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Ramón Hernández: Honras fúnebres. Sangre derramada.

Jueves, 16 de julio de 2020

251100De su blog Esperanza radical:

Ayer tarde asistí al funeral por un amigo que murió a finales de marzo y a cuyo sepelio solo pudieron acudir dos o tres familiares, los permitidos por las disposiciones pertinentes al coronavirus. Nada que objetar a la formalidad del rito funerario al que asistí, celebrado conforme a las disposiciones litúrgicas actuales. Partiendo de que, tras su muerte, ya nada se puede hacer por el difunto, pero que es mucho lo que se puede hacer por sus familiares y amigos, el rito funerario de ayer me pareció una perfecta calamidad. Un funeral, tal es mi parecer, debe tener gran importancia y trascendencia para la vida cristiana de la comunidad parroquial, algunos de cuyos miembros se encuentran en esos momentos muy sensibilizados por la pérdida de un ser querido.

La celebración de ayer empezó muy mal con una música enlatada, extemporánea, que parecía traída más para llenar un vacío que para ambientar y animar una celebración litúrgica de dolor y esperanza. El celebrante, más bien joven que mayor, desempeñó un papel bien aprendido, pero sin alma alguna, como si de un insulso recitado de memoria se tratara. La homilía, tras el evangelio en que Jesús cura a un paralítico para demostrar que tenía el poder de perdonar los pecados, deslavazada e inconexa, resultó cansina y torpe. Nada había en ella que insuflara algo de consuelo y esperanza a los atribulados asistentes. ¡Qué ocasión perdida para acercar el poderío psicológico del evangelio cristiano a personas que solo en ocasiones como esa pisan la iglesia!

Estamos listos si esperamos que, con celebraciones litúrgicas como esa, desprovistas de todo atractivo humano y divino, los cristianos retornen a la práctica religiosa y llenen de nuevo los templos. Confieso que, tras predisponerme a oír de alguna manera la palabra de Dios en esa celebración, salí de ella íntegro e impertérrito, es decir, tal como entré, sin que nada me hubiera conmovido ni impulsado a combatir mis propios egoísmos para comportarme como mejor persona. Y eso que –insisto en ello- la buena predisposición de los asistentes, que siempre acompaña la despedida definitiva de un ser querido, genera un estado de ánimo muy receptivo a las palabras de iluminación y de consuelo que se esperan del celebrante. Al final, qué pena, una obligación más cumplida sin arte ni parte; un trámite más en un ambiente en el que lo que causa dolor es precisamente la falta de vida. Y, en ese ambiente, claro está, el único consuelo es el de haber manifestado a la familia del finado la cercanía que nace del afecto, cercanía que también podría haberse demostrado, y quizá mucho mejor, brindando por el fallecido en un bar para agradecer su vida entre nosotros.

Puse especial atención a las palabras de la consagración del cáliz, las exactamente preceptuadas por las disposiciones litúrgicas en vigor: “Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada POR VOSOTROS Y POR MUCHOS (mayúsculas para realzar el tono) para el perdón de los pecados”.

De todos es bien sabido que el cambio del “todos” anterior por el “muchos” actual, como destinatarios de la “sangre derramada”, originó una agria polémica, falsamente cerrada con la fórmula adoptada. Digamos, ante todo, que la cuestión podría haberse solventado muy satisfactoriamente eliminando el cuerpo del delito, un cuerpo que además nada pinta para la acertada interpretación de lo que se dice: “sangre derramada para el perdón de los pecados”. Desde luego, es muy sabio lo de “muerto el perro, se acaba la rabia”.

A ese respecto, importa señalar que la orden inicial, la de “tomad y bebed todos”, aunque se refiera a los presentes, encaja muy mal con la reducción del alcance redentor del derramamiento de sangre que limita claramente el “muchos” actual en el lugar del “todos” anterior. Pero lo más grave es que la fórmula adoptada entraña un auténtico disparate teológico al proclamar que la sangre de Cristo no ha sido derramada para la redención de todos los pecados. En su muerte, según san Pablo, Cristo se hace pecado para dar muerte al pecado con su propia muerte. “Muchos”, además de ser un término excluyente, es impreciso hasta el punto de alguien podría pensar que Jesús habría podido derramar su sangre solo por diez o doce, que no son pocos precisamente. Creo que aquí encaja bien el refrán: “cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo mata moscas”.

Mi decepción creció exponencialmente cuando, llegado el momento de la comunión, el celebrante se dio la vuelta, fue al sagrario y sacó de él un copón con hostias consagradas sabe Dios cuándo. ¡Una “cena del Señor” en la que a los invitados se les da a comer pan atrasado! Ya hemos insistido en que las especies eucarísticas del pan y del vino adquieren la nueva realidad del sacramento, circunscrita a su significado natural de comida y bebida, en el acto ritual. La comunión que vi administrar ayer, como ocurre tantas otras veces, se sirvió de hostias que nada tenían que ver con el rito celebrado. Si ya de suyo la celebración de la misa católica no se parece en nada a una auténtica “cena del Señor”, el solo hecho de ese tipo de comunión remata la faena del despropósito teológico. Por otro lado, insisto en la necesidad de que todos los asistentes a la celebración de una eucaristía vayan con el propósito de ser consagrados, también ellos, como granos de trigo y de uva, y de comulgar y ser comulgados, es decir, de ser al mismo tiempo comida y comensales. Es obvio que la celebración de una eucaristía sin comunión no es tal, a la vez que confieso abiertamente que no encuentro nada en la mayoría de las misas a las que asisto que me invite o me anime a comulgar.

Triste celebración litúrgica la de ayer en la que, a mi modo de ver, solo se salvan dos cosas: primera, el hecho de que el coronavirus esté obligando a dar la comunión en la mano, lo que afortunadamente va a poner fin a la práctica antihigiénica de recibir la comunión en la boca por un respeto muy mal entendido, y, segunda –también insisto en ello–, el gesto humano de acompañar a una familia doliente por la pérdida de un ser querido. Lo demás, dada la forma en que se celebró el funeral, no fue más que un rito desencarnado, frío y anodino, pura rutina gestual sin alma alguna. ¡Qué pena y qué ocasión perdida para convencer a los presentes de que Jesús vive y de que el ser querido por el que se sufre y se llora vive en él y ahora cuida de nosotros!

Dejemos atrás este atolladero litúrgico, que no transmite el mensaje evangélico a los hombres de nuestro tiempo, para reparar en otras celebraciones instructivas. Hoy se celebra “el día internacional libre de las bolsas de plástico”, material que nos presta muy efímeros servicios a costa de llenar de basura mortífera, durante cientos de años, los océanos. Los españoles, por ejemplo, no podemos seguir consumiendo casi una bolsa de plástico al día por cabeza, por muy cómodo que resulte.  También hoy se celebra el “día internacional del síndrome de Rubinstein-Taybi”, conocido al principio como “síndrome de los pulgares anchos”, enfermedad rara que afecta aproximadamente a uno de cada cien mil habitantes y que se caracteriza por “talla baja, microcefalia (cabeza pequeña), rasgos faciales particulares, primer dedo de manos y pies anchos y en ocasiones angulados, y grado variable de retraso del desarrollo psicomotor”. La celebración de este día recuerda la fecha de la muerte del pediatra Rubinstein, muerto en 1963, descubridor, junto con el radiólogo Taybi, de esa enfermedad.

Y, como no podía ser de otra manera por lo que a la marcha general de la humanidad se refiere, el día nos trae a la memoria el fragor de las armas que mete en danza a los Estados Unidos, primero para constituirse como nación en la “Guerra de la Independencia”, iniciada un día como hoy de 1775 por las trece colonias originales, y, segundo, para anexionarse la isla de Cuba con la treta de haber sido atacados ellos primero en la bahía de Santiago de Cuba. Se desencadenó así una guerra desigual con España en la que murieron 323 españoles y se decapitó el colonialismo español, hecho del que se derivó el pesimismo característico de la conocida como “generación del 98” española. Para bien o para mal de la humanidad entera, nació y se consolidó entonces un imperialismo que impone, todavía en nuestro tiempo, unas reglas de mercado que reducen a muchos seres humanos a la condición de esclavos.

Ojalá que el día de hoy nos sirva para acometer en serio la limpieza de plásticos de nuestros mares y para liberar nuestro mundo de la tiranía religiosa, que todavía ejerce la Iglesia católica sobre muchas conciencias, y de la tiranía económica que tanto se ha reverdecido en nuestros días al habernos enseñado sus dientes un minúsculo virus que ha venido a cantarnos las cuarenta y darnos un jaque que ha hecho tambalearse al rey del ajedrez con que jugamos. Creo sinceramente que la Iglesia católica, también la de la gran bonhomía del cercano papa Francisco, tiene importantes cuentas pendientes con el evangelio cristiano, y creo también que el imperio yanqui tiene muchísimas más con una justicia social cuya carencia está poniendo en peligro muchísimas vidas humanas. Ni los poderosos ni los ricos saborearán el reino de los cielos que ya ilumina y anima, afortunadamente, la vida de tantísimos seres humanos de buena voluntad.

Ramón Hernández Martín

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