio para activar la comunión interhumana (dar de comer, acoger y ayudar a los enfermos…), de manera que no sea fin en sí mismo, sino que uno hombres lo empleen para ayudar a los hombres, es decir, a los necesitado (al hambriento, al sediento, al extranjero, al desnudo…).

Esta parábola sabe que lo importante no es el dinero en sí, sino el hombre, los seres humanos como necesitados de acogida, protección y ayuda, pues ellos son la presencia y realidad de Cristo (es decir, revelación de Dios).

 Según eso, el dinero en cuanto tal no cuenta, sino el servicio, aquello que se haga en concreto con el dinero: dar de comer, de beber, acoger, visitar a los encarcelados… (o no hacerlo…), dentro de un contexto en el que se invierten los valores de la vida, empezando por el mismo Dios de Cristo, a quien descubrimos aquí como Dios pobre (pasa hambre, pasa sed, está desnudo, enfermo, encarcelado) y como servidor de los pobres (nos invita a dar de comer, de beber…), de forma que mientras haya pobres un dinero que se cierra en sí y no se utiliza al servicio de los demás se convierte en maldición (en Mammón, contrario a Dios).

 ‒ Mt 25, 31-46 es la parábola del Dios Pobre, pues los pobres, en sus varios sentidos (hambriento, sedienta, desnudo, extranjero…), aparecen en ella como hijos de Dios, “hermanos de Cristo”, que se Jesús se identifica con ellos: “Tuve hambre, tuve sed, fui extranjero y desnudo, enfermo y encarcelado”. El texto no supone que esos pobres, con los que Jesús se identifica, son dignos de recibir ayuda por piadosos, en la línea de algunos anawim que aparecen en la tradición judía como “amigos de Dios” (o como pueden ser quizá los pobres de espíritu de la bienaventuranza: Mt 5, 3).

            Esta parábola destaca la presencia de Dios (de su mesías) en los diversos tipos de pobres, que pueden serlo en sentido material (faltos de dinero), pero también en sentido social (hambrientos y sedientos, extranjeros y desnudos, enfermos y encarcelados…), de forma que el mismo Dios sufre en ellos, apareciendo así como Pobre por excelencia. Ellos no padecen simplemente por falta de dinero (aunque el dinero influye mucho…), sino por las condiciones de la vida y, en especial, por la falta de justicia (causante de un tipo de hambre y sed, de exclusión, enfermedad y cárcel). Dios mismo sufre así en la humanidad sufriente y pobre, y en esa línea esta parábola nos sitúa ante un inmenso problema teológico. Éste es el principio y sentido de su Reino.

‒ Es una parábola de la riqueza hecha servicio, el dinero de la redención. La parábola supone, por un lado, que debemos ayudar a Dios en los que sufren, y para ello resulta necesario un tipo de dinero transformado, convertido en mediador de redención: Para dar de comer y beber, para ofrecer casa y hospital, para “comprar y liberar”. Para ello no basta el dinero puramente material (¡dinero del césar!, del que trataremos en cap 8), sino que es necesario un tipo distinto de dinero, liberado de Mammón, que actúe como signo y mediación concreta de una solidaridad más alta, de una apertura a los demás, de una intensa comunión interhumana. Lo que la parábola pide no es puro dinero, sino presencia y solidaridad humana, que sea de crear “un tipo de dinero” y de emplearlo como medio de solidaridad persona. Sólo ese “don personal” puede “convertir” el dinero, de forma que sea medio para alimentar, acoger, liberar etc., descubriendo así que lo que de verdad importa no es el dinero en sí, sino la solidaridad y amor personal que se pone (y pone el dinero) al servicio de la comunión humana. Ese dinero así “convertido” no es Mammón, sino principio de salvación humana, en un plano económico total (entendiendo la economía como el orden solidario de la casa de los hombres). Ese es el dinero que, conforme a la tradición de algunos grupos del siglo XIII se llamaba “dinero de redención”, para redimir cautivos, para liberar a los encarcelados y para crear espacio de solidaridad, bajo la inspiración del evangelio.

En principio, en sentido radical, no se trata de “pagar” con ese dinero de la redención a nadie, ni a Dios (que no necesita nada, sino amor), ni al Diablo, que tampoco le debemos nada (en contra de algunas teorías antiguas de la redención), ni en principio tampoco a los opresores (como en algunos momentos hacían trinitarios y mercedarios, que compraban con dinero a los cautivos…), sino de dar generosamente, para que otros vivan y vivan en libertad, convirtiendo de esa forma la riqueza en servicio a los necesitados; así lo sabe y dice de forma radical 1 Ped 1, 18: “No fuisteis redimidos de vuestra vana manera de vivir heredada de vuestros padres con cosas perecederas como oro o plata…”.

No hay más principio de redención que la propia vida, hecha fuente de amor y libertad (de vida) para los demás, pero en el fondo de esa experiencia y obra radical de redención está la imagen de un “dinero” liberado para el amor, un dinero que libera a los oprimidos y cautivos, en manos de un dinero diabólico[6]. (a) En un sentido, hay una riqueza (vinculada a Mammón) que va en contra de los necesitados, pues crea más hambre y sed, más desnudez y exclusión, más enfermedad y cárcel. (b) Pero, invirtiendo su tendencia egoísta, puede haber una riqueza que se expresa en forma de servicio al necesitado, en forma de anti-Mammón. Éste el dinero que se puede emplear para dar de comer al hambriento, para acoger al exilado y visitar al enfermo, es el dinero como signo de solidaridad y de ayuda a los necesitados, pero sabiendo siempre que la verdadera redención no se realiza nunca desde arriba, sino que, según el evangelio, son los pobres los que liberan/curan a los ricos.

Ciertamente, puede haber y hay un tipo de “progreso” económico-social, en línea de capitalismo, que no sólo no ayuda a los hombres, sino que destruye su humanidad: un dinero/capital que crea más hambre y sed; un desarrollo economicista que produce más exclusiones, con más enfermedades y más cárcel; una forma de dominación y utilización de los bienes de la tierra que conduce no sólo a la injusticia, sino también al deterioro, quizá irreversible, de la vida en este planeta, como ha puesto de relieve el Papa Francisco en Lodato si (2015).

Por eso importa crear una riqueza que sea principio de humanización, al servicio de la verdadera comida y bebida, de la acogida personal a los extranjeros y desnudos, una riqueza al servicio de la comunión y de la vida, de la curación de las enfermedades, de la superación del sistema carcelario. En ese sentido, este Jesús del juicio final de Mt 25, 31-46 no es un pauperista, y así no dice ni una palabra en contra del dinero en cuanto tal, sino sólo en contra de aquellos que no lo han empleado al servicio de la vida, empezando por los pobres. Ésta es la tarea fundamental del creyente y del dinero, conforme al evangelio de Mateo: Invertir el proceso de surgimiento del Capital (un dinero en sí, al servicio de sí mismo y de sus beneficiados), para convertirlo en dinero “redentor”, al servicio de la comida y bebida, de la comunión en salud y de libertad entre los hombres.

En esa línea, Mt 25, 31-46 no es una parábola de la negación o la pobreza, sino todo lo contrario, una parábola de la abundancia, al servicio de los hombres y mujeres, en un plano básicamente económico y social. No va en contra del dinero como tal, sino del dinero que excluye y crea hambre, que rechaza a los extranjeros y no sirve para sanar a los enfermos, ni para liberar a los encarcelados. Ella supone que hay riqueza (pan y agua, casa y tierra, medios para cuidad la salud y visitar a los encarcelados), incluso en clave de dinero. Pero quiere que ese dinero (esa riqueza) esté al servicio de los hombres y mujeres en concreto.

Conclusión. Culmina así la visión del evangelio, tal como ha sido formulado a lo largo de este año litúrgico 2020 por Mateo. El evangelio de Mateo no es por tanto “pauperista”, no identifica al dinero con el Diablo, como si fuera en sí mismo el anti-Dios, pero sabe que puede convertirse en Mammón, apareciendo así como anti-cristo (el ídolo supremo). En esa línea, su evangelio no es el testimonio de una comunidad de pobres sin más, sino de hermanos que aprenden a dar para recibir y compartir. Lo opuesto al mal dinero no es la pobreza material (no tener nada), sino la comunión de vida, al servicio de los demás, en gesto de abundancia, de comida y bebida, de acogida y dignidad humana, de cuidado a los enfermos y a los encarcelados, como indica Mt 25, 31-46.

DISCUSIÓN  Y APLICACIÓN

El riesgo del infierno

A partir de todo lo anterior se plantea la gran pegunta: ¿Puede Dios condenar al infierno final a los “injustos” (es decir, a la cárcel eterna) si él manda a los hombres que no condenen a los encarcelados, sino que les ayuden? En ese contexto, Mt 25,31-46 plantea un tema que resulta teóricamente insoluble, pues nos sitúa ante el misterio del mal, con la posibilidad de una “destrucción eterna” de los malvados, es decir, de aquellos que no ayudan a los otros.

 ‒ Por un lado, Jesús pide a los suyos que visiten/ayuden a los encarcelados,  no que les “castiguen” ni que les condenan para siempre. En esa línea, los cristianos están llamados no sólo a perdonar en un sentido espiritual a los encarcelados (en el caso de que ellos sean son culpables), sino también a cuidarse de ellos, a ayudarles humanamente en gesto de visita/atención y recuperación, ofreciéndoles el perdón de Dios y el principio de una posible conversión. Eso significa que los cristianos no quieren “condenar” a nadie, mandándole a un tipo de “infierno” que es ya irrecuperable, sino que han de entender la cárcel como espacio de ayuda a los necesitados y como lugar de terapia para los culpables.

Pero al mismo tiempo, Jesús eleva su palabra contra aquellos que no ayudan a los encarcelados, amenazándoles con el “fuego eterno”, es decir, con la condena sin fin (con un infierno entendido como cárcel total y para siempre). De esa forma, da la impresión de que el mismo Dios (que ha de ser todo bondad, el que sufre en los que sufren) no cumple aquello que él pide a los hombres. (a) Por un lado, él pide a los hombres que perdonen y ayuden siempre, y que lo hagan de un modo especial con los encarcelados. (b) Pero él, en cambio, al final de la vida no ayuda a los que mueren “en pecado”, creando una especie de cárcel eterna e inmensa (sin salida) para aquellos que no ayudan (no han ayudado) a los encarcelados.

 Mt 25, 31-46  sabe que las cárceles de este mundo son  obra de los hombres, no de Dios, de manera que ese Dios de Jesús pide a los creyentes que ayuden a los encarcelados (que les atiendan, que les perdonen). Por eso, en un sentido radical, conforme al espíritu de Mt 25, 31-46 no ha podido crear el infierno (la cárcel suprema), sino que ha venido a superarlo (es decir, a evitarlo).

En esa línea, Mt 25, 31-46 sabe que la cárcel final, es decir, el mismo infierno es obra de los hombres, no de Dios, que quiere eliminarlo (y que para eso ha enviado a su Hijo Jesucristo al mundo), pero que, por otro lado, ha dejado a los hombres en manos de su propia opción, de manera que aquellos que no ayudan/sirven a los demás quedan sometidos al poder de propia muerte, esto es, del mal que ellos mismos han creado.

 ‒ Dios tiene que dejar “abierta” la posibilidad del infierno, respetando así la libertad de los hombres. En ese sentido, el tema de la cárcel y el infierno nos deja en manos de la gran paradoja de Dios (que es la paradoja de la vida social). Cuando Jesús dice a los injustos “que vayan al fuego eterno” da la impresión de que está suponiendo que “ni Dios puede ayudar” a esos injustos, dejándoles bajo el poder de un tipo de “talión escatológico” (de un castigo final), que estaría por encima del mismo Dios, que aparece así como un espectador externo.

Pero esta visión del Dios que sería como un “espectador” que deja a los hombres en manos de su maldad no puede ser la última palabra, pues el mismo juez que dice “estuve en la cárcel y me (o no me) visitasteis…” podría y debería seguir diciendo “estoy en el infierno, para liberar a los encarcelados…”. Se trata, sin duda, del Dios que según la tradición (y la palabra del Credo Romano) ha bajado a los infiernos, a la gran cárcel de la historia humana, para liberar a los que estaban allí sometidos, es decir, para abrir al fin todas las cárceles.

 Entendido así, el texto (Mt 25, 31-46) nos deja en manos de la gran paradoja de la historia. Por un lado, el Dios de Jesús (Jesús-Dios) se hace presente en los que sufren (hambrientos, sedientos…), y de un modo especial en los encarcelados, en los que culmina esta lista de los males, y así quiere ayudarles (liberarles de su perdición). Pero, al mismo tiempo, ese Dios es Dios de libertad y no pueda cambiar (liberar del infierno) a los hombres por la fuerza.

‒ Éste es, por un lado, el Dios del poder-supremo que entra (se encarna) en el lugar de mayor miseria de la humanidad (la cárcel), invitándonos a seguirle, desde allí. Éste es el Dios que libera a los encarcelados (Lc 4, 18-19), el Dios que perdona a los pecadores. En esa línea no se puede hablar de una cárcel para siempre, no se puede hablar de infierno.

Pero éste es, al mismo tiempo,  el Dios de la suprema libertad,  que tiene que indicar el hombre el riesgo en que se encuentra, advirtiéndole que puede destruirse a sí mismo si no ayuda a los encarcelados. Éste es el Dios que ha de “avisar” a los hombres, diciéndoles que pueden condenarse, si no cumplen las obras de Mt 25,31-46, si no dan de comer al hambriento, acogen al extranjero y visitan a los encarcelados.

 Significativamente, Mt 25, 31-46 sólo habla del infierno (es decir, de la cárcel eterna) como “aviso” para aquellos que no ayudan a los encarcelados, de manera que aquellos que no dan de comer ni acogen ni ayudan a los presos pueden acabar destruyéndose a sí mismos. Ciertamente, el Dios de Jesús no quiere en modo alguno la cárcel, y por eso se ha encarnado en los encarcelados para liberarles, pero, precisamente por eso, puede elevar su amenaza en contra de aquellos que no visitan y ayudan a los encarcelados, diciéndoles que pueden destruirse a sí mismos.

 Mt 25, 31-46. Carta magna de los Derechos humanos 

No hay justicia (=no se cumplen los derechos derechos humanos) si los hambrientos no comen… El derecho del hambriento a la comida es anterior a todas las leyes concretas y a todas las normas de justicia estatal o social, como reconocen la misma declaración de los derechos humanos. Esto era algo inconcebible dentro de una justicia entendida en clave en clave grecolatina. En esa línea, hay que afirmar que un Estado que no se comprometa a alimentar a todos los hambrientos no es justo no es justo, aunque diga ser un Estado legal. El problema de fondo es saber si hoy (año 2017) existe un Estado Legal, en ese sentido, capaz de garantizar la comida a todos los hambrientos, o si el poder real está en manos de un orden económico que no tiene en cuenta a los hambrientos, en contra del principio de la justicia misericordiosa de Mt 25, 31-46.

No hay derechos humanos si los sedientos no beben… Un Estado que (teniendo medios) no garantiza el agua a todos no es un Estado de derecho, sino una asociación política, al servicio del aprovechamiento social de algunos. Pero también aquí el problema está en saber si el Estado (todos los estados) tienen medios para garantizar el agua para todos los necesitados, o si el Estado ha hecho dejación de autoridad, pues el tema real del agua, como el de la comida, no depende ya de un estado concreto, sino de la economía mundial. Sea como fuere, allí donde una serie de hombres y mujeres no tienen acceso al agua no puede hablarse de justicia real sobre el conjunto de la tierra.

No hay derechos humanos si no se acoge y defiende a los extranjeros. Las formas concretas de hacerlo pueden variar, pero si una determinada formación política no acoge y protege a los extranjeros deja de ser Estado de Derecho, para convertirse, a lo más, a un grupo de justicia particular. Conforme a Mt 25, 31-46, el que dice “tuve hambre…, fui extranjero” no es el miembro concreto de un Estado, sino un hombre o mujer sin más, por encima de los estados concretos. En esa línea, conforme a Mt 25, 31-46 una justicia estatal que no reconoce el derecho de los extranjeros ni les ofrece unos espacios de acogida no es justo, de manera que los individuos concretos (los grupos humanos) pueden elevarse en contra de ese Estado, pues los derechos y deberes de cada persona están por encima del mismo Estado.

No hay derechos humanos si no se garantiza vestido (dignidad) a todos los hombres. Las formas de hacerlo serán también distintas, en cada circunstancia, pero la dignidad (vestido, educación) de los desnudos o desprotegidos ha de ser principio, fuente de inspiración, de toda justicia, de manera que está por encima de las leyes particulares de un Estado o del mismo orden económico mundial.En ese sentido, las obras de misericordia/justicia que se deben a cada ser humano en cuanto necesitado tienen prioridad sobre todas las leyes particulares de la economía mundo o de los estados. En esa línea podemos afirmar que no existe Estado de derecho (es decir, un Estado justo) si no se compromete a cumplir esos principio (ofrecer alimento, acogida, dignidad, servicio sanitario y espacio de reeducación) a los necesitados (hambrientos, extranjeros, enfermos, encarcelados). El Estado ha de estar al servicio de eta justicia superior, y no a la inversa.

No hay justicia (y no se cumplen los derechos humanos)si no se visita-cuida a los enfermos. Si el Estado, que asume la autoridad legal sobre un territorio y/o grupo de personas no toma como prioridad el cuidado de los enfermos deja de ser Estado de Derecho y se convierte en una institución para el servicio particular de algunos privilegiados o del sistema económico.Ciertamente, no todos los estados del mundo reconocen este principio “supra-legal”, de manera que algunos (como USA) tienden a dejar el servicio sanitario en manos del dinero de los particulares (condenando a los pobres a la enfermedad y a la muerte). Pero ese principio ha sido fijado de una vez y para siempre en Mt 25, 31-46, como fuente y base de toda ley particular, de manera que allí donde no se cumple los hombres corren el riesgo de destruirse a sí mismo.

No hay justicia si no se visita, cuida y ayuda (re-educa) a los encarcelados. Frente a la ley del talión o la venganza que sigue imperando en muchos lugares, un Estado que no ponga de relieve la exigencia de visitar (de acompañar, cuidar…) los encarcelados, en línea de acogida y ayuda, no es Estado de derecho, termina siendo injusto. En esa línea, unas acciones y gestos que en otro tiempo se concebían como pura misericordia han de concebirse hoy como obras de justicia, como había presentido Mt 25, 31-46 al llamarlas obras de justicia. Según eso, unos gestos que en otro tiempo aparecían como “religiosos” han venido a convertirse en expresiones de justicia racional, dentro de un Estado concebido como defensor de los derechos de todos los ciudadanos.

 NOTAS

[1] Éste es el quizá el discurso de juicio más significativo de la cultura de occidente. No hay, que sepamos, ningún otro relato que haya presentado de manera tan universal y precisa el sentido divino y humano de la historia, identificando al juez final con los necesitados y ofreciendo un esquema de conjunto tan sencillo, profundo y exigente de las necesidades de los hombres y de la exigencia de ayudarles. En esa línea quiero comentarlo con cierta amplitud, no sólo en sí mismo, sino como llave que nos permite entender la totalidad de Mateo.

[2] He analizado el trasfondo, novedad y mensaje del texto en Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños. Mt 25, 31-46, Sígueme, Salamanca 1984. Cf. M. Avanzo, El compromiso con el necesitado en el judaísmo y en el evangelio: Rev.Bíb. 35 (1973) 23-41; H. Braun, Jesús, el hombre de Nazaret y su tiempo, Sígueme, Salamanca 1975; U. Wilckens, Gottes Geringste Brüder – zu Mt 25, 31-46, en Jesús und Paulus, Vandenhoeck, Gottingen 1975, 263-283

[3] Los cristianos saben (confiesan) que ese Hijo de Hombre es Jesús, pero no tienen que decirlo expresamente, pues el simbolismo y mensaje del texto valen para el conjunto de la humanidad. Este pasaje recoge la historia humana, desde los oprimidos y humillados.

[4] Leído en perspectiva social, Mt 25, 31-46 estructura las necesidades en un nivel material (hambre y sed), social (exilio y desnudez) y de pérdida personal (enfermedad y cárcel). Como he venido señalando, en el AT, hay varios textos que incluyen obras semejantes, tanto en los profetas (alimentar, acoger, vestir, liberar), como en la ley básica del Pentateuco (ayudar a huérfanos, viudas, extranjeros; perdonar las deudas, liberar a los esclavos…). Pero ningún texto judío o pagano sistematiza así, que yo sepa, los males de la historia y las obras de misericordia de los hombres.

[5] Jesús vincula así su camino con la revelación de Dios, en una línea que puede situarse en la línea de Flp 2, 6-11, donde se dice que Salvador de Dios se ha encarnado en la debilidad y opresión de los hombres, para así caminar con ellos y liberarles de la esclavitud concreta de la vida. Otras religiones han podido hablar en general del sufrimiento de Dios que acompaña a los hombres, sus amigos, y de un modo especial lo han destacado los israelitas, pero sólo el cristianismo, y en especial el evangelio de Mateo lo ha expresado de un modo tan intenso, en forma de revelación final de la historia. Jesús, mesías de Dios, asume como propios los dolores de la humanidad, incluyendo en su “yo” expandido estas seis necesidades (hambre, desnudez, exilio…). Sin esta revelación del mesías que asume el dolor de la historia no se puede hablar de misericordia de Dios con los hombres y de los hombres con Dios (a quien ayudamos en los necesitados). Otras religiones han hablado en general de un sufrimiento de Dios, que se solidariza con los oprimidos. Pero sólo el Dios cristiano, encarnado en Jesús, crucificado por y con los hombres, puede afirmar: ¡Tuve hambre, estuve encarcelado!

[6] Sigue siendo clásico el trabajo de G. Aulen, Christus Victor: An Historical Study of the Three Main Types of the Idea of Atonement, SPCK, London 1931. Cf. J. D, Weaver, The Nonviolent Atonement: Human Violence, Discipleship and God, Eerdmans, Grand Rapids 2007.

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