El viernes pasado, 11 de septiembre, escuché con profunda emoción y lágrimas de alegría la sentencia de la Audiencia Nacional que condenaba a Inocente Orlando Montano a 133 años de prisión como culpable de los asesinatos de Ignacio Ellacuría, rector de la Universidad José Simeón Cañas (UCA), y de sus compañeros jesuitas españoles Segundo Montes, Ignacio Martín Baró, Amando López y Juan Manuel Moreno la madrugada del 16 de noviembre de 1989. Se hizo justicia pero no completa, ya que quedaron impunes los asesinatos de los salvadoreños el jesuita Joaquín López y López, la trabajadora doméstica Julia Elba Ramos y su hija Celina, de 15 años.
“Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar”
“Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar”: Este texto poético, de José Martí, tiene aire del Atahualpa Yupanki y recuerda el mensaje utópico de los viejos profetas de Israel y la proclama liberadora de Jesús de Nazaret. Con él comienzo esta evocación de Ignacio Ellacuría, con quien colaboré intensamente en libros, conferencias y congresos. Cuando se creó la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones en la Universidad Carlos III de Madrid, el rector Gregorio Peces-Barba me pidió le pusiera el nombre de un teólogo español fallecido. “Ignacio Ellacuría”, le respondí sin dudar un minuto. El método seguido en los cursos y las publicaciones de la Cátedra es el de la historificación de los conceptos filosóficos, teológicos y políticos, que él creó e inspira mi teología.
Ellacuría es, sin duda, uno de los más cualificados creadores y cultivadores de la teología y de la filosofía de la liberación en América Latina, y constituye todo un ejemplo de coherencia entre pensar y vivir, teología y praxis, biografía y bibliografía, pasión por la justicia y compasión con las víctimas, amor a la verdad y compromiso con la liberación de las personas y los sectores empobrecidos. En él no había compartimentos estancos ni doblez: vivía como pensaba, pensaba como vivía. Su vida fue la mejor ejemplificación de su pensamiento; su pensamiento, la más nítida explicación de su vida.
Siempre me impresionó su serenidad, cualidad de los espíritus libres y equilibrados que, como la naturaleza, no dan saltos en el vacío, sino que saben estar en cada situación de manera ecuánime y sin hace concesiones a las ideológicas.
Ellacuría era una persona de una pieza, un hombre cabal, que armonizaba de manera espontánea y sin fisuras la ética y la política, la fe y la esperanza, la reflexión y la praxis de liberación. La ética resultaba ser en él la bisagra y el punto de conexión entre la doble dimensión de la fe: la mística y la política. La causa de la liberación, y por ende de la libertad, no era algo accidental, de lo que se ocupara en ratos de ocio, sino consustancial. Esa causa guió su pensar y vivir, su punto de partida y de llegada. Quizá no haya otra causa más noble, más gratuita e interesada a la vez, en cuanto estaba vinculada a intereses de emancipación.
Intelectual honesto y fidelidad a lo real
Su honestidad intelectual le llevó a ser fiel a la realidad, una realidad transida de muerte, pero abierta a la esperanza de vida; una realidad aparentemente plana y opaca, pero cargada de potencialidades ocultas que él quiso sacar a la luz.
La fidelidad a lo real le convirtió en un intelectual honesto: le llevó a analizar la realidad en toda su complejidad, con un instrumental científico riguroso, desde unos presupuestos éticos de justicia y solidaridad. Él mismo solía repetir, siguiendo a su maestro Xabier Zubiri, que la inteligencia debe aprehender la realidad y enfrentarse con ella, siguiendo estos tres pasos: a) hacerse cargo de la realidad, que consiste en un estar “real” en la realidad de las cosas a través de las mediaciones materiales y activas; b) cargar con la realidad, esto es, tener en cuenta el carácter ético fundamental de la inteligencia; c) encargarse de la realidad, que significa asumir hasta sus últimas consecuencias la dimensión práxico-emancipatoria de la inteligencia.
Pero lo más importante de esta caracterización de la inteligencia es que Ellacuría fue capaz de encarnarla vitalmente y de convertirla en praxis histórica martirial, acompañando al pueblo de El Salvador y a los “pueblos crucificados” con la luz de la inteligencia y la radicalidad del Evangelio.
Supo articular, en su vida y pensamiento , el análisis de la realidad a través del recurso a las ciencias sociales, políticas y económicas, el quehacer teológico a través de la mediación hermenéutica y la reflexión filosófica bajo guía de Xavier Zubiri, de quien fue primero el discípulo sobre quien hizo su tesis doctoral y después el colaborador más cercano, cuyo pensamiento recreó. Sorprendía gratamente comprobar cómo armonizaba la seriedad metodológica con la sensibilidad hacia las mayorías empobrecidas, la precisión científica con la sintonía crítica hacia los proyectos de las organizaciones populares de El Salvador.
Nada tiene que ver el teólogo Ellacuría con la irónica definición que de los teólogos daba el que fuera arzobispo de Canterbury, Willian Temple: los teólogos son, afirmaba, “personas que consumen toda una vida irreprochable en dar respuestas exactísimas a preguntas que nadie se plantea”. El acto primero de la teología de Ellacuría fue el pueblo crucificado de El Salvador, su lucha histórica por vencer a la muerte provocada por el triángulo oligarquía-ejército-gobierno, su compromiso por la vida, su anhelo de resurrección, expresado por monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado en 1980 en su afirmación “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”, grabada a la entrada de la capilla de la UCA, donde está enterrados los mártires jesuitas.
La convergencia con monseñor Romero, cristiano cabal que le precedió en el martirio, era total. Ambos creían en la “fuerza histórica de los pobres” para liberarse de las cadenas de la opresión y construir la fraternidad-sororidad desde abajo. La muerte de ambos era una “muerte anunciada”, pero también estaba anunciada su victoria sobre la muerte, como anticipara monseñor Romero en la frase antes citada.
Bajar de la cruz a los pueblos crucificados
Ni una sola línea de sus escritos ni una sola acción de su itinerario vital le alejaron de su pasión por los pueblos crucificados, no para dejarlos ahí colgados, sino para bajarlos de la cruz. Creo que cualquier teología o filosofía que pase por alto las densas y significativas preguntas surgidas del infierno de la muerte de los inocentes y de las situaciones de explotación que viven los pueblos empobrecidos en el Norte Gobal y en el Sur Global, termina por convertirse en un estéril ejercicio de retórica vacua o en un gran acto de cinismo.
Ellacuría encarnó la máxima del filósofo griego Epicuro: “Vana es la palabra del filósofo (y yo añado: del teólogo) que no sirva para curar algún sufrimiento de los seres humanos”, que no está tan lejos de las palabras del profeta Oseas “Misericordia quiero, no sacrificios”, puestas por los evangelistas en boca del profeta Jesús de Nazaret.
La vida y el pensamiento de Ignacio Ellacuría plantean a la sociedad y a las religiones, al pensamiento filosófico y teológico del Norte Global la necesidad de un giro copernicano, de un cambio de dirección en las siguientes alternativas: del individualismo a la comunidad; de la civilización de la riqueza a la cultura de la austeridad; de la retórica de los derechos humanos a la defensa de los derechos de las personas empobrecidas y de los pueblos oprimidos; de la historia entendida como como progreso lineal de los colectivos privilegiados a la historia como cautiverio e interrupción; del “fuera de la Iglesia no hay salvación” al “fuera de los pobres no hay salvación”; de la moral privada a la ética pública: En suma, de la razón instrumental inmisericorde, en que ha desembocado la razón ilustrada, a la razón compasiva.
“Hombre de compasión y misericordia”
Ellacuría encarnó la máxima del filósofo griego Epicuro: “Vana es la palabra del filósofo (y o añado: del teólogo) que no sirva para curar algún sufrimiento de los seres humanos”, que está en plena sintonía con las palabras del profeta Oseas puestas por los evangelistas en boca de Jesús: “Misericordia quiero, no sacrificios”. Es la base de la ética de la compasión.
Los numerosos estudios sobre la vida y el pensamiento de Ellacuría que se han sucedido ininterrumpidamente a lo largo de los treinta años tras su asesinato, nos han descubierto nuevas dimensiones de su personalidad, en la que convivían armónicamente el profesor universitario y el analista político, el crítico del poder y el defensor de las personas víctima de la violencia del sistema, el filósofo de la realidad histórica y el teólogo de la justicia, el intelectual comprometido y el creyente sincero, el lúcido polemista y el mediador para la paz, el pensador y el activista de los derechos humanos, el testigo y el creyente en el Dios de la esperanza y en Jesús de Nazaret, el Cristo Liberador .
La lectura de su obra y el conocimiento más preciso de su actividad política y universitaria nos permiten valorar en sus justos términos el sentido crítico de su pensamiento, la autenticidad de su experiencia religiosa, su vocación pacificadora en medio de los conflictos, su compromiso ético con los pobres de la tierra, la vigencia de muchos de sus análisis políticos, el horizonte emancipador de su filosofía y la perspectiva liberadora de su teología. Su vida fue ejemplo de coherencia entre pensar y actuar, fe cristiana y compromiso con los excluidos, reflexión y solidaridad con las víctimas. El filósofo y amigo personal de Ellacuría, Pedro Laín Entralgo le definió como Pharmakós por su pasión en reconciliarnos con el ser humano que somos. Jon Sobrino le llama “hombre de compasión y misericordia”. Dos definiciones que comparto.
El desarrollo y la profundización de de estas ideas se encuentran en mi libro, escrito en colaboración con José Manuel Romero, Ignacio Ellacuría. Teología, filosofía y crítica de la ideología (Anthropos, Barcelona, 2019)
Fuente Religión Digital
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