Miguel Ángel Munárriz: El amor.
Erich Fromm, psicoanalista alemán, afirma que el hombre está totalmente solo salvo en la medida en que ayuda al otro; que se volvería loco si no pudiera librarse de su prisión al unirse a los demás hombres. El hombre primitivo se sentía uno con la Naturaleza, pero según se fue liberando de estos vínculos primarios, fue en aumento la angustia que le producía su soledad. El hombre actual se refugia en el rebaño para superarla, pero sus relaciones con los demás son tan superficiales que no le libran de la angustia.
La solución plena está en la fusión con otra persona en el amor. Este deseo de unión interpersonal es el más poderoso que actúa en el hombre, pero solo el amor maduro capacita para superar la soledad. Un amor es maduro cuando la unión preserva la propia identidad y la de las personas amadas.
Amar es fundamentalmente dar, no recibir. Dar sin recibir a cambio puede considerarse como empobrecimiento o como virtud en el sentido de sacrificio, pero quizás su sentido más genuino sea expresión de potencia, de poder, de fuerza, de riqueza… La esfera más importante del dar es el dar de sí mismo, y cuando se da así, no se puede dejar de recibir, y por eso, dar significa hacer de la otra persona un dador, y compartir ambos la alegría de lo que han creado.
Pero hay muchos tipos de amor —dice Fromm—. El amor de una madre es incondicional; el niño no tiene que hacer nada para obtenerlo. El amor del padre hay que ganarlo y puede perderse. La relación entre la madre y el niño es de desigualdad, en la que uno necesita toda la ayuda y la otra la proporciona. Este altruismo es considerado como la forma más elevada de amor y el más sagrado de todos los vínculos emocionales, pero la madre recibe más que el niño porque se trasciende en el niño; porque su amor por él colma de sentido su vida.
El amor fraterno se caracteriza por su falta de exclusividad, y en él se realiza la solidaridad humana. Si percibo en una persona solo lo superficial, percibo fundamentalmente las diferencias; percibo lo que nos separa. Si penetro hacia el núcleo, percibo nuestra identidad, nuestra hermandad. El amor comienza a desarrollarse si amamos a los que no necesitamos.
El amor a Dios también puede tener su origen en la necesidad de evitar la angustia de la soledad a través de la unión con alguien. Cuando la religión ha tenido un carácter matriarcal, los dioses se han caracterizado por profesar un amor incondicional e igual para todos. El creyente sabe que, aunque haya pecado, su Madre le amará y no amará a otro más que a él. Este amor propicia lo que ocurre entre la madre y el hijo, es decir, que el amor a Dios, y el amor de Dios hacia él, son inseparables. En las etapas patriarcales, ocurre que el Padre tiene exigencias, establece principios y leyes, supedita su amor a la obediencia, tiene predilección por el más obediente y capacitado, y las cosas se complican…
Quizás, el pasaje evangélico que mejor muestre el amor de Dios —de Abbá—, sea el del hijo pródigo. En expresión de Ruiz de Galarreta; «Jesús tiene la osadía de comparar a Dios con el paterfamilias venerable que echa por la ventana su dignidad y la mitad de su hacienda, porque ha recuperado al sinvergüenza de su hijo que ha vuelto a casa muerto de miseria». Nada de ofensas, nada de reproches, solo el amor incondicional de un padre; un amor que precisamente por su incondicionalidad es más propio de una madre. Podemos sentir a Dios como un Padre que nos recompensará por nuestras buenas obras en el momento de la muerte, y podemos sentir el amor incondicional de una Madre y responder a su amor amando a sus hijos; porque Dios no necesita nada de nosotros, pero tiene hijos que sí nos necesitan.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Fuente Fe Adulta
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