Buscar el tesoro que somos
Domingo XVII del Tiempo Ordinario
26 julio 2020
Mt 13, 44-52
La metáfora del tesoro escondido u oculto, presente en diferentes tradiciones sapienciales, constituye una invitación a encontrar o descubrir aquello que, aun sin saberlo, anhelamos: lo que realmente somos.
Y contiene varias indicaciones valiosas: el tesoro está ahí todo el tiempo, se trata simplemente de descubrirlo; no es algo separado de nosotros ni algo de lo que carezcamos, sino justamente aquello que somos; cuando se descubre, todo lo demás empieza a ser visto como algo secundario; y ese descubrimiento se traduce en alegría estable.
Todo ser humano añora ese tesoro. De hecho, es ese anhelo el que nos mueve, nos hace iniciar la búsqueda y recorrer diferentes caminos, atraídos siempre por su aroma de plenitud.
Sin embargo, en esa búsqueda puede suceder de todo: nos despistamos y terminamos enredados; nos conformamos con pequeñas “golosinas” o nos entretenemos con “juguetes”, olvidando el tesoro real; acallamos la voz del anhelo aturdiéndonos con múltiples ruidos; nos decimos a nosotros mismos que el anhelo es inventado y que es necesario ser “prácticos” y no creer en “cuentos” ilusorios…
Y aun en el mejor de los casos, cuando la búsqueda se apoya en una fuerte determinación, no resulta fácil superar la trampa que nos incita a buscar el tesoro en “algo” fuera, lejos o en el futuro.
Lo cual me trae a la memoria el relato del ciervo almizclero. Fascinado por un olor exquisito cuya procedencia ignoraba, inició una carrera alocada por atraparlo. Por más que corría, el olor no lo abandonaba, aunque tampoco conseguía descubrir su procedencia. En un salto desafortunado, el ciervo se golpeó en el pecho con una rama puntiaguda, muriendo en el acto. Su pecho abierto guardaba el perfume que equivocadamente había buscado fuera.
Como el ciervo, no podemos negar el “olor” de la plenitud. Pero nuestra mente, al reducirnos a la “forma” de nuestra persona –al identificarnos con el yo separado–, nos hace creer que la plenitud se halla fuera y ahí empezamos la carrera que no conduce a ninguna parte.
La parábola nos recuerda: tú –en tu verdadera identidad– eres ya lo que estás buscando. No corras hacia fuera, porque donde tienes que llegar es a ti mismo. Acalla la mente y, si tienes paciencia y perseveras en ello, el silencio te mostrará el tesoro que desde siempre has añorado. Cuando eso ocurra, la búsqueda habrá concluido: has descubierto lo que siempre has sido y que, sin embargo, te permanecía oculto.
¿Cómo vivo la búsqueda? ¿Qué, dónde, cómo busco?
Enrique Martínez Lozano
Fuente Boletín Semanal
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